Retrato de Truman Capote, un niño eterno cruel, talentoso y necesitado de amor
De Marlon Brando a Marilyn Monroe, pasando por Elizabeth Taylor, Charles Chaplin y muchos otros, Truman Capote retrató con pluma incisiva a sus amistades famosas. Pero sus lectores también agradecemos la honestidad con que difundió imágenes de sí mismo en varios rincones de su obra. En esas páginas, permanece reflejado en un espejo que apenas miente: aparece como un muchacho bajito de voz aniñada, un homosexual vulnerable pero también perspicaz y cruel, un escritor que antes de convertirse en rey de la prosa había querido triunfar como bailarín de tap.
Capote nació en Nueva Orleans, un 30 de septiembre de 1924. Llegó al mundo bajo otro nombre –Truman Streckfus Persons– y en condiciones poco favorables: el amor que un día había unido a sus padres hacía tiempo que se había agotado. El hijo único quedó en compañía de cuatro tíos solterones –tres mujeres y un hombre–, quienes lo recibieron en Monroeville, un pueblito de Alabama. Más tarde, en 1932, su madre Lillie adoptaría el nombre de «Nina» y se llevaría a su vástago a Nueva York, donde ella vivía con su nuevo marido, el cubano Joe Capote. Fue este padrastro quien, en 1935, acabó asumiendo la paternidad legal y le proporcionó su apellido, de ahí en más inolvidable.
Podemos hojear algunas postales de la infancia del escritor en la trilogía de relatos autobiográficos que forman «Un recuerdo navideño» (1956), «El invitado del día de Acción de Gracias» (1967) y «Una Navidad» (1982). Redactados a lo largo de varias décadas, estos cuentos comparten más de un personaje. También revelan cómo, al margen de un padre desdibujado y de una madre inestable y finalmente suicida, este niño al que llamaban «Buddy» logró construirse una familia adentro de otra, un mundo privado junto a su anciana prima –Miss Sook– y la perra Queenie. La memoria y el arte del adulto se encargaron de atesorar ese paraíso íntimo.
Gótico sureño
«Con los cuentos intento, a modo de ensayo y error, calibrar mis armas», le escribirá Capote a su editor Robert Linscott en una carta de la década del 50. En 1949, había compilado su narrativa breve en un librito que tituló Un árbol de noche y otras historias. Pero ya por entonces había aparecido su primera novela, Otras voces, otros ámbitos (1948), donde logró transfigurar los paisajes de su infancia en una ciudad imaginaria que bautizó «Noon City». El libro narra la historia de Joel, un chico de trece años que arriba a una precoz madurez a través de una serie de experiencias tortuosas. No sin algo de maldad, el editor George Davis consideró la novela una especie de Huckleberry Finn en clave gay. También puede leerse como un largo poema en prosa. La fascinación por los vestigios de un esplendor perdido, propio del Sur de los EEUU, se insinúa en cada una de sus páginas: una tendencia a la vez sentimental y estilística, cultivada por autores como William Faulkner, Carson McCullers o Flannery O’Connor, y que se dio en llamar «gótico sureño».
De Haití a la URSS
El mismo año en que publicó su primera novela, Capote viajó a Haití cumpliendo un encargo de Harper´s Bazaar. Además de la crónica del viaje, más tarde escribiría un relato ambientado en Puerto Príncipe: «Una casa de flores» (1951). Este cuento memorable narra la vida de Ottilie, una prostituta que abandona su oficio para irse a vivir a las montañas con el hombre que ama.
A lo largo de una década, con breves interludios en que volvía a su país, Truman vivió fuera de los EEUU. Siempre acompañado por Jack Dunphy, su fiel compañero de vida, recaló en localidades de Francia, Italia y Marruecos. Las viñetas de Color local (1951) documentan esa etapa viajera con una prosa diáfana y elegante.
Poco después, el autor reencontró la inspiración para una segunda novela en sus años de adolescencia en Alabama y en los parientes que lo habían criado en Monroeville. Así nació El arpa de hierba (1951), que prolonga la sublimación de los paisajes de Otras voces, otros ámbitos, con una serie de personajes entrañables cuyo punto de encuentro es una casa de fantasía, construida en lo alto de un árbol.
La Unión Soviética le reservaba su próxima aventura. Corría el año 1955 y una compañía íntegramente compuesta por artistas afroamericanos se disponía a interpretar en Leningrado la ópera de George Gershwin Porgy and Bess. Al autor le propusieron escribir una larga crónica, así que decidió sumarse a la comitiva; a partir de esa experiencia, compuso su libro Se oyen las musas (1956), el primero de sus trabajos de no ficción de largo aliento. Este diario de su gira soviética conjuga el relato de viaje, una radiografía política de la Guerra Fría y la reflexión sobre la distancia entre lo vivido y la escritura, todo irrigado por la pluma avezada de un observador malicioso.
Entre Kioto y Manhattan
Poco después, Capote viajaría a Kioto para cubrir el rodaje de la película Sayonara, protagonizada por Marlon Brando. El director Joshua Logan, sin embargo, impidió que el escritor ingresara al set de filmación. En compensación, Brando lo invitó a cenar y, copas mediante, le confió polémicas intimidades de su vida. Con esas revelaciones, Truman construyó su reportaje «El Duque en sus dominios», que apareció en The New Yorker en 1957. (Brando amenazó con demandar al autor por difamación, pero finalmente se abstuvo de hacerlo: tal vez intuyó que este implacable retrato en palabras, redactado con soberbio fraseo, en el fondo lo favorecía).
Acto seguido, Capote publicaría Desayuno en Tiffany´s (1958), tal vez su libro más conocido. Su protagonista es una chica dura, la inolvidable Holly Golightly, una aventurera de Manhattan que encubre con encanto, joie de vivre y capacidad para afrontar las desventuras su verdadera condición: la de una prostituta de lujo.
En el reino de la «non-fiction»
Una mañana de 1959, Capote se topó con un titular alarmante al hojear The New York Times: «Rico granjero y tres miembros de su familia asesinados». Se trataba del cuádruple crimen de los Cuttler: el padre, la madre y dos de sus hijos. Eran una familia modelo: prósperos, solidarios, religiosos (más precisamente, metodistas). Para los ciudadanos de Holcomb, Kansas, el brutal asesinato tenía visos de irrealidad.
Capote convenció a The New Yorker para que lo enviaran al lugar del crimen para poder escribir un relato de sus repercusiones. Partió a visitar Holcomb y Garden City junto a la escritora Harper Lee, gran amiga de la infancia de la cual más tarde se distanció. Si al principio fueron recibidos con recelo, pronto Truman logró cautivarlos a todos. Días después, los asesinos –Richard «Dick» Hickock y Perry Smith– fueron arrestados; su juicio comenzaría en marzo de 1960.
Capote decidió escribir una novela sobre el caso. Autoexiliado en Europa, fue avanzando lenta y penosamente en la escritura. Después de muchas peripecias, Perry y Dick fueron ejecutados en la horca un día de abril de 1965. Truman estuvo presente entre los veintiún testigos. Ese año, bajo el título A sangre fría, su elaboradísima crónica se publicó en cuatro entregas en The New Yorker. Cuando Random House la difundió como libro en 1966, se transformó en el acontecimiento editorial de la década.
A sangre fría es la más extensa de sus novelas. Por increíble que parezca, cada uno de sus detalles está apuntalado por observaciones directas o por alguna confesión testimonial, a veces más de una. En una carta compara la ardua confección de la obra con un tejido al crochet: «Es como hacer un elaborado punto de cruz». Tal como él la inventó y cultivó, la «no ficción» consistía en una fase superior de la orfebrería literaria.
La novela maldita
El éxito de A sangre fría encumbró a Capote como personaje notable de la vida social. En 1966, organizó una fiesta de máscaras en blanco y negro en el Hotel Plaza de Manhattan, donde pudo codearse todo el jet set del momento. Pocos intuían que la vida íntima de algunos invitados iba a ser el tema del libro que el anfitrión proyectaba escribir a continuación. Capote tenía éxito, dinero y tan sólo 42 años. Pero en poco tiempo se convirtió en un alcohólico, mientras su obra literaria parecía haber perdido el rumbo .
En esos años sombríos se fue gestando el mito sobre la novela que sería su obra maestra. En una carta a su editor Bennett Cerf, de 1958, el escritor le contó que estaba trabajando en «una extensa novela, mi obra magna, un libro sobre el que debo guardar silencio si no quiero alarmar a mis modelos». Ya por entonces la denominaba Plegarias atendidas. En realidad, el proyecto profundizaba la tendencia a retratar celebridades que Capote había ensayado en Observaciones (1959), ramillete de textos para el libro de fotografías de Richard Avedon. Allí abordaba a Coco Chanel, John Huston, Pablo Picasso, Marcel Duchamp y una serie de figuras notables del arte y la literatura, sin olvidar a esas bellas mujeres de la alta sociedad que él solía llamar «mis cisnes».
Recién en 1975 se publicó uno de los capítulos de Plegarias atendidas en la revista Esquire. Ni bien descubrieron que sus confidencias aparecían expuestas a la cruda luz del día, los amigos de Capote comenzaron a darle la espalda. Otros dos episodios de la novela maldita se conocieron al año siguiente. Lo que llegó a redactar del libro se publicó de modo póstumo en 1987. Lejos de señalar una ruptura, el proyecto inconcluso de Plegarias atendidas supone la culminación del género de la «no ficción»: una saga mundana basada en el conocimiento íntimo de la alta burguesía y en las confidencias recibidas, a la vez fresco proustiano, crónica contemporánea y novela en clave.
Música para reptiles
En ese período crepuscular, Capote se las ingenió para pulir las piezas de Música para camaleones (1980), una de sus compilaciones fundamentales, que dedicó a Tennessee Williams. En este libro, el narrador razona sobre la eficacia literaria de los recursos del cine, pero sobre todo se dedica a aplicarlos para agudizar el ritmo y filo de su prosa. Además de una nouvelle policial –el relato verídico «Féretros tallados a mano»–, el volumen reúne seis cuentos a cual más antológico y siete ejercicios que el autor denomina «retratos coloquiales», entre los que se encuentra «Una criatura adorable» –conmovedora evocación de Marilyn Monroe– y «Un día de trabajo», ameno diálogo con una mucama, que en su charla va bosquejando la fisonomía de sus veinticuatro empleadores. En «Vueltas nocturnas», perseguimos al escritor hasta su propia cama y escuchamos cómo se autoentrevista antes de dormirse.
Después del fin
Capote murió el 25 de agosto de 1984, en Los Ángeles, cuando sólo faltaba un mes para que cumpliera 60 años; se habían conjugado las drogas y un tratamiento ineficaz contra la flebitis. Fue un triste final, del que su legado póstumo en parte nos consuela. Entre esas publicaciones, hay que citar una serie de relatos tempranos y la novela inconclusa Crucero de verano, idilio neoyorquino entre una adolescente y un judío desclasado, con final trágico.
Más trascendentes –y a la vez, más efímeras– son las cartas que Gerald Clarke compiló y publicó bajo el título Un placer fugaz (2004), y que abarcan la vida entera del escritor. Desde su adolescencia hasta su madurez, espiamos sus predilecciones y antipatías literarias, o sus preferencias en el teatro y el cine. Conocemos el zoológico que forman sus sucesivas mascotas, y nos enteramos de que, a modo de broma, a veces escribía su nombre al revés: NAMURT ETOPAC. Allí también recapitulamos sus proyectos, o descubrimos cómo tergiversa una misma anécdota según el interlocutor en cuestión: el conjunto acaba formando una fascinante autobiografía epistolar.
FUENTE: Infobae
1 Comment
Comments are closed.