Charles Chapin: Partir es morir un poco
Un rey en Nueva York fue, para Charles Chaplin, la penúltima película y la primera filmada en el Reino Unido. Fue dirigida, producida y protagonizada por él mismo y es una declaración de principios, un acto de resistencia contra una sociedad que, cegada por el odio, fue capaz de arremeter contra sus propios ídolos sin importar las consecuencias.
El funcionamiento de las películas en la cabeza de los espectadores es similar a la gripa arremetiendo contra el sistema inmunológico, pues la conexión con la historia suele depender de la cantidad de defensas con la que cada uno se pueda enfrentar a la enfermedad en medio de la proyección, por eso mismo una historia que hoy amamos con ferocidad mañana podríamos odiarla sin compasión y al contrario. El cine no existe en sí mismo, cobra vida en relación con nosotros. En el caso de los directores el padecimiento es diferente, todo se convierte en tos, una incontrolable expectoración donde se sienten obligados a expulsar aquello que dentro de ellos está haciendo daño, ahogándolos. Dirigen por culpa de eso que los hace carraspear, las flemas pegadas a la garganta, inundando los pulmones y que ya son incapaces de permitir que sigan obstaculizando sus vías respiratorias. Un rey en Nueva York (1957) es el resultado de la tos más profunda, incómoda y dolorosa de Sir Charles Spencer, “Charlie” Chaplin.
El fin de la Segunda Guerra Mundial llevó al mundo a la polarización, tan habitual cuando es imposible ocultar el miedo, y la Guerra Fría fue congelando las almas de los líderes del planeta, exponiendo su incapacidad para dialogar y ampliando los argumentos del terror. En 1947, un falso héroe de guerra, el senador republicano Joseph McCarthy, reactivó el Comité de Actividades Antiamericanas del Senado de los Estados Unidos, intensificando casi al nivel del absurdo y la locura la persecución de todos aquellos que pudiesen evidenciar la más mínima cercanía al comunismo. El pensamiento liberal era un peligro y tener opiniones que criticaban el comportamiento del Tío Sam, su bandera capitalista y la libre empresa, entre otros, era una bomba de tiempo que había que desactivar a toda costa. Chaplin, en ese contexto, se fue convirtiendo en dinamita pura.
Para los anticomunistas más enfermos, ya en Tiempos modernos (1936), el genio estaba promoviendo una crítica frontal a la producción descontrolada y a la explotación del obrero. ¡Muy peligroso! Aunque fue el humor corrosivo y oscuro que se mofaba del capitalismo en Monsieur Verdoux (1947) el que lo puso en la mira del macartismo, que se encontraba ensañado contra un Hollywood siempre politizado y protector del libre pensamiento, por el mismo foco de lo que se conocería como “la cacería de brujas”. La cabeza de Chaplin, por su clara visibilidad, era un postre perfecto para alimentar a los hambrientos protagonistas del nuevo Salem. Mientras viajaba a Londres para el estreno de Candilejas (1952), Chaplin recibió la comunicación oficial que le informaba que, debido a su constante intercambio de cartas con Pablo Picasso, si regresaba a los Estados Unidos sería juzgado como traidor. La estupidez había logrado su objetivo: Chaplin no volvería nunca al país donde su obra se hizo poderosa y que lo vio evolucionar como el genio indiscutible.
Con seguridad sintió ganas de toser hasta ojalá dejar los pulmones sobre el asfalto. Una mucosidad irritante y perversamente viscosa había limitado el aire que le permitía continuar con la única forma en que sabía vivir: creativamente libre. Pero alguien del tamaño de Chaplin no iba a rendirse, solo tenía que toser con toda su fuerza y Un rey en Nueva York sería el escupitajo que le ayudaría a desatorarse. Esta película es una secreción pegajosa e incómoda, pero necesaria.
Sin tener que pensar en las limitaciones de la censura, la historia de Shahdov, un monarca que debe exiliarse en Estados Unidos para intentar proteger su fortuna, es solo una excusa que le permite reírse del cine norteamericano más vacío, de las fuerzas oscuras de la publicidad y de la ridiculez de las persecuciones anticomunistas. Su penúltima película y la primera filmada en el Reino Unido, dirigida, producida y protagonizada por él mismo, es una declaración de principios, un acto de resistencia contra una sociedad que, cegada por el odio, fue capaz de arremeter contra sus propios ídolos sin importar las consecuencias. En Un rey en Nueva York no hay que buscar a Charlot, ni al Chaplin más talentoso, hay que entender en cada diálogo, en cada escena, a un hombre que obligado a partir, empezó a morir de a poco.