Con buena letra

Cuando le conté a mi padre que iban a publicar mi primera novela, él contestó: «O sea que han visto que escribes clarito y con buena letra». No sé si me llegó a molestar. Supongo que sí, que un poco: tanto esfuerzo, tanto trabajo, tantas cavilaciones y desvelos, tanto papel tirado a la basura antes de lograr algo de lo que no me avergonzara, para que luego él, cuando por fin todo eso da sus frutos y se lo cuento, me saliera con eso. Pero tampoco me molestó mucho. Acostumbrado a ello, a la poca efusividad familiar para las buenas noticias (cuando se lo dije a mi madre se alegró como cuando le decía que había aprobado todo en el colegio y contestaba: «Ah, muy bien», para acto seguido firmar el boletín de calificaciones sin mirarlo, confiando plenamente en mí), uno está vacunado ya, desde niño, a encajar lo que venga, sea malo o bueno, con cierto cuajo relativista. Yo mismo, cuando supe que estaban interesados en publicarla, reaccioné sin darle la mayor importancia. La chica con la que estaba en ese momento se extrañó de que no me alegrara, de que se lo hubiera contado después de hablar de otros asuntos como si fuera una cosa cualquiera. Y claro que me alegraba de que me fueran a publicar una novela, pero no tanto como cuando logro rematar un párrafo más o menos como tengo en la cabeza.

Además, qué puñetas. Mi padre tenía razón. Lo más importante para alguien que como yo escribe a mano es escribir clarito y con buena letra. Y es que el acto de escribir, como el ser humano, posee un aspecto físico, la grafía, acariciar con cada cuerpo de letra la piel del papel, y otro mental, el contenido de lo que se escribe, tratar de exponer un batiburrillo de ideas, imágenes y acciones con la mayor claridad posible, pues todo lo que es claro es profundo, de la misma forma que todo lo confuso es superficial. Por un lado, la buena letra. Por otro, la claridad. Clarito y con buena letra, como me dijo mi padre.

Y el caso es que sí, que hubo un tiempo en que alguien nacido de familia pobre podía hacer carrera gracias a tener una caligrafía hermosa. Como el caso del italiano Poggio, que en el siglo XV llegó a ser copista papal y falleció siendo dueño de numerosas casas y al que incluso le erigieron una estatua en su honor. A él le debemos que podamos leer La naturaleza, de Lucrecio, pues fue él quien rescató del infierno el manuscrito, después de mil años de penitencia, al descubrirlo en la vieja biblioteca de una abadía alemana.

Cuando me planteo qué pude ser, o qué me habría gustado ser, en otra vida, pienso en un amanuense, un escribiente, un monje copista, sentado en su pupitre, frente al códice, equipado de plumas, tinta, reglas y cortaplumas, dedicando su vida por entero a los libros, a preservar y copiar con letra bonita y clara el saber de autores clásicos indescifrables para todo el mundo salvo para él.

Tan valorados y escasos eran los buenos copistas, que matarlos tenía una condena equiparable a la de matar a un obispo o un abad. A veces el trabajo se hacía duro y en los márgenes de algunos de esos códices antiguos podemos encontrarnos desahogos de desesperación del tipo: «La tinta es muy mala, el pergamino malo, el texto difícil», «¡Por Dios, dame un trago!», o «Gracias a Dios va a oscurecer enseguida», pues sólo podían escribir a la luz del día, ya que de noche era peligroso al tener que encender velas, con el justificable temor a un incendio.

Trabajaban sin descanso, para legarnos un conocimiento que condenaban pero del que nunca pudieron prescindir, en el silencio absoluto que reinaba en los talleres. Talleres presididos por una dedicatoria: «Que todo lo que escribamos sea comprendido por nuestra inteligencia y hecho realidad en nuestras obras». Dedicatoria, o plegaria, que cada vez que estreno cuaderno siempre copio en la primera página del comienzo de una nueva aventura.

 

FUENTE: ABC.ES