El poder de la ficción

 A Julio Paredes, in memoriam

Era otro tiempo, desde luego, anterior a Caída, cuando inspirados aedos, maestros éticos de la Grecia arcaica, recorrían los caminos educando con deleite a la gente con una palabra venida de otro lugar. Palabra verdadera, sagrada, incuestionable, que fluía del caudal de las Musas por obra del antiguo arte de la invocación. Como dice William Marx, la Musa que invoca Homero en la apertura de sus poemas no es vana palabra. Más que simplemente abrirlos, los canta. «La Musa habla dentro del poeta, que le presta su boca».  De ahí a concluir que todo el saber del poeta no es sino un divino préstamo, no hay más que un paso.  Homero, simple intermediario, haría escuchar una voz que no es suya, que no le pertenece ni entiende, estaría inspirado, si no es que poseído.

La Musa, la diosa que otorgaba legitimidad al rapsoda, que permitía el catálogo infinito de naves y de rostros sin entrar en batalla; la misma, cuyo argumento se esgrimió para perder al poeta, al hacedor de versos, que de un momento a otro se halló sin prestigio, sin oficio y sin técnica. Desposeído a causa de su posesión, encajó los golpes más contundentes a manos de un poeta, uno con la suficiente inspiración para inventar a Sócrates de día y expulsar a sus cófrades de noche.

Es necesario considerar, asimismo, el valor de verdad de la poesía en el contexto de la problemática metafísica del arte. Sin olvidar, desde luego, que «los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica» . Para Platón, príncipe de los metafísicos, el mundo sensible constituye apenas una imagen del mundo de las Ideas, una sombra en la pared de la caverna, una vana apariencia, y por ello se distancia de lo verdadero, tal y como una copia se aleja del original. La creación del poeta, irracional y prestada, sería por añadidura una mímesis de acontecimientos sensibles, es decir, una copia de una copia y, por tanto, se hallaría triplemente alejada de la verdad.

Sin embargo, tanto o más importante resulta la cuestión política. «El destierro de la poesía no es un simple enfrentamiento de ropavejeros charlatanes: es una lucha por el poder —o por la influencia sobre el poder», como dice William Marx. Platón alega que los poetas mienten, corrompen, deseducan. Lo curioso es que no los expulsa por inútiles, sino por peligrosos. El discurso de la poesía, según intuye, es una poderosa arma de seducción masiva que atenta contra la estabilidad de la Ciudad perfecta. «Las mentiras de la poesía son peligrosas, no porque toda mentira lo sea, sino porque toda mentira lo es cuando no tiene al estado por autor». Así, pues, el problema real no es solo que el poeta esté poseído, ni que su creación sea una copia de una copia, ni que atribuya a los Dioses todas las vergüenzas y pequeñas miserias de los hombres, el problema de fondo es que «solo la ciudad tiene derecho a mentir, y la mentira es demasiado preciosa para ser dejada en las manos de los poetas».

Solo aquel que no constituya una amenaza para el orden totalitario puede quedarse; el poeta oficial, debidamente autorizado, regimentado, dócil, útil, sumiso a los altos intereses de la república, a su moral, a su verdad, a su autoridad. Los demás, los verdaderos, «no tendrán más que ir a plantar su carpa en otra parte».

FUENTE: EL HERALDO