‘El acontecimiento’, Annie Ernaux escribe sobre su aborto
Los sábados volvía a casa de mis padres. No me costaba nada disimular mi situación ante ellos, pues era algo que venía haciendo desde mi adolescencia. Mi madre pertenecía a la generación de antes de la guerra, la del pecado y la vergüenza sexual. Estaba segura de que sus creencias eran intangibles, y mi capacidad para soportarlas solo era comparable a la suya para persuadirse de que yo las compartía. Como la mayoría de los padres, los míos se imaginaban que podían detectar de forma infalible a primera vista la más mínima señal de descarrío. Para tranquilizarlos, bastaba con ir a verlos regularmente (con una sonrisa en los labios y la cara lavada), llevarles la ropa sucia e irse de allí cargada de provisiones.
Un lunes me traje de casa de mis padres un par de agujas de hacer punto que me había comprado un verano para hacerme una chaqueta que se quedó a medias. Eran unas agujas grandes, de color azul eléctrico. No me quedaba otra solución. Había decidido hacerlo sola.
La noche anterior fui a ver Mein Kampf con unas chicas de la residencia universitaria. Estaba muy nerviosa y no dejaba de pensar en lo que iba a hacer al día siguiente. Sin embargo, la película me enfrentaba a una evidencia: el sufrimiento que iba a infligirme a mí misma no era nada en comparación con el que habían padecido en los campos de exterminio. Eso me daba valor y determinación. También me ayudaba el hecho de saber que lo que me disponía a llevar a cabo ya lo habían hecho muchas mujeres antes que yo.
A la mañana siguiente me tumbé en la cama y deslicé con precaución la aguja de hacer punto dentro de mi sexo. Buscaba a tientas, sin encontrarlo, el cuello del útero y no podía evitar detenerme en cuanto notaba dolor. Me di cuenta de que no conseguiría hacerlo sola. Me sentía desesperada por mi impotencia. No estaba a la altura. «Nada. Imposible. Lloro. Estoy harta.»
(Es posible que un relato como este provoque irritación o repulsión, o que sea tachado de mal gusto. El hecho de haber vivido algo, sea lo que sea, otorga el derecho imprescriptible de escribir sobre ello. No existe una verdad inferior. Y si no cuento esta experiencia hasta el final, contribuiré a oscurecer la realidad de las mujeres y me pondré del lado de la dominación masculina del mundo.)
Después de mi infructuoso intento, llamé por teléfono al doctor N. Le dije que no quería «tenerlo» y que yo misma me había lesionado. No era verdad, pero quería que supiera que estaba dispuesta a todo. Me dijo que fuera de inmediato a su consulta. Creí que iba a hacer algo por mí. Me recibió silenciosamente, con una expresión grave en el rostro. Después de explorarme me dijo que todo iba bien. Me eché a llorar. Él estaba postrado en su escritorio, con la cabeza gacha: parecía muy turbado. Pensé que estaba luchando consigo mismo y que iba a ceder. Al final levantó la cabeza y dijo: «No quiero saber adónde va a ir. Pero vaya a donde vaya, tendrá que tomar penicilina ocho días antes y ocho días después. Le extenderé una receta».
Al salir de la consulta me enojé conmigo misma por haber echado a perder mi última posibilidad. No había sabido jugar a fondo el juego que exigía el hecho de burlar la ley. Hubiera bastado con un suplemento de lágrimas y súplicas, con una mejor representación de la realidad de mi desasosiego, para que él accediera a mi deseo de abortar. (Al menos así lo creí durante mucho tiempo. Sin razón, quizá. Solo él podría decirlo.) Por lo menos trató de evitar que yo muriera de una septicemia.
Ni él ni yo pronunciamos la palabra aborto ni una sola vez. Era algo que no tenía cabida dentro del lenguaje.
(Ayer por la noche soñé que me encontraba en la situación de 1963 y que buscaba una forma de abortar. Al despertarme, pensé que el sueño me había devuelto exactamente al momento de postración e impotencia en el que entonces me encontraba. El libro que estoy escribiendo me pareció de pronto un intento desesperado. De la misma manera que cuando alcanzamos el orgasmo tenemos, como en un flash, la impresión de que «todo está ahí», el recuerdo de mi sueño me persuadía de que había obtenido sin esfuerzo lo que de forma infructuosa intentaba encontrar con las palabras —lo cual hacía que fuera inútil mi intento de escribir sobre ello.
Pero en este momento, en el que ya ha desaparecido la sensación que he tenido al despertarme, la escritura vuelve a ser una necesidad. Una necesidad todavía más fuerte al estar justificada por el sueño.)
Conocía a O. desde el primer año de facultad, su habitación estaba en el mismo piso que la mía, salíamos a menudo juntas, pero no la consideraba una amiga. En el cotilleo que caracteriza a menudo, sin afectarlas ni envenenarlas, las relaciones entre chicas, me unía a la opinión de quienes la juzgaban pesada y pegajosa. Sabía de su avidez por conocer secretos que le sirvieran de tesoros para poder ofrecérselos a las demás y que la convirtieran, durante una hora, en más interesante que pegajosa. En fin, siendo una burguesa católica que respetaba las enseñanzas del Papa sobre la contracepción, debería haber sido la última a quien yo me confiara. Sin embargo, fue mi confidente desde diciembre hasta el final. Constato lo siguiente: el deseo que me empujaba a contar mi situación no tenía en cuenta las ideas ni los posibles juicios de aquellos a quienes me confiaba. En la impotencia en la que me encontraba era un acto por medio del cual intentaba arrastrar al interlocutor a una visión alarmante de la realidad.
Apenas conocía a André X., un estudiante universitario de primer curso cuya especialidad consistía en contar con tono frío unas historias horribles sacadas del semanario Hara-Kiri. Durante una conversación en un café, le dije que estaba embarazada y que iba a hacer todo lo posible por abortar. Se quedó petrificado y me miró fijamente con sus ojos castaños. Después intentó convencerme de que siguiera la «ley natural», de que no cometiera lo que para él era un crimen. Permanecimos sentados mucho tiempo en aquella mesa del Métropole, cerca de la puerta que daba a la calle. No conseguía separarse de mí. Detrás de su obstinación en querer que renunciase a mi proyecto, percibía una intensa turbación, una fascinación mezclada con el horror. Mi deseo de abortar suscitaba una especie de atracción. En el fondo, para O., André y Jean T., mi aborto era una historia cuyo final no conocían.
(Dudo al escribir: vuelvo a ver el Métropole y la mesita en la que estábamos, cerca de la puerta que daba a la Rue Verte, al impasible camarero a quien yo llamaba Jules y al que había identificado con el de El ser y la nada, que en realidad no es un camarero de un café pero hace como si lo fuera, etcétera. Ver con la imaginación o volver a ver por medio de la memoria es el patrimonio de la escritura. Pero «vuelvo a ver» sirve para hacer constar por escrito el momento en que tengo la sensación de haberme reunido con la otra vida, la vida pasada y perdida; una sensación que la expresión: «es como si todavía estuviera ahí» traduce de una forma muy exacta.)
El único que no parecía interesarse por mi situación era el chico de quien estaba embarazada. Me mandaba desde Burdeos cartas espaciadas en las que mencionaba de forma alusiva las dificultades para encontrar una solución. (En la agenda aparece: «Me deja que me las arregle sola».) Yo tendría que haber llegado a la conclusión de que ya no sentía nada por mí y que no tenía más que un deseo: volver a ser el que era antes de esa historia, el estudiante preocupado tan solo por sus exámenes y su porvenir. Pero, aunque seguramente presentía todo aquello, no tenía fuerzas suficientes para romper, para añadir a la búsqueda desesperada de una forma de abortar el vacío de una separación. Me ocultaba la realidad de forma consciente. Y si el hecho de ver en los cafés a chicos bromeando y riendo ruidosamente me atormentaba —en ese mismo momento él probablemente estaría haciendo lo mismo—, a la vez me daba fuerzas para continuar turbando su tranquilidad. En octubre habíamos previsto que pasaríamos juntos las vacaciones de Navidad, iríamos a la nieve con una pareja amiga. Por mi parte, no tenía ninguna intención de modificar el proyecto.
Estábamos a mitad de diciembre.
Mis nalgas y mi pecho tensaban los vestidos. Me sentía pesada, pero las náuseas habían desaparecido. A veces olvidaba que estaba embarazada de dos meses. Seguramente debido a esa sensación de desaparición del porvenir por medio de la cual el espíritu adormece la angustia del vencimiento del plazo, que se sabe sin embargo inevitable, algunas chicas dejaban pasar las semanas y los meses hasta que llegaban al final de su embarazo. Tumbada en la cama, con el sol invernal entrando por la ventana, escuchaba los Conciertos de Brandeburgo exactamente igual que el año anterior. Tenía la impresión de que en mi vida no había cambiado nada.
En mi diario aparece: «para mí, el hecho de estar embarazada es algo abstracto», «Sin embargo, me toco el vientre y está aquí. No es algo imaginario. Si dejo que el tiempo actúe, el próximo mes de julio sacarán un niño de dentro de mí. Pero no lo siento».