Cuentos Crudos

A finales del siglo XIX, el refinado escritor simbolista Villiers de l’Isle Adam reunió sus mejores cuentos, siempre sofisticados y algunos excelentes, bajo el título Cuentos crueles. Es un rótulo menos significativo de lo que él creía, porque aunque los cuentos de Villiers son intencionadamente crueles de modo moderno, lo cierto es que los cuentos populares son casi siempre espontáneamente crueles y cuanto más antiguos, peor. Para comprobarlo basta echarle una ojeada a esta nueva versión en castellano de los cuentos de los hermanos Grimm, que traslada la primera edición de esa recopilación celebérrima (la de 1812) y no, como es habitual, la mucho más domesticada de 1857. Los Grimm, sobre todo Wilhelm, el cuentista por excelencia, retocaron a lo largo de más de 40 años los relatos de la tradición oral que les habían transmitido sus informantes (mujeres sobre todo), pulieron sus rasgos más feroces o menos cristianos y les añadieron toques profesionalmente “literarios”, no siempre para mejor.

De ese modo, las terroríficas madres celosas de sus hijas hasta el crimen se convirtieron en madrastras (¡las madrastras de los cuentos!), igual de malvadas, pero menos escandalosas; las ejecuciones tan sumarias como atroces de brujas y demás ralea se vieron precedidas de respetables juicios, los príncipes que se acuestan con doncellas nada remisas y las preñan en gozosos revolcones se convirtieron en novios formales algo impulsivos, etcétera. Sin duda los cuentos de 1812, todavía sin pulir, son formalmente más toscos e incluso esquemáticos, carentes de ciertos adornos circunstanciales que luego se hicieron imprescindibles en nuestra memoria colectiva, pero tienen una fuerza estremecedora como el susurro de la voz cascada que nos desvela en la penumbra del cuarto mientras temblamos bajo las sábanas… La edición de estos cuentos ha sido preparada con paciente erudición y talento por Helena Cortés Gabaudan, que los acompaña de abundantes notas en las que se nos informa de las modificaciones que los relatos sufrieron en las sucesivas y domesticadoras ediciones…

Chesterton señaló que “la literatura es un lujo, pero la ficción es una necesidad”. A esta necesidad responden los cuentos de todas las épocas y latitudes. La ciencia intenta calzar el universo dentro de nuestra razón y los cuentos tratan de embutirlo en nuestra imaginación. Ambos propósitos son imprescindibles para garantizar el mejor funcionamiento y el sentido de la aventura humana. Releyendo estos cuentos de los hermanos Grimm, muchos de los cuales conocemos casi desde la cuna (por cierto, ¿siguen hoy contándose a los niños?, ¿se codean Pulgarcito, el Sastrecillo Valiente, Blancanieves, Caperucita, los tres cerditos y su correspondiente lobo con los videojuegos y las series de Netflix?), me he dado cuenta de que la mayoría de ellos gira en torno a la promesa incumplida. Ya saben, la que se hace para ganar un premio, huir de un peligro o salir del paso; la de camaradería de la princesa al sapo para recuperar su bola de oro, la del molinero al diablo que implica a su pobre hija, la de la mitad de su reino que hace el rey a quien le devuelva cierto tesoro, la que nos esclaviza cuando parece liberarnos y por eso no la queremos cumplir.

En su Genealogía de la moral establece Nietzsche que la sociedad se funda en la capacidad de prometer. Pero, una vez prometido…, ¿se protege mejor la sociedad cumpliendo escrupulosamente la promesa o fingiendo olvidarla, a ver qué pasa? Pues depende: pregúntenle a un especialista como Pedro Sánchez… o mejor vuelvan a leer los cuentos de Grimm, de Perrault, de Andersen. Porque esas antiguas y ambiguas historias nunca mueren. Como bien dicen los hermanos Grimm en el prólogo de esta primera versión de sus cuentos: “Son las personas las que se les van muriendo a los cuentos y no los cuentos los que se les mueren a las personas”.

 

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