Escritores en busca de alma gemela

Los escritores tienden a enamorarse de otros escritores. John Fante, explicaba su hijo Dan, cogía al azar los libros de su biblioteca y ensayaba en ellos la firma de Knut Hamsun, su escritor favorito. Jugaba Fante a meterse en su cabeza. Su obra cumbre, Pregúntale al polvo, es de hecho un intento de reformular la marginalmente canónica Hambre. Fante no escribió sobre Hamsun, pero podría haberlo hecho. Es probable que hablase sobre él con quien quisiera escucharle y que entendiese exactamente por qué había hecho lo que había hecho y cómo lo había hecho. Después de todo, como dice Lorrie Moore, “nadie como un escritor para entender a otro escritor”. Y esto podría aplicarse a cualquier artista, pero el escritor, dice Moore, es el único que puede expresarlo, además, en el arte que practica. Lamentablemente, añade, “no se puede bailar una reseña de una obra de arte”.

Evidentemente, Moore, que habla de todo ello largo y tendido en su colección de ensayos A ver qué se puede hacer (Eterna Cadencia), se refiere al juicio, a la crítica, no al flechazo que puede llevar a un escritor a enamorarse perdidamente de otro y querer iniciar algún tipo de diálogo con su obra, deconstruyéndola para entenderle, como quien trata de entender al amante que ha partido siendo aún un misterio pero ha dejado a su marcha un montón de pistas que nadie mejor que él puede entender. Escritores que les han servido de motor, que han ejercido, desde la página y sin saberlo, de mejores amigos, botes salvavidas, maestros, de padres y madres, e incluso de inalcanzables cimas que admirar como se admira aquello que no creías que pudiese existir.

Michel Houellebecq (Saint-Pierre, Francia, 65 años) admite de Howard Phillips Lovecraft algo parecido. Fascinado desde los 16 años por la capacidad del de Providence por existir al margen del mundo, por “su contudente NO al mundo tal y como es y a la realidad tal y como el mundo insiste en que debe ser”, Houellebecq logró completar en 1991, cuando aún no era más que un desconocido funcionario parisino, una potentísima biografía de Lovecraft titulada H. P. Lovecraft: Contra el mundo, contra la vida, recién recuperada por Anagrama. “Con la distancia creo que escribí este libro como si fuera una especie de primera novela. Una novela con un solo personaje”, dice en el prefacio, en el que deja claro lo que le atrae del genio misántropo. A todas luces, una especie de alma gemela.

Pero va más allá. Es decir, de la misma manera que Emmanuel Carrère se deconstruyó a sí mismo ―y su obsesión por la fe católica entonces― en su aproximación a Philip K. Dick en la biografía hartamente distorsionada que le dedicó (Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos), Houellebecq se refleja en Lovecraft, señalando aquello que no comparten ―“es evidente que, a título personal, yo no he seguido a Lovecraft en su odio por cualquier forma de realismo”, escribe― y lo que sí ―“pocos se han sentido tan impregnados como él por la nada absoluta de cualquier aspiración humana”. Para él, como para el propio Houellebecq, “el universo no es más que una furtiva disposición de partículas elementales”.

Michel Houellebecq (izquierda) y H. P. Lovecraft

Ocurre así también en la biografía que Chris Kraus (Nueva York, 66 años), iconoclasta escritora en la vanguardia que explora el yo narrativo a la vez que el mundo que le rodea, escribió sobre Kathy Acker: After Kathy Acker. En su caso, la reconstrucción de Acker se lleva a cabo desde la demolición. Al superponer su propia figura y la del mundo que Acker ha dejado, en algún sentido la destruye. “Acker entiende que la escritura sin un mito no es nada” y que “los mitos femeninos no funcionan en grupos” porque “son siempre singulares”. Y eso era cierto en su época, dice Kraus. Luego dejó de serlo. “Acker representó, de hecho, el fin de una era, en la que el escritor, o la escritora, era visto como héroe, y eso es lo terrible de su figura, que en el momento en que alcanzó lo que deseaba, el mundo había cambiado y lo que había deseado siempre también”.

No es difícil ver de qué manera la obra de la propia Kraus, en constante mutación, sigue los pasos de la de aquella, intentando no cometer sus errores, habiendo estado dentro de su cabeza mientras escribía ese libro. Y también sospechar que Acker fue la clase de flechazo que la convirtió en escritora. Como le pasó a Jonathan Coe con el extrañísimo y sin embargo adictivo B. S. Johnson. Coe (Bromsgrove, Inglaterra, 59 años), autor de ¡Menudo reparto!, publicó en 1995 una biografía del malogrado genio inglés titulada Like A Fiery Elephant: The Story of BS Johnson. “A mediados de los 80, en la universidad, yo intentaba abrirme camino, con dificultad, por la obra de Robbe-Grillet y Ann Quin y fue maravilloso dar con alguien que, sin dejar de apostar por romper con la forma, ¡era de lo más adictivo! Sus libros son a la vez tiernos y reveladores”, explicó en una ocasión. Coe vio un camino para su propia narrativa ―nunca tan valiente― y también para una manera de estar en el mundo.

Lo mismo le ocurrió a Catherine Millet (Bois-Colombes, Francia, 72 años) cuando se topó con D. H. Lawrence. En realidad, lo que vio Millet fue exactamente la clase de cosa que ella quería hacer. Como Lawrence, Millet quería, de alguna forma, hacer uso de la polémica para propulsar su relato, y no dejar que éste se limitase a contarse a sí mismo sino que pudiese preguntarse cosas. De ahí, dice, ese híbrido de novela y digresión filosófica que la escritora detectó en Lady Chatterley. Bucear en el que debió ser su pensamiento, pues, no le resultó del todo extraño. En Amar a Lawrence (Anagrama) cuenta por qué, y se sitúa, como decíamos de Kraus, Carrère, Coe o el propio Houellebecq, sobre el contorno de quien la precedió para ensanchar todo tipo de límites y reconocer sus virtudes, como que “hizo más por las aspiraciones de las mujeres que la mayoría de novelistas del siglo XX”.

No son los únicos casos. La hermana menor (Anagrama), el libro que Mariana Enríquez dedicó a Silvina Ocampo, también podría incluirse en una tendencia que es más que una tendencia. Se diría que la biografía de escritor hecha por otro escritor es una corriente de la que no se habla lo suficiente pero que ha existido desde que existen los escritores, y desde que estos se admiten a sí mismos que pueden haber encontrado un alma gemela de la que simplemente quieren saber más. Cuando Houellebecq leyó por primera vez a Lovecraft se dijo que “no sabía que la literatura podía hacer eso”, y años más tarde, ya ante el manuscrito de su biografía sobre el autor de La llamada de Cthulhu, se añadió todavía no estaba “seguro de que pueda”, y se metió en la inquietante piel de la prosa del de Providence cuando afirmó que “hay algo en Lovecraft que no es del todo literario” porque “había algo en él no del todo humano”.

Y pese a todo, su aproximación es la de un igual, o lo más parecido a un igual, según el propio Stephen King, encargado de firmar el prólogo de la nueva edición, con que Lovecraft podía haber llegado a soñar. Alguien que entendió que “cuando uno ama la vida, no lee. Ni tampoco va mucho al cine. Digan lo que digan, el acceso al universo artístico queda más o menos reservado a los que están un poco hasta el gorro. Lovecraft llegó a estar un poco más que hasta el gorro”. “Lovecraft sabe que no tiene nada que ver con este mundo. Y siempre sale perdiendo. Tanto en la teoría como en la práctica. Cree que la edad adulta es el infierno […] y teniendo en cuenta los valores que rigen el mundo adulto, difícilmente podemos reprochárselo”, escribe Houellebecq, y no hace sino darle la razón a su también ingeniosamente misántropa manera.

FUENTE: El País