Juan Pablo Villalobos, el humor como ariete contra los discursos de odio
El humor, mecanismo de relojería repleto de contagiosos jijí jajá y sonoros palmetazos encima de la mesa, ya no es suficiente. O no lo es del modo en que lo era en «No voy a pedirle a nadie que me crea»,delirante y a ratos demencial novela con la que ganó el premio Herralde de 2016 y se arrimó al absurdo de Eduardo Mendoza y Kurt Vonnegut. Ese humor, explica ahora Juan Pablo Villalobos (Guadalajara, México, 1973), tenía su razón de ser en jerarquías, distancias irónicas y, en fin, en cierta humillación a partir de la burla, características básicas de un «humor convencional» con el que el autor de «Fiesta en la madriguera» ha querido ahora marcar distancias. «No abandono mi vocación humorística, pero intento algo distinto», sostiene Villalobos.
Ese algo distinto no es otra cosa que «La invasión del pueblo del espíritu» (Anagrama), novela que nace como reacción política a los tiempos que corren y del intento de hacer un humor «que no deje fuera la ternura y la empatía». «Surge, en parte, de una reflexión sobre cómo alimentamos los discursos del odio y cómo es que estos discursos excluyentes en realidad están en todos los lados», reflexiona el escritor, para quien el humor convencional no deja de ser una manera más de echar más leña al fuego de esos discursos. «A ver, odiar a una nazi me parece que está bien, pero al fin y al cabo estás alimentando un discurso general del odio», ilustra.
Gentrificación paranormal
De ahí que «La invasión del pueblo del espíritu» se maneje por otros derroteros para narrar las historias de Max y Gastón, dos amigos sumidos en profundas y lacerantes crisis existenciales. El primero acaba de perder su restaurante por culpa de la gentifración galopante de una ciudad que no hace falta nombrar para identificar como Barcelona, mientras que el segundo tiene que sacrificar a su perro, diagnosticado con una enfermedad terminal.
A partir de ahí, Villalobos se va sacando tramas normales y paranormales de la chistera –también aparece por aquí Pol, hijo de Max recién llegado de la Tundra con lo que parece un ataque de conspiranoia extraplanetaria aguda– para acabar concluyendo que se puede llegar a la misma risa por caminos diferentes. «Es una novela que reflexiona sobre el humor desde otro lugar», insiste Villalobos, instalado en Barcelona desde hace años.
Un lugar en el que puede ocurrir cualquier cosa, incluso que el mejor futbolista de la tierra ande vomitando por los terrenos de juego, y por el que desfilan lejanorientales, nororientales, proximorientales e incluso extraterrestres mientras las identidades se diluyen, los rencores entran y salen de bares y bazares y no hay más valor temporal que el presente. «Es una novela escrita contra la nostalgia y contra toda idea de que en el pasado las cosas eran mejores, ya que es un discurso perfectamente instrumentalizable por la ultraderecha», asegura.
En realidad, apunta Villalobos, todo se resume en plantar cara a lo que él mismo llama «fascismo espiritual». «Hace referencia a esa idea de que existe una identidad primigenia que define lo que es un pueblo, una comunidad. Y eso es lo que está en la base de los discursos de la ultraderecha. Porque cuando se define quienes están aquí dentro, los que quedan afuera están desamparados», explica.
De ahí que «La invasión del pueblo del espíritu» juegue también a esconder nombres propios, voltear todo lo conocido y, en fin, extirpar referencias de aquí y de allá para crear su propio lenguaje. «El no nombrar lo propio es casi más violento que no nombrar lo ajeno. En el libro, por ejemplo, llamo pimientos a los chiles. Eso es de una violencia brutal. Por eso te pueden matar en México», bromea.