El laberinto íntimo de Stefan Zweig
«Un tachón en estos días sin propósito. Mi vida danza espectral entre recuerdos y expectativas. Me horroriza». Stefan Zweig anotó estas dos frases el jueves 17 de octubre de 1912. Tenía 31 años. Había nacido en Austria en 1881. Su nombre empezaba a fijarse en lo alto de la literatura europea de esos años por lo que ya tenía publicado: teatro, ficción, la biografía del pintor belga Émil Verhaeren… Los artículos en prensa. Zweig se estaba contorneando como el intelectual mejor modelado para asumir una manera de ser europeo: culto, mundano, sagaz, crítico. Fue capaz de entender Europa como un espacio de fuerza maravillosa, pero a la vez como un territorio –que aún en los momentos de certeza– es capaz de incubar incesante su propia amenaza.
De esto escribió Zweig. Y con ese ‘impulso’ levantó buena parte de su obra. Aunque en los diarios (minuciosos a ratos, detallados en otros momentos, pero con ráfagas de escritura rotundas) fijó esa otra parte de su escritura que tiene que ver con la confección de una mirada, de un sentir, de una manera de vivir (tantas veces) en un equilibrio de horas frágiles. Los cuadernos que corresponden al tiempo que va de 1912 a 1914 estaban inéditos en España hasta que Ediciones98, al cuidado de Jesús Alfonso Blázquez, los vuelca en español revelando ese otro laberinto de Zweig, la vida al día, los proyectos, los viajes sucesivos, la escritura, los desacuerdos: «Viena es una ciénaga para mí», anota.
Los mejores momentos son los que destilan una densidad propia de la observación minuciosa. Aquellos instantes donde el escritor pasea, se encuentra con amigos, habla con calma de manera maravillosa de cualquier detalle doméstico, editorial, ‘flaneur’, hasta dar cuenta de una vida haciéndose. En estas páginas, Zweig da cuenta de horas inolvidables que tocan la vida por todas partes. De un lado: los años previos a la Primera Guerra Mundial, que es la parte primera (y más literaria del volumen); del otro: el Diario de la Guerra, la experiencia del decreto de la llamada a filas en Viena y la certeza del desastre: «Las calles están llenas de caballos requisados. Suenan los cascos durante toda la noche. En las estaciones de tren dicen que hay unas escenas espantosas: no me atrevo a acercarme. Estoy completamente destrozado. Soy incapaz de comer nada. No consigo dormir, pues imagino el cercano horror reinante en todas las casas de la ciudad y la lejana miseria que padecerán los pobres muchachos en el frente; esa miseria sobre la que nadie sabe nada aquí por el momento». Es parte de la nota del 1 de agosto del 14.
Demasiados asuntos tensan la expectación de Stefan Zweig en esos meses, alertado ante la falta de previsión futura más allá de la guerra. Son los meses en los que empieza a tomar forma, lentamente, una ética antibelicista que desembocará en 1916 en una obra de teatro, Jeremías, pieza antibélica alabada por Thomas Mann, entre otros, que escribió mientras estaba alistado en el ejército austrohúngaro y sirvió en los Archivos Austriacos de la Oficina de Guerra al ser desestimado para el combate. Entre la observación y el espanto escribe: «Ya voy percibiendo que todo lo que la humanidad ha vivido es un juego de niños en comparación con este último acto extremo [el conflicto internacional]. No creo en la victoria contra el mundo entero. Desearía poder dormir durante seis meses para no enterarme de nada y no vivir este hundimiento, este último horror».
El ambiente de exaltación y orgullo ciego que se vivía entonces en la Europa en guerra alimentó en el escritor un alejamiento cada vez más largo de las impresiones generales de los alemanes y austriacos: pasó de ser un ciudadano que despertaba interés a un «traidor» que desataba desconfianza. La misma que él sentía ante el espectáculo de la guerra. Aquella experiencia agónica, cifrada en estas reflexiones inmediatas, condicionaron hasta el final de su existencia a Stefan Zweig. Estaba convencido de que la brutalidad amenazaba con prolongarse hasta el infinito. Denunció con fuerza el declive de aquella Europa sellada que, de otro modo, volvió a repetirse con el triunfo del nazismo y la Segunda Guerra Mundial. En una de las páginas del diario de 1940 (también publicado por primera vez en español por Ediciones 98) en enero de este año, una de las últimas anotaciones dan cuenta del desánimo ante el que volvió a sucumbir el autor de ‘El mundo de ayer’: «No hay cambio a mejor. La destrucción de nuestro mundo avanza imparable». Era el 7 de junio de 1940. Viernes.
Un año y medio después, Stefan Zweig era un escritor silenciado en media Europa por la represión aplicada por Hitler. Había pasado de la gloria al barro. Estaba exiliado con su segunda mujer, Frederike von Winternitz, en Petrópolis. Zweig vivía aterrorizado el avance en Europa de los nazis. Su desarraigo definitivo había comenzado en Austria en 1934. Pasaron por Londres y Nueva York antes de asentarse, exiliados, en Brasil. El 22 de febrero de 1942, los dos decidieron suicidarse juntos con una dosis de veneno. Dejaron sobre la mesa de la habitación cuatro cartas. En una dejó esto: «Cada día he aprendido a amar más este país, y no habría reconstruido mi vida en ningún otro lugar después de que el mundo de mi propia lengua se hundiese y se perdiese para mí, y mi patria espiritual, Europa, se destruyese a sí misma». Y por unas cuantas décadas, sus nombres fueron un rastro de ceniza.