Sexo en Vieja York

Imaginemos una sociedad idiota, narcisista y gerontofóbica. Alguna nacida de la cantera de ideas de un escritor largamente joven, a quien le cuelga una etiqueta de emergente de la oreja des de hace demasiado tiempo. Ese escritor construirá un mundo como el que imaginamos, pero peor, o eso procurará. Los de su calaña vienen a rizar el rizo y a hacer de esos rizos toboganes por donde dejarnos caer (o donde enredarnos un rato). Por eso leer suele ser divertido y, como pasa con los buenos juegos, suele dejarte contento pero algo cansado.

Los reencuentros de ‘Friends’ y ‘Sexo en Nueva York’ son muestras de que la nostalgia avanza como una apisonadora.

El rizador de rizos añadirá estilo, trama y un final más o menos esperanzador con un montón de especificidades horripilantes porque se trata de una sociedad idiota, narcisista y gerontofóbica. Vamos allá: En este mundo se habrá postergado la muerte unos años. La esperanza de vida será mayor a la de sus antepasados, teniendo sus habitantes una mediana de edad en su vejez de unos 80-85 (las mujeres vivirán un poco más, en su mayoría). Los avances en el terreno de la salud también habrán mejorado la calidad de vida de la mayoría de sus habitantes. Pero no han podido solucionar el temita de la muerte y la degeneración celular que mengua sus cuerpos hasta desvanecerlos al cabo de los años. Esto último les preocupa más que la muerte en sí misma, que no deja de ser un momento preciso en el tiempo, uno que está siempre por venir hasta que viene y ya. La decrepitud —así la llaman— les aterra tanto que entrenan a sus jóvenes a mirar hacia otro lado cuando sus mayores enferman. La decrepitud les molesta tanto que los viejos —nombre comercial— han sido desterrados del seno familiar y postergados a vivir en edificios institucionalizados, a medio camino entre sanatorio y hospital —se parecerían a invernaderos, si no fuese porque ahí no se va precisamente a florecer. La vejez no es productiva ni bella, no es aspiracional como lo son la belleza, la salud o la productividad. Llegado a este punto de la narración, usted se aburre: le habían prometido una distopía y no un poco sutil retrato contemporáneo. Le concede unas páginas más, no está para ir tirando su tiempo a la tuntún. ¡Decisión correcta! A la página cuarenta aparece un punto de inflexión: Un día, unos pocos deciden que podrían proponer algún tipo de siniestra purga. ¡Y dicho y hecho! Empieza la acción: Estalla un conflicto moderadamente sangriento del que sale victorioso el lado que el escritor enfoca claramente como el bien. Un bien formado por un ejército de arrugados pero habilidosos estrategas que les dan lo suyo a los malos. El desenlace es concluyente, los bárbaros que querían desprenderse del objeto de su odio/miedo han sido aprisionados, y los idiotas narcisitas y gerontofóbicos salientes del conflicto han aprendido una gran lección de humanidad. El autor lo acaba con una frase de Séneca, a modo de reflexión. Quiere dejar claro que todo es una sofisticada moralina. Fin. Usted ha terminado de leer la novela del veterano escritor emergente, vislumbrando el motivo por el que nunca emergerá.

Guarda el libro en la concurrida estantería de libros que no matan, se dirige hacia el espejo del baño. Observa los surcos en su piel de cincuenta y pocas primaveras, cincuenta y pocas vueltas al sol. Le estremece decir “cincuenta y cuatro años” y por eso está usted muy metafórico últimamente. El espejo y ese señor que se le parece, sus plateadas sienes —se ha convencido de que son plateadas y no blancas, tirando a amarillas—, el espejo y ese señor. Destapa el bote de crema y se echa primero un poquitín, después un chombo por si a caso. Hecho esto, cena ligero, vegano, disociado. Toma sus antioxidantes y se sienta un rato al sofá junto a su esposa, también embadurnada hasta donde no sospecha. Verán un par de contenidos que tenían pendientes, el especial Friends y la nueva versión de Sexo en Nueva York, dos reencuentros, dos muestras de que la nostalgia avanza en su vida como una apisonadora. Esas caras llenas de guiños a lo que fueron, esos arcos narrativos imperdonables. Verles les produce unas ganas indecibles de vivir sin concesiones al pasado. Deciden apagar la tele e irse a la cama temprano para dormirse tarde, eso si han conseguido gestionar dignamente el calentón. ¡Será que sí! Ya lo decía Séneca al final de la novelucha: “La mayor rémora de la vida es la espera del mañana y la pérdida del día de hoy”.