El trauma por la transgresión
No hay ningún perjuicio en no recordar quién fue Ernest Pinard y tampoco demasiado mérito en hacerlo. Pinard llegó a ministro del Interior del Segundo Imperio, pero terminó expulsado de su partido y no dejó otro legado que la prohibición durante prácticamente un siglo de siete de los mejores poemas de Las flores del mal. “¿Qué tienen las obras de arte para meterse en tantos problemas?”, se pregunta el filósofo y abogado británico Anthony Julius en el último número de la revista Liberties; a la media docena de ejemplos recientes a la que recurre para demostrar, como afirma, que vivimos en un momento en que “se presta una atención equivocada a la obra de arte”, “no se respetan las reivindicaciones del arte”, su “integridad” ni la creación y el arte es considerado “nada más que una mercancía, una declaración política, un insulto o una difamación” podrían sumarse otros más próximos al lector como la condena a la organizadora de la “Gran Procesión del Santo Chumino Rebelde”, cuyo único delito consistió en la representación realista de una vulva, el proceso a la revista satírica Mongolia, el veto al escritor y traductor catalán Víctor Obiols por parte de los agentes de Amanda Gorman, del que escribió brillantemente en este periódico Nuria Barrios, y las interminables y fútiles discusiones en redes sociales, donde parece imposible manifestarse en cualquier sentido sin que alguien decida que se lo está ofendiendo. “El arte atrae en este momento una considerable energía censora”, sostiene Julius. “No hay ningún otro discurso que figure en tantos contextos de censura distintos [que parezcan contar] con tantas justificaciones: la justificación nacional (el arte está ligado al prestigio de una nación y no puede dañarlo), la justificación de la clase gobernante (no se debe permitir que las obras de arte generen conflictos), la justificación religiosa (las obras no deben blasfemar ni ofender a los creyentes), la justificación capitalista (no se debe alienar a los consumidores ni dañar los intereses comerciales de la empresa)”.
Una fuerza incontenible por mayoritaria parece estar, en el fondo, socavando la distinción entre autor y obra que Pinard contribuyó involuntariamente a establecer con su cruzada de 1857 contra Las flores del mal; lo que se abrió cuando la Justicia francesa desestimó al menos en parte su denuncia fue un período de autonomía de la obra de arte que Theodor W. Adorno resumió en su Teoría estética al precisar que “las obras de arte se salen del mundo empírico y crean otro mundo con esencia propia y contrapuesto al primero”, un período durante el que, por ejemplo, sólo una profunda ignorancia de los mecanismos más simples de la obra de arte y la ficción podía llevar a alguien a creer que Vladimir Nabokov es Humbert Humbert, que Carolee Schneemann se proponía insultar a su audiencia al emplear el cuerpo desnudo en sus acciones artísticas, que existiría algún tipo de mérito en leer solo a mujeres, solo a hombres, solo a autores transgénero, solo a autores de una raza, etcétera, y/o que la relevancia artística de La campana de cristal no estaría en su condición de creación literaria sino en el hecho de que a Sylvia Plath realmente le sucedió lo que se narra en su libro.
Parece evidente que el establecimiento de nuevas restricciones y límites insalvables en nombre de ciertas ideas morales no sólo supone el fin de la autonomía del arte, sino también el regreso a nosotros, esta vez en nombre de una pluralidad contra la que en realidad se atenta, del tipo de imperativo moral que asfixiaba a Baudelaire, que adopta en nuestros días la voz de quienes acusan a ciertos artistas de “apropiación cultural”, exigen cuotas, creen o fingen creer que unos pigmentos violan a otros pigmentos en los museos de arte, participan de linchamientos digitales en cuyo marco las opiniones y actitudes de los artistas determinan el supuesto valor de su obra, imponen la necesidad de que determinados “lectores de sensibilidad” ejerzan una censura previa y consentida sobre los textos; reclaman, por último, que el artista hable desde su identidad (personal, nacional, de género, la que sea), como si la producción escrita sólo pudiera ser tolerada en cuanto testimonio. No es necesario decirlo: las innovaciones introducidas por autores como Virginia Woolf, James Joyce, Ezra Pound, T. S. Eliot, Bertolt Brecht, Susan Sontag y tantos otros en nuestra forma de concebir los vínculos entre literatura y sociedad, entre los libros y el mundo, a las que debemos la literatura más relevante de los últimos ciento cincuenta años, resultan incomprensibles para quien lea desde el nuevo paradigma de la sensibilidad; si las obras de Mieko Kawakami, Ottessa Moshfegh, Olivia Laing, Rachel Kushner y otras autoras de una literatura orgullosamente liberada de las demandas de “escribir el trauma” (en palabras de Roxane Gay) no tienen todos los lectores que merecen, es, en ese sentido, porque el narcicismo de algunos autores y la infantilización de sus lectores están instalando la ridícula idea de que la literatura tendría algo que ver con la sanación y que su valor consistiría en la emoción que provoca, como ponen de manifiesto decenas de booktokers: para ciertos prescriptores en Tik-Tok, lo mejor que puede decirse de un libro es que ha emocionado hasta las lágrimas, y muchos se graban llorando para probar este punto.
Los “números redondos” que tanto irritan a quienes, con el escritor Enrique Vila-Matas a la cabeza, abogamos por acabar con ellos tienden a ser de escasa utilidad, ya que la Historia sólo raramente ofrece el alivio de una rima. Así, el bicentenario del nacimiento de Baudelaire parece algo menos relevante para abordar su vigencia como los 164 años que se celebran del juicio a Las flores del mal. Si nuestro mundo es todavía el suyo esto es en buena medida debido a que parece haber más personas en este momento tratando de convertirse en Pinard que en Baudelaire y a que “el camino más peligroso pero más directo” que propugnaba el autor de El pintor de la vida moderna, el de un cuestionamiento de una moral restringida y asfixiante sin el que el experimento de la modernidad no hubiera sido posible, comienza a ser desandado en nombre de la celebración del trauma, el principal y a menudo el único activo literario de ciertos escritores.
Una sociedad cuyos miembros presumen de la fortaleza de sus convicciones pero sienten que estas son amenazadas con cada contrariedad y una producción literaria centrada en la expresión del dolor y la tragedia de sus creadores, que rechaza decidida (y, paradójicamente, en nombre de la empatía) la posibilidad de que la literatura y el arte puedan dar cuenta de la existencia del otro y de sus ideas, nos aboca al cambio de la transgresión por el trauma. Y esto no sólo supone el final de un período en el que el cuestionamiento de las convenciones estéticas (que siempre son reflejo de y se articulan en las convenciones sociales, de las que emanan) hizo posible una sociedad que reconociese la existencia de sus minorías, diera el puntapié inicial al proyecto aún incompleto de la liberación de las mujeres y opusiera un frente medianamente sólido a la propagación de los discursos de odio. ¿Quién gana con la pérdida de estas cosas?, cabría preguntarse. Pero la pregunta de quién pierde es más fácil de responder: lo hacemos todos, no sólo quienes nos interesamos aún por la ficción y las potencialidades del arte.
Patricio Pron es escritor. Su último libro es Trayéndolo todo de regreso a casa (Alfaguara).