El regreso del mayor borracho de todos los tiempos
Bajo el volcán, como dice Rodrigo Fresán, compite por ser la gran novela-como-idioma con el Ulises, de Joyce, pero es más disfrutable: es una fiesta y una tragedia de borrachos. Tiene litros de cerveza y tequila, y ante todo y sobre todo, de mezcal, el precioso destilado mexicano hecho para borrachos de la medida del cónsul, su protagonista, y de muchas maneras, el alter ego del autor. Y aquí vale la pena un asterisco: en la época en que Malcolm Lowry escribió la novela, los mezcales no eran tragos para principiantes. Había botellas que tenían más del 50 por ciento de alcohol. Lowry, no sobra decirlo, murió borracho y con el hígado destrozado, en 1957.
Pero Bajo el volcán, como le explicaba Lowry a su editor en una carta mítica, es algo más que una novela. Ni la trama ni los personajes son tan importantes como su fondo (y no hablo solo del fondo de la botella).
Lowry entendía su gran novela como un poema y como una obra maestra. Y, como tantas veces recalca en sus páginas, la novela habla de un lugar donde antes se ubicaba el alma. Su héroe, Geoffrey Firmin, el honorable cónsul inglés de Quanhnáhuac (el nombre imaginario que le dio a Oaxaca), está en un lugar donde no tiene nada que hacer, solo beber; bebe hasta el delirium tremens, bebe hasta que su consciencia emborronada nos deja ebrios de literatura.
La novela de Lowry hay que beberla: cada párrafo tiene la densidad de un trago fuerte, y su potencia deja resaca. El dolor que anima al cónsul a beber es incomprensible e inasible y no tiene un origen claro, puede ser el amor, la guerra, o simplemente la sed. La sombra del Popocatépetl y las tormentas que lo enmarcan hacen que la tragedia se torne más oscura. Y que su lectura –cómo no– sea indispensable.
La nueva edición de Literatura Random House es un acontecimiento mayor. No solo es un tomo que merece ser admirado y venerado como objeto, sino que tiene varias sutilezas que la hacen la mejor edición en español hasta la fecha. La portada es preciosa; la tipografía, exquisita, pero su característica más notable, más importante (con la lucidez de un borracho iluminado), es su traducción. Y es la misma traducción del siglo pasado. Y aquí radica el misterio.
En 1964, Raúl Ortiz y Ortiz hizo la primera traducción para ediciones Era, una amiga la tiene y me leyó el primer párrafo y es totalmente distinto (las sutilezas hacen el cambio) a esta nueva edición que, esto es lo extraño, es teóricamente la misma traducción. En 1997 compré la versión de Tusquets, otra magnífica edición que también merece un altar, y la traducción –supuestamente– es la misma.
Tiene el copyright de Raúl Ortiz y Ortiz. Durante todos estos años quedé atrapado por la poesía de Lowry, pero en la mitad de la novela, algo me sacaba y no podía llegar al final; luego, un año, o unos meses más tarde, tenía que volver a empezar. Y –como una maldición– era incapaz de llegar al final y conocer el desenlace del viaje infernal del cónsul y su esposa Yvonne, su hermano Hugh y su viejo amigo de infancia M. Laurelle.
Esta vez llegué al punto final y llamé a la editorial para conocer una versión oficial de por qué tres libros con la misma traducción eran tan diferentes. La respuesta fue un mensaje desganado: “la edición fue revisada y actualizada”.
Tal vez ese es otro misterio insondable de la novela y solo tocar una coma –¡una coma de Lowry!– produce erupciones internas. Mi recomendación es leer las tres al mismo tiempo y, de ser posible, la edición original en inglés.
Yo leí al tiempo la de Tusquets y la de Random House; la primera tiene expresiones demasiado españolas, la ‘rueda de la fortuna’ es la ‘noria’, por ejemplo, pero hay ciertos momentos en los que la prosa es más profunda y poética en la edición de Tusquets que en la de Random. Para mí fue más fácil seguir la borrachera del cónsul y los monólogos interiores en la de Random y por eso puedo celebrar que pude terminar una de las grandes catedrales de la literatura de todos los tiempos.
La acción me resultó más clara y pude seguir ese día terrible en la que los protagonistas recorren Quanhnáhuac y luego terminan en Parián de cantina en cantina y de trago en trago. Pude entender con claridad que el primer capítulo es exactamente un año atrás de la verdadera acción, pero que, como dice Lowry, es absolutamente necesario.
Tengo que confesar que terminé el libro en la edición de Tusquets. Ya estaba tan atrapado por la novela, por el tono de Lowry, que me parecía mejor terminarlo en el tomo que tantas veces me había derrotado. Hoy puedo narrarla en voz alta sin cesar (lo hice para otra amiga que me pidió que le explicara por qué era una novela tan devastadora) y encontré un nuevo motivo para volverla a leer.
Porque siempre será un motivo de felicidad visitar al cónsul con las primeros rayos del sol que entran a su cantina después de una noche de borrachera, porque vale la pena oír a los guitarristas de jazz, (como Joe Venutti), que tanto le gustan a Hugh y lo terminan empujando al mar.
Porque los Taskerson son una familia increíble y dejan una lección formidable e inolvidable: hay que caminar derecho, no importa cuántos tragos hayan pasado por tu garganta; porque la descripción de los dibujos de Orozco y los dos cuadros de Diego Rivera que están en la casa de M.Laurelle son sencillamente sensacionales, pero sobre todo la de un cuadro, o un cartel, llamado Los borrachones.
Porque Yvonne es una mujer espectacular en todos los sentidos y es increíble que haya tratado de salvar a su marido, pero también que, en su momento, no haya sido una santa y Lowry haya creado a una heroína moderna en 1947.
Vale la pena releer Bajo el volcán porque ver los tobillos hinchados del cónsul y su incapacidad para ponerse las medias es una de las escenas con mayor misericordia de la historia de la literatura. Porque vale la pena soñar con escalar el Popocatéptl para ver el infierno y el abismo de Lowry desde el borde.
Pero sobre todo, vale la pena leerla y releerla porque el alma de los cuatro son una parte de nosotros mismos, porque hay traición, amistad, amor, muerte, dolor, el retrato de una época y de un país, porque Dante se tomaría un trago con Lowry y porque el final, su terrible final, es tan majestuoso y tan formidable como el volcán.
FERNANDO GÓMEZ ECHEVERRI