El rock que vino de Indonesia
Esta es una historia secreta (una de tantas) sobre el surgimiento del rock and roll en Europa. Y tiene que ver con la avalancha de grupos y solistas de origen indonesio que brotaron aquí en los años cincuenta y principios de los sesenta. No solo funcionaron en los Países Bajos: también pegaron en Bélgica, la República Federal de Alemania e incluso en España. Me temo que solo algunos de los lectores más veteranos recordarán a los Blue Diamonds, dos hermanos conocidos como “los Everly Brothers de las Indias Orientales”; en 1960, tuvieron un éxito importante en toda Europa con Ramona, una añeja canción country. Y luego está el caso atípico de los Black Dynamites, que triunfaron en un festival competitivo de conjuntos celebrado en León en 1965 y fueron rebautizados para el mercado español —aquí grabaron para Polydor— como Los Indonesios.
Un nombre equívoco, por decirlo suavemente. Tanto los Blue Diamonds como los Black Dynamites eran “indos”, apelativo no precisamente cariñoso para los mestizos, hijos de colonizadores holandeses y doncellas indonesias. Una diferencia clave en los años del bambú, cuando los independentistas más exaltados se creían con el derecho a rajar a los vecinos que pertenecían a minorías étnicas como los holandeses, los chinos, los japoneses y, por supuesto, los indos.
Fuera de los implicados, apenas se sabe nada de la guerra de la independencia entre holandeses e indonesios. Hay una excelente novela, A gentle occupation, escrita por el actor Dirk Bogarde, que retrata la confusión de los militares británicos que ocuparon fugazmente el archipiélago a la espera del retorno de las tropas de la reina Guillermina. Pero ahora llega Revolución. Indonesia y el nacimiento del mundo moderno (Taurus) que proporciona el fondo completo de aquellos años, de 1945 a 1950.
Su autor, David Van Reybrouck, está habituado a huesos duros de roer. Belga, escribió una monumental panorámica de otro fracaso de la descolonización, Congo. Al igual que en el anterior, Revolución combina documentación poco difundida con testimonios de supervivientes, ancianos alojados en cómodas residencias neerlandesas y en olvidadas chozas de Java o Sumatra.
Como en Congo, nos asaltan las sorpresas. En la narración no abundan los nostálgicos del régimen colonial; hay suficiente material para construir una leyenda negra del Imperio Holandés. Por el contrario, no se aprecia demasiado rencor hacia los invasores japoneses, que desplazaron su sadismo hacia los ocupantes europeos y dejaron bastante libertad a los nativos. Suficiente para que, pasados dos días de la rendición del Japón, un puñado de líderes indonesios proclamara la independencia, sin la protección de las grandes potencias y sin el respaldo de un ejército guerrillero.
Pero estaban los pemuda. Jóvenes comprometidos con la liberación, que se mostrarían dispuestos al genocidio, método de resolver conflictos ya aplicado por la temible VOC (Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales). De repente, cinco de las trece islas mayores del planeta entraron en combustión. Los foráneos, fueran indos u holandeses de pura cepa, iniciaban la huida.
¿Sonaban diferentes los centenares de grupos indos que se formaron en Holanda? Cierto, tenían un mayor conocimiento de las canciones y los estilos estadounidenses. Y encajaron perfectamente en la moda de los conjuntos instrumentales, con sus coreografías y su brillantez sonora. Hay quien incluso detecta la influencia indo en los discos de Alex y Eddie Van Halen, hermanos que grabaron en California pero eran hijos de madre euroasiática, aunque nacieran en Ámsterdam. Un asunto que requeriría más espacio, me temo.