Emmanuel Carrère: ‘Siempre estamos al borde del abismo’
Antes de responder cada pregunta, Emmanuel Carrère (París, 1957) se queda inmóvil y en silencio cuatro o cinco segundos, en los que parece que un error técnico ha ocurrido, que ha fallado la conexión de internet, por lo que se hace necesario preguntarle:
–¿Sigue ahí?
Responde con un sí y vuelve a permitirse otros instantes de reflexión.
Así, sin afanes y construido puntada a puntada, es también su más reciente libro, Yoga, del que asegura que “los tres o cuatro años de mi vida que conté ahí son la constatación de la lucha entre los dos hombres que habitan en mí y que estaban en una lucha de autodestrucción”. Desde antes de llegar a las librerías, Yoga empezó a dar que hablar entre los círculos literarios franceses por cuenta de Hélène Devynck, la exesposa del escritor, pues en el contrato de divorcio exigió no aparecer en sus libros.
Se llegó a rumorar que Yoga no podría ser publicada en la fecha prevista. Devynck leyó el manuscrito por adelantado y subrayó aquello que no debía ver la luz, al tiempo que lo acusó de engañar a sus lectores por haber incluido apartes de ficción en un relato autobiográfico. Carrère suprimió la parte del relato que ella solicitó y a cambio escribió la palabra “elipsis”. En todo caso, el incidente no le restó aliento a Yoga, que sin atenuantes ha sido calificada como “un hito” gracias a que Carrère narra descarnadamente y en primera persona una depresión con tendencias suicidas por la que tuvo que ser internado durante cuatro meses en un hospital psiquiátrico.
Sin embargo, no hay que creer que por el hecho de ser autobiográfico Yoga es un libro replegado únicamente en los días de crisis en los que a Carrère se le diagnosticó trastorno bipolar. Todo lo contrario: se sirve de la primera persona para diseccionar lo que él llama “la verdad”, con los abismos y penumbras que le son comunes a todos los seres humanos.
Para ello contrapuntea con los múltiples hilos que tejen y enmarañan una vida. De ahí que a ese trastocado mundo interior lo acompañe también el relato de la ruptura matrimonial y dos de los temas que marcan el mundo contemporáneo: el terrorismo, traducido aquí en los atentados a Charlie Hebdo, y la migración de poblaciones enteras por causa de la guerra, que aquí se sitúa concretamente en la historia de un grupo de refugiados en la isla griega de Leros.
En medio de todo eso, el libro está atravesado por el yoga y la meditación, que para Carrère es esencialmente una experiencia para hacer cambios en la conciencia. Lo practica desde hace más de treinta años, al menos treinta minutos al día y lo relaciona directamente con el ejercicio de la escritura, sea cual sea el género al que se consagre.
De hecho, ha trabajado indistintamente con la ficción y la realidad. Si bien se ha desempeñado como crítico de cine y periodista, y también es autor de varias novelas, no fue hasta el 2006, cuando escribió El adversario, sobre el asesino Jean-Claude Romand, que anunció que abandonaría la ficción para escribir solamente desde la experiencia real y personal, tanto propia como de otras personas. A ella le siguieron Una novela rusa (2007), De vidas ajenas (2009), Limónov (2011), El Reino (2015) y El bigote (2015), que le han valido numerosos premios, entre ellos el Princesa de Asturias de las Letras, que le fue concedido precisamente un día después de esta entrevista.
En las primeras páginas de Yoga asegura que quería hacer su propia versión de los libros de “desarrollo personal, que se venden tan bien en las librerías”. ¿No tuvo temor de ser clasificado dentro de ese género de autores?
No tengo nada contra los libros de desarrollo personal. Lo único que no me gusta es que muestran la vida como algo formidable, donde todos vamos a ser felices, y eso no es verdad. Además, son rosados, muestran cielos azules y desde ese punto de vista dicen estupideces porque uno sabe que la vida no es así. En cambio, el yoga se ocupa de la vida como es realmente: con nuestros abismos, melancolías y locuras. Si no se ocupara de eso, sería simplemente una gimnasia, y lo cierto es que es algo mucho más vasto. De eso fue de lo que intenté hablar. De hecho, hablar y pensar en el yoga y en todas las disciplinas a su alrededor es admitir que somos miserables, que nuestras vidas son muy difíciles, que nos cuesta y que estamos frente a abismos y precipicios, siempre al borde del fracaso. Pero, a su vez, al admitirlo, podemos comenzar a hacer algo.
Volvamos sobre una palabra que acaba de utilizar: miseria. En el libro cuenta que durante su experiencia en Vipassana (un retiro de meditación en las montañas de la Borgoña) uno de los participantes empezó a llorar y usted escribe que lo que caía de sus ojos no eran solo lágrimas, sino la miseria misma…
Fue así como lo sentí y tuve la impresión de participar en su miseria. Fue como si en un solo momento la miseria del mundo, la miseria de todos nosotros, estuviera en las lágrimas de ese hombre. Todos sabemos bien que las vidas que vivimos son supermiserables. Todo el mundo lo sabe, no es un secreto, solo que no lo decimos mucho.
Cuando está llenando el formulario para entrar a Vipassana, dice que tiene la sensación de que por primera vez todo está bien en su vida y lo que el libro muestra es que parecemos estar bajo la amenaza permanente de que todo puede dar un vuelco y estar muy mal, algo en lo que no se piensa cuando todo anda bien, como le pasaba a usted…
Es una gran ventaja si uno piensa en que todo se puede poner muy mal, simplemente porque es la verdad. Pero, a la vez, ayuda pensar en lo inverso; es decir, en que cuando todo va mal, en algún momento todo va a empezar a ir bien. Y creo que esa es una de las grandes enseñanzas del yoga. Nos da una percepción más aguda del cambio perpetuo, que permite no absolutizar aquello por lo que uno atraviesa. Es decir, saber que todo es transitorio y fugaz da más flexibilidad para hacer llevadera la vida.
En el libro ofrece varias definiciones del yoga, una de ellas se refiere al deseo de hacer cambios en la conciencia, ¿de dónde viene el interés por eso?
Me refiero a expandir la conciencia, a hacerla más atenta, más aguda. Porque es nuestro instrumento de comprensión del mundo, de presencia en el mundo y generalmente es un instrumento muy impreciso, no es muy fiable. Así que el yoga nos ayuda a perfeccionarlo, no solo en relación con nosotros, sino con los demás. Se cree frecuentemente que el yoga es un ejercicio narcisista, que se repliega en sí mismo, pero ciertamente es una disciplina de apertura.
Acaba de hablar del narcisismo y quisiera volver sobre ese tema porque el hecho de crear uno o varios libros a partir del pronombre ‘yo’ es ceñirse a los límites de la vida personal, pero también es admitir un narcisismo que usted ha deplorado. ¿No es contradictorio?
No creo que un escrito autobiográfico sea por definición narcisista. La pulsión autobiográfica es una de las más elementales que nos llevan a escribir. Decir algo sobre el ser humano, a partir de la propia experiencia, era algo que hacían Montaigne, Rousseau, San Agustín, autores mucho más grandes que yo. En todo caso, es una aspiración honorable porque lo hago para compartirlo. Cuando a uno le pasan cosas que tiene la impresión de que son importantes, las comparte porque a lo mejor pueden ser útiles para otros. En este caso eran cosas duras, por lo que lo difícil no fue compartir la experiencia, lo difícil fue vivirla.
La poesía ocupa un lugar central en Yoga. ¿Ha estado presente, tal vez más veladamente, en el resto de sus obras?
La poesía es algo que me fue extraño por mucho tiempo, lo lamentaba, pero así era. En Yoga cuento una larga depresión que me llevó durante cuatro meses a un hospital psiquiátrico. Como parte del tratamiento, recibí electrochoques, algo que uno imagina como una especie de método arcaico y bárbaro ya desaparecido. Pero no, es un tratamiento adicional y muy eficaz, aunque tiene un efecto secundario muy duro: arruina la memoria. Entonces, gracias al consejo de un amigo, para ejercitar mi memoria debilitada comencé a aprender poesía y me di cuenta de que lo disfrutaba muchísimo. Así me convertí en un lector de poesía. Es lo que uno puede llamar un beneficio secundario de sus problemas.
Cuando empezó a escribir de modo autobiográfico, hizo una especie de contrato con sus lectores. Se comprometió a hablar solo de lo real, en favor de “la verdad”, a mantenerse en la no ficción, característica esencial del periodismo. Sin embargo, en Yoga admite haber incluido aspectos de ficción…
Un periodista trabaja con la exactitud factual. No es lo mismo para alguien que escribe autobiográficamente y que busca decir la verdad, a pesar de que en esos libros hay omisiones o pequeños puntos de ficción. En Yoga, eso se debió a una situación particular que no explico en el libro, pero que luego fue explicada por mi exmujer de manera muy pública. Ella había exigido no aparecer para nada en el libro y yo respeté eso. Era una obligación, pero fue complicado porque ella era uno de los personajes más importantes en mi vida durante el periodo que cuento. Así que tuve que contar ese lapso suprimiendo a uno de los protagonistas principales. Lo hice no con poca dificultad y con una especie de contrariedad de mi parte, por lo que dije explícitamente en el libro que hay cosas que no fueron dichas o que no ocurrieron. Sin embargo, ahora me parece que eso se convirtió en la identidad de Yoga. El libro es más fuerte ahora que como lo era antes. Si hoy me preguntaran si me gustaría que se publicara ese libro tal como era, con los pasajes que suprimí, diría que no.
En todo caso, las historias que se dan cita en Yoga son imponentes: su depresión, el terrorismo, el declive de su relación, todo anclado en la realidad…
Digamos que fue un problema de montaje. Cuando se está obligado a quitar un pedazo de una película, hay que encontrar trucos o astucias de montaje para que a pesar de todo se pueda continuar viendo o, en este caso, leyendo, sin tener la sensación de quedar completamente perdido. De hecho, pienso mucho en el montaje de las películas cuando escribo, porque a veces uno se encuentra en situaciones en las que está realmente jodido porque le falta una escena, de manera que hace un poquito de trampa poniendo una escena detrás de otra o en sentido inverso. En todo caso, eso no toca a la verdad del libro, solo son pequeños trucos o bricolajes del montaje.
A propósito de montaje, hablemos del documental Regreso a Kotelnitch, sobre el que dijo: “Esta también es mi propia historia”, refiriéndose a los personajes. ¿A qué se refiere con esta afirmación?
Por muchos años intenté escribir algo sobre la familia de mi madre, una familia rusa, y sobre mi abuelo materno, un inmigrante georgiano que desapareció en circunstancias muy misteriosas durante la liberación de Francia, en 1944, por lo que era una figura un poco fantasmal. Eso me obligó a hacer una especie de investigación sobre Rusia y en un momento el azar me llevó a hacer un reportaje sobre un viejo soldado húngaro que fue encontrado en Kotelnitch, una pequeña ciudad de Rusia. Lo encontraron en el 2000, a pesar de que él había estado ahí desde 1944 porque –como mi abuelo desaparecido– había sido tomado prisionero por los soviéticos y estuvo todos estos años en un hospital psiquiátrico. Había perdido la cabeza y, como ahí nadie hablaba húngaro y él no hablaba ruso, no tenía contacto con la realidad. Así que lo que me llevó allá fue el hecho de hablar de mi abuelo a través de la similitud de su destino con el de ese desdichado soldado húngaro que fue encontrado 55 años después de haber desaparecido. Y se mezcló con eso una especie de documental sobre la ciudad de Kotelnitch, a la que se sumó una historia trágica que vino después.
Historias calcadas…
Saqué de eso una especie de montaje que uno podría llamar poético, justamente sobre la idea de que Kotelnitch es el lugar al que van las personas cuando han desaparecido. Hace un momento hablábamos de montaje y ese es un efecto de montaje: intenté hacer funcionar dos cosas al tiempo y llegué a algo más importante. Esa es la especie de fe que tengo en el montaje.
También hizo recientemente la película Le Quai de Ouistreham, a partir de un gran reportaje de la periodista Florence Aubenas, en el que ella inventó la identidad de una mujer que apenas tiene el bachillerato para retratar el impacto de la crisis económica en la vida de los trabajadores…
Lo que ella hizo fue periodismo de inmersión. Y ahora la película irá al festival de Cannes en poco más de un mes. Es una película hecha a partir de un reportaje. La combinación de la actriz Juliette Binoche y las actrices no profesionales conforman una ficción que a la vez tiene una calidad documental. Es un objeto un poco raro, un poco híbrido. Me gusta precisamente por eso.
Parece como si quisiera mantenerse en el límite entre la ficción y la realidad…
Se dice que las fronteras de la ficción y de lo documental son muy borrosas, pero en realidad eso no es del todo cierto. Para mí, lo que crea realmente una frontera es el hecho de dar los nombres propios. Ahí se está en un estatuto completamente diferente porque los personajes reales pueden responder y reaccionar a lo que se dice de ellos.
Ese es justamente el caso de su libro El adversario, que está anclado únicamente en la realidad…
Intenté escribirlo de una manera más ficcional y no lo logré, no funcionó. Uno siente cuando tiene el tono justo. Es verdaderamente una cuestión de oído, es algo musical. En El adversario lo ficcional no funcionaba auditivamente y la manera que me pareció satisfactoria la encontré por el lado documental. Pero fue muy difícil lograrlo.
Usted es un gran admirador de Philip Dick, incluso hizo una biografía de él. ¿No ha pensado en escribir ciencia ficción?
La segunda novela que escribí, que nadie ha leído, tenía un poco de ciencia ficción, un poco dickiana, pero francamente no salió muy bien; aunque algunas veces tengo la sensación de estar haciendo ciencia ficción por otros medios.
¿Como cuáles?
El bigote recoge ese tipo de ficción angustiante y bizarra, que es una rama paralela de la ciencia ficción. Yo mismo adapté ese libro al cine, pero creo que hoy podría ser un episodio de la serie Black Mirror, que me parece muy buena, porque uno tiene la impresión, con respecto a todo lo que se vive actualmente, que se está dentro de Black Mirror…
¿Cómo colaboran entre sí el periodista, el escritor, el guionista y el director que se reúnen en usted?
Muy fácil y armoniosamente. Hacer cine ha sido una de las experiencias más felices. Es cierto que una película es mucho más fatigante y estresante, pero físicamente es mucho más cómodo que escribir un libro. Cuando se escribe un libro se está completamente solo, no se depende de nadie, es usted solo rompiéndose la cabeza y nadie lo obliga a levantarse en las mañanas. Mientras que en una película hay todo un ejército a su lado. Ese trabajo colectivo es más grato que la soledad de la escritura. El periodismo también es muy importante para mí porque me obliga a salir al exterior y a trabajar tan seriamente como para un libro, solo que con un formato más pequeño. Es decir, no lo considero muy lejano de mi trabajo literario. De hecho, hay libros que nacieron de reportajes. Limónov fue primero un reportaje que me pareció tan apasionante que dije: bueno, voy a continuar.
En un fragmento de Yoga se pregunta si es el que medita quien observa al escritor, o si es a la inversa. ¿Esa reflexión ha dado pie a sus obras?
Lo sugerí en el libro por la idea de que dentro de cada quien hay dos que se observan mutuamente. Aunque esa pregunta que me hice es un poco vana, no tiene una respuesta verdadera. Dicho eso, me parece que, de todos modos, la escritura necesita tanto tiempo que incluso podría ser algo similar a la meditación; o sea, crear en el interior de sí mismo una especie de testigo que mira las cosas con un poco de distancia y nos mira. Lo hacemos tanto como escritores y como meditantes. Pero, como dije al comienzo, pienso que el yoga no es solo una gimnasia. Todo lo que hacemos puede ser yoga: tocar el piano o reparar una moto. Tengo la tendencia a considerar que escribir, que es mi disciplina principal, es una forma de yoga.