La mirada bizca de Ramón Illán Bacca (Textos cardinales)

Se hace de noche en Barranquilla. Se sabe que es viernes porque los bares y las tiendas se entusiasman. Ramón Illán Bacca Linares atraviesa por una particularmente llena.

Alguien lo saluda: “Maestro, tómese una”. Ramón ríe, pero se rehúsa. Al ritmo de sus piernas cortas y ágiles avanza por las calles maltrechas de la ciudad. Cuando está cerca de su casa se tropieza, pero no cae.

—¿Estás bien?

—Sí —se ríe y agrega—: Definitivamente Barranquilla es como la vida.

—¿Cómo?

—Llena de obstáculos.

Ramón Illán Bacca es escritor. Octogenario. Tenía un año cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y habían trascurrido diez de la masacre de las Bananeras en Ciénaga, a escasos kilómetros de Santa Marta, donde nació. Desde niño padece estrabismo, es decir, es bizco, pero como en su vida y en su literatura, transforma la tragedia en humor —más si se trata de sí mismo—. Puntos de Bizca se titula la columna cultural que escribe quincenalmente en El Heraldo. La columna y las clases que dicta en la Universidad del Norte son sus principales fuentes de dinero. Siempre se queja del dinero, o mejor, de la ausencia de este. A pesar de los reconocimientos a su obra, escribir no le ha dado plata porque sus libros no se venden, por eso se define como un autor minoritario y afirma que su obra es “más estudiada que leída”. Sin embargo, no se resigna, está escribiendo una nueva novela.

—La novela es sobre los anarquistas en Barranquilla. ¿Sabías que había periódicos anarquistas en Barranquilla?

—Ni idea.

—Un amigo me los envió del museo anarquista en Rotterdam. Había dos: Vía libre y Organización.

Illán Bacca es un obsesivo del dato. Lo busca con la insistencia del poeta a la palabra, con la fascinación del perro a la comida. Si en su novela cita al café La Alondra Canora en la Roma de finales del siglo XIX es porque confirmó en alguna revista que este sitio existió. Sus consultas van desde revistas cubanas regadas en las peluquerías, hasta llamadas a reconocidos historiadores. Además, generalmente, el detonante de su investigación es el chisme: su novela Deborah Kruel surgió de los rumores que circulaban en Santa Marta sobre submarinos nazis que transportaban mercancías por la costa Atlántica y los dirigibles que iban desde Panamá hasta el Cabo de la Vela para ver las manchas de los submarinos y avisarle a la armada norteamericana.

No obstante, para él la investigación solo es un punto de partida. Sus pretensiones no son históricas, sino literarias. Suele parafrasear las noticas de los periódicos viejos, inventarse lo que pudo haber dicho la revista que no encontró, alterar los hechos y los personajes. Siempre apelando a los recuerdos de infancia.

De los personajes que ha inventado su favorito es Deborah, quien en la vida real fue una muchacha que llegó de Estados Unidos con modas irreverentes, un cuerpo despampanante y la costumbre de broncearse en la playa. Él recuerda que todos hablaban mal de ella porque brocearse era considerado un pecado, incluso, sus tías llegaron a prohibirle verla y la apodaron, entre otras, como una crema de bronceado: “Brudubudura”. Luego de tener esa información de base, la convierte en una espía nazi y la inserta en su universo literario.

Ay, Moncho

Ay, Moncho. Te tocó difícil. Tu madre murió a los seis días de nacido y tu padre te abandonó al poco tiempo. Ay, Moncho. La crianza estuvo a cargo de tus tías solteronas, ricas y conservadoras. Ay, qué travieso Moncho. Leías a escondidas los libros prohibidos y te volabas la paredilla para ver cine mexicano. Estuviste en el seminario, pero más que rezar, hacías travesuras y leías. En tu tiempo no podías ni soñar con estudiar literatura o filosofía, sugeriste psicología y te impidieron, que eso era enfermería de vanguardia. Ay, Moncho, te tocó estudiar Derecho en Medellín. Pero te expulsaron por manzana podrida, dizque por nadaísta. Ay, Moncho, regresaste a Santa Marta derrotado, hasta sin zapatos, dizque porque de esa ciudad no querías ni el polvo. Desorientado y cabizbajo. Un día, por fin, te graduaste. Qué dificultad todo, Moncho. Tú por un lado y la vida por otro. En qué estabas pensando con la maestría en Economía. Otra derrota, era inminente. Entonces, tú pa’ qué servías.

¿Colgar la sotana?

Illán Bacca decidió que iba a ser escritor cuando se estableció en Barranquilla en los años setenta. Después de sus intentos frustrados en el mundo de los negocios y del martirio que le representaba la abogacía, comenzó alternar la docencia con la publicación de columnas y la escritura. Una disnea fue el detonante para que se decidiera, así lo describe en su autobiografía académica:

“Llegó un momento, sin embargo, en que a la angustia de no tener ingresos para una congrua subsistencia se añadió una profunda disnea que no me dejaba respirar. Me hice unos exámenes y en lo físico estaba muy bien, la cosa era mental. Me recomendaron un psicólogo. Fui donde un psiquiatra amigo mío y me dijo: ‘Tú piensas que te estás ahogando y lo somatizaste, de verdad, físicamente te estás ahogando, tienes que cerrar esa oficina’. Y añadió: ‘¿Qué otras cosas sabes hacer?’ Le dije: ‘Podría dictar clases y me gusta escribir pero de eso no se puede vivir’. Entonces me dijo: ‘Cierra la oficina, ponte a dictar clases y a escribir, no te asfixiarás, pero te morirás lentamente de hambre’”.

Después de algunos inconvenientes en la Universidad del Atlántico, empezó a dictar clases de derecho laboral en la Universidad del Norte. Al poco tiempo, la siguiente reflexión lo invadió: “¿Por qué dicto materias de derecho? Es como si un cura que cuelga la sotana se pone a dar clases de religión”. Entonces cambió de clase, se dedicó de lleno a la literatura en las clases y en el oficio. Publicó su primer libro a los 41 años. Aún sobrevive.

Ay, Moncho

Ay, Moncho. Es que escribir era como lo tuyo. Sí, es cierto que te echaron del Incora porque tu lenguaje era muy complejo para el campesino. Y que si bien te entusiasmaste escribiendo sobre búfalos de agua, dromedarios importados a La Guajira y los cultivos de la ipecacuana en Manatí; a tu jefa no le entusiasmo tanto, te lo dejó claro en la carta de despido, tú no tienes ni vocación agrícola ni redacción simplificada, aléjate del puesto. Ay, Moncho, pero si no era la escritura qué podía ser. Acuérdate de las cartas que enviabas a la casa pidiendo más mesada, las leían tus tías ricas y las compartían en familia, se hicieron muy populares, despertaron risotadas y buenos comentarios; aunque es cierto, no dieron sus frutos, seguiste pasando penas en Medellín. Pero eso no importa, lo importante es la vocación. Recuerda el día que llegaste emocionado del colegio porque sacaste cinco en Preceptiva Literaria, te pidieron escribir un texto y tú, que leías a Homero, pusiste a Zeus y a Venus al lado del morro de Santa Marta.

Los minidiscursos

Es jueves. La Universidad del Norte le rinde homenaje a Ramón Illán Bacca por sus años de vida académica. El Distrito de Barranquilla también le entregará el premio Vida y Obra. El auditorio está repleto de profesores, estudiantes y, en definitiva, amigos. Llega al auditorio, sonriente. Le gustan los reconocimientos, más si van de la mano de estímulos económicos. En alguna entrevista dijo que su novela favorita es Maracas en la ópera porque con ella ganó un premio. A la contrapregunta de Fabián Buelvas de “¿Hay otra razón?”, respondió: “¿Te parece poco la economía?”.

Es pequeño, con la vejez, diminuto. Escueto, sin más accesorios que sus lentes. Usa pantalón clásico y camisa azul formal. Sus brazos son enjutos y su pelo es blanco. Hoy, por la ocasión, está rasurado al ras. Avanza por el auditorio, rápidamente encuentra conversación, intercambia palabras con un par de asistentes, se ríen. Se esboza una sonrisa en el resto del auditorio, verlo, encontrarse con él, es tener la carcajada al alcance de la mano. Cuando un amigo se lo encuentra caminando en la universidad o en un centro comercial sabe de antemano que un par de risotadas le va a sacar, que va a desempolvar un par de chismes o un chiste verde, que se burlará de sí mismo y de los libros que no vende; y que, aunque quisieran evitarlo, alargarán la conversación y llegarán tarde al lugar al que se dirigían inicialmente. Su amigo, el escritor Roberto Burgos Cantor, lo describió así: “Está intacto en él un gesto: el de un niño a punto de cometer una travesura. Pero antes de romper el florero ya está llorando”.

Empieza el conversatorio, moderan la docente Zoila Sotomayor y el investigador Ariel Castillo. Pasarán una serie de fotografías que Illán Bacca conserva: es un recorrido por su vida, que es parte de la vida cultural en Barranquilla. El micrófono está en sus manos, los asistentes saben que no faltará el humor.

En el proyector hay una imagen de una reina. Es del año 1969, en Santa Marta. El gobernador del Magdalena Sabas Socarrás, le pidió a su ahijado Ramón coronar a la reina Josefina Noguera. Así fue la conversación:

—Vaya ahijado, tienes que coronar a la reina que va a ir al concurso en Cartagena —le informó el padrino.

—Yo no quiero ir, ¿por qué no mandan al poeta Barreneche?, él sí sabe de eso: tus dientes son de perlas, tu boca de corales; y esas cosas —sugirió Illán Bacca.

—Él está enfermo, tienes que ir tú —le ordenó el padrino.

Cuenta que lo obligaron a dar el discurso, que todos estaban pendientes de lo que diría, cincuenta años después otra multitud espera atenta sus palabras, él aún recuerda con precisión las palabras que leyó aquel día: “Josefina, en esta época de guitarras electrónicas y minifaldas, se imponen los minidiscursos, te declaro la mujer más bella del Magdalena”.

Luego, aparece en las fotografías un salón de clases: está Illán Bacca hablando, un par de jóvenes sentados y muchas sillas vacías. Le preguntan que dónde fue eso, responde que una conferencia que dictó. Hay un silencio en el auditorio, él frunce el ceño, sus ojos lucen confusos, extraviados, vuelve a mirar la fotografía y concluye: “Fue poca gente”.

Como se preveía, las risas no han faltado. Es el momento de las palabras finales. A Illán Bacca se lo ve entusiasmado. Parece que es el turno de su discurso, su momento favorito, con sus manos sostiene las hojas que leerá; se levanta sonriente, como si por fin le tocara hacer su travesura. Sin embargo, la moderadora lo interrumpe cuando se dirige al atril, en realidad es el turno del secretario de Cultura. Recibe sus palabras con agradecimiento, pero ansioso, agitando sus piernas, queriendo que llegue su momento. Recibe la medalla de la Alcaldía de Barranquilla y ahora sí, su turno.

Las palabras que lee ya las había leído antes, muy parecidas, están registradas en el estupendo perfil que Fabián Buelvas hizo de él y que publicó en la revista ElMalpensante. No por eso causan menos gracia, las risas en el auditorio así lo confirman: “Hace unos diez años aproximadamente debido a unas encuestas hechas a los profesores de la Universidad, que nos preguntaban cuáles eran nuestros proyectos para el venidero quinquenio, en el formato de respuesta yo contesté: Estar vivo. Esta actividad la he realizado, pues he llegado a una edad mayor a la del promedio nacional (…) señores asistentes: hoy puedo decirles satisfecho que les he cumplido a todos”.

El antimacondo

—¿Cuándo te tomaste esa foto con García Márquez?

—Me lo presentó Jaime Abello. Yo había escrito un artículo en ElMalpensante que se titulaba De cómo no he conocido a García Márquez.

—¿Qué te dijo Gabo?

—Te jodiste —se ríe y sigue comiendo su crema de ahuyama.

Illán Bacca asiste religiosamente a este restaurante. Siempre pide lo mismo. Ya los meseros no le preguntan qué quiere. Tan solo lo saludan. Se cuidan entre ellos: les reclama que por qué no usan guantes si el plato está caliente; ellos lo regañan si llega tarde a comer. Él es diabético y debe ser riguroso con la dieta. Le recuerda a la mesera que le faltan los panes y prosigue:

—Yo le pregunté a García Márquez sobre el cortocircuito que había tenido la casa de su hermano Enrique —mientras se ríe de la irrelevante conversación, agrega—: Así es que hablan los amigos.

Admira a Gabriel García Márquez. Admite que es un genio. Pero lo frustra que a él y a sus contemporáneos la figura, la inmensidad de Gabo, los devoró. Nadie quería leer otra cosa sino realismo mágico, todo lo acaparaba su talento. En el evento Gabo y el cuento, de la Feria del Libro de Bogotá de 2015, dijo indignado: “Lo que uno escribía no tenía ninguna salida, ninguna importancia, nadie lo iba a leer, qué hacíamos. Qué podíamos hacer. La primera novela que yo escribí se llamaba Deborah Kruel porque era una espía nazi en Santa Marta, yo escribí sobre el Berlín de los años 20, quería distanciarme de Macondo, y publiqué después de miles de tropezones. Naturalmente lo primero que dijo la crítica fue ‘un discípulo de García Márquez ha escrito una novela’”, cerró los ojos e hizo una parodia de llanto, “no había salida”, agregó, y se rio de su fracaso.

Intentos (fallidos) de comprar la fama 

Son reiterativas las ocasiones en las que Illán Bacca se queja de las editoriales. Se queja porque no publicitan sus libros, se queja porque piden que cambie el título, se queja porque le dan poco dinero. La novela que está escribiendo ha sido rechazada por dos editoriales, por eso decidió darle un giro a la historia. A esta altura de su vida los tropezones no lo sorprenden, se ha acostumbrado, convive con ellos.

Su primer libro Marihuana para Göering, una recopilación de sus cuentos publicados en el Suplemento del Caribe, fue una propuesta del librero Otto Lalleman. El mismo día que publicó su libro, la librería de Otto fue embargada. Solo se salvaron algunos ejemplares. Según cuenta, se enteró que un empleado del juzgado saqueaba y lograba vender Marihuana para Göering en los puestos de libros usados del Paseo Bolívar.

Dice que cuando veía uno de sus ejemplares en el Paseo Bolívar se sentaba cerca a que le embolaran los zapatos para espiar quiénes eran sus compradores. Al final, resignado, terminaba comprándolos él y los regalaba “en un intento frustrado de comprar la fama”.

Y se considera un autor con pocos lectores y con menos compradores, se siente un autor marginal, pero de culto. Sus anécdotas en el Paseo Bolívar dan cuenta de ello: en cierta ocasión vio su novela Deborah Kruel en un puesto de libros de segunda. Había un tumulto de gente, así que tomó su libro y gritó: “Esta es una buena novela, es de un prometedor escritor costeño”. Al instante, se le acercó un señor, le dio un codazo y le susurró al oído: “No debe ser tan buena, tiene un error de ortografía en el título”.

A pesar de la buena literatura que hace, y del reconocimiento que se le ha hecho a su obra, sus libros son difíciles de conseguir. Las editoriales no le publican o al poco tiempo lo sacan del mercado. Esto en algunas ocasiones le causa malestar, sobre todo si el que llama al teléfono es el tendero de la esquina pidiéndole que pague de una buena vez.

En Bogotá un lector costeño conversó con Ana María Aragón, dueña y fundadora de la librería independiente Casa Tomada, una de las más reconocidas del país.

—¿Conoces a Ramón Illán Bacca?

—Sí, he hablado con él, incluso esta librería estuvo a punto de llamarse La mujer barbuda, como su novela —responde y paso siguiente agrega—: Me lo sugirió mi librero, pero no lo he leído.

—¿Tienes algún libro de él disponible?

—No. Está descatalogado, no se vende.

Los reclamos de la memoria 

Está en la cafetería de la Universidad. Esta vez conversa con una joven, es estudiante de su clase de literatura. Hablan sobre un cuento del escritor francés Auguste Villiers que les puso a leer en clase. A la chica no le gustó. Él se queja, que no puede poner algo de mediana dificultad porque ya les parece aburrido o no lo entienden.

Otra persona se suma a la conversación, y al poco tiempo le recuerda a Illán Bacca que debe solucionar el problema con el ringtone de su celular porque las personas que lo llaman terminarán padeciendo lo de su personaje de Maracas en la ópera, sangramiento de oídos. Lo llama para que él mismo escuche la maldad que está haciendo: “Hey hey hey hey hey ven acá/ Y no pierdas el tiempo/ Aprovecha el momento y tranquila. Déjate llevar échate pa’ acá/ Dale vamos allá que llegaron los killa”. Se ríe, se queja de los celulares, que él no puso eso, y sigue riéndose. Al cabo de un rato llega el rector Adolfo Meisel, intercambian un par de palabras. Luego se va el rector y la estudiante.

—Para ti todos son jovencitos, la alumna, el rector.

—Jajaja, la gente tiene esa mala costumbre de morirse —responde.

—No te quedan contemporáneos.

—Yo soy un sobreviviente. Aquí tenía de amigos a Luis Ernesto Arocha, que me llevaba a mí unos tres años también. Es decir, contemporáneos de esos que yo haya alternado culturalmente, que sean de mi edad, no me quedan —se acomoda los lentes, sus ojos descoordinados miran el horizonte y repite despacio— No me quedan.

—Te toca hablar con los jóvenes.

—Afortunadamente tengo como una gran empatía con la gente, digamos jóvenes de 60 años que son los que conversan conmigo ahora —afirma — Son jóvenes para mí porque cuando ellos nacieron yo ya tenía veinte años.

—Imagino que tus recuerdos se limitan, no los puedes expandir.

—Pues sí, hay canciones de las que yo me acuerdo que normalmente nadie se acuerda. A no ser que sean de esas canciones que las mamás de ellos también cantaban. Por ejemplo, de las pocas veces que viajé al exterior, la gente era casi toda menor que yo, sin embargo estábamos cantando y todo el mundo cantó Los aretes que se le perdieron a la luna.

—Mmm.

—En estos días me acordé de una de esas canciones muy atrás en la memoria. La canté, pero después de un tiempo se me olvidó. Ya es la memoria que hace sus reclamos.

Un escritor sin importancia

La revista Víacuarenta hace una edición especial del cuento, una antología que recoge lo mejor de escritores costeños vivos. Illán Bacca aparece de primero con su cuento El silencio  (Lea la revista viacuarenta acá). Llegó tarde a la presentación y no pudo leer su cuento porque —dijo— olvidó las gafas. Ahora en la antesala conversa con algunos de los asistentes. Compra un libro de los que estaban ofreciendo, es de la escritora Adriana Rosas. Alguien le dice que ella es muy buena, él responde: “Bueno, hay que comprar los libros, más si están empezando a publicar. Compré también el primero de Kirvin Larios (escritor de 26 años)”, le dice a su interlocutor y agrega: “Estoy esperando el tuyo”.

Son muchos los que están agradecidos con Illán Bacca porque siempre está dispuesto a darle una mano a aquellos que tienen algún interés artístico, por más mínimo que sea. Por eso en la mañana se lo puede ver rodeado de jóvenes estudiantes y en la tarde de escritores sesentones. Es común verlo prestando o regalando libros, también comprando ejemplares de autores primerizos del medio local, en ocasiones ha hospedado a escritores en penurias y es autor de una antología del cuento en Barranquilla. Él conoce las dificultades del oficio de escribir, así que elige tender puentes, ser generoso.

Aunque le desagrada que lo tilden de autor importante, es un autor importante. El investigador Ariel Castillo dicen que el universo literario que Ramón Illán Bacca ha construido tiene un espacio en la literatura costeña, colombiana y latinoamericana. Hay tesis sobre su obra, hay documentales sobre su vida, tiene su espacio en el Museo del Caribe, en 1999 la revista Semana mencionó su libro de cuentos Marihuana para Göering como uno de los que podría tomarse en cuenta para un balance de fin de siglo y la biblioteca pública de Washington lo recomienda junto con otras grandes voces de la literatura latinoamericana. A él lo exaltan todas estas distinciones, sin embargo, desconfía de todos aquellos a los que el reconocimiento o el poder los transforma. Sabe burlarse de sí mismo y eso lo inhibe de cualquier solemnidad. Bien lo puede decir el historiador Eduardo Posada Carbó, que cuando le pidió un perfil para su columna en el Diario del Caribe, recibió lo siguiente: “Abogado sin clientela, autor de varios cuentos inéditos, y sin viajes al exterior”.

En una tarde de diciembre, en la sala de su casa, conversa con unos amigos sobre el poder y la gente que se las da de importante. Al ser longevo conoció la juventud de muchas personas que hoy son viejas y ostentan el poder; desde académicos hasta políticos y empresarios.

Las paredes en la casa son beige, la iluminación es escasa, los adornos también. Al lado de la sala está la biblioteca y el computador donde escribe. Los libros están acomodados en un par de repisas grandes y oxidadas, y hay revistas regadas en cualquiera de los muebles. Mientras el gato se pasea por la casa, Illán Bacca dice: “Todos quieren ejercer el poder, por más mínimo que sea”, y agrega: “Hasta el portero de un edificio”. Entonces cita una escena, no recuerda donde la leyó o la vio: un hombre llega a un edificio, el portero le pide los documentos, el hombre saca su billetera y le pregunta “¿estos le sirven?”; la respuesta del portero es memorable: “A mí no me sirven, le sirven a usted”.

Él todo lo que percibe como solemne lo vuelve chiste. Duda de todo aquello que se subtitule importante. Por eso su literatura apunta hacia otra parte. “La tradición de Colombia es una literatura solemne, grave, temas de violencia, donde siempre hay una presencia ominosa, siempre hay todas esas cosas que nos han hecho sufrir, meditaciones sobre ese sufrimiento. Yo no estoy tratando de hacer eso, sino que de pronto tengo una mirada bizca, yo le veo un poco el lado de atrás, el lado divertido de algunas cosas que para los demás pueden ser importantes y solemnes”, dice. Además cita la novela Asaltos, del escritor Víctor García Herreros: “Es una joya, en el año 29, en donde en medio de la solemnidad y la grandeza de La Voragine, en la costa este señor estaba escribiendo sobre alguien que coleccionaba bigotes”.

En la literatura hasta el acto de escribir está lleno de solemnidad. Truman Capote, por ejemplo, habló del látigo con el que se torturan los escritores. Para hablar de la escritura Illán Bacca no se coloca traje de gala, en una entrevista con El Espectador dijo: “La literatura es donde me siento más cómodo (…) me siento bien cuando escribo, hay gente que dice que sufre y que los nervios se le ponen de punta e invoca a la musa; pues a mí no me pasa nada de eso. Yo realmente me siento, ahora frente al computador —aclara— y las historias, puede ser que con alguna dificultad, en definitiva salen”.

La tía dorita

“No es fácil tratar con la tía Dorita. Es dura casi todo el tiempo. Con un luto perpetuo que ni ella misma sabe por qué. Bueno, esta casa es el reino del no saber por qué. No se sabe por qué la sala donde están los muebles del estilo Luis XIV siempre debe permanecer cerrada; no se sabe por qué los sillones tapizados y traídos de Bruselas que están en la sala del piano no son para sentarse sino para verlos y decir con todas las visitas: “¡Qué lindos Dora, son un verdadero tesoro!”; no se sabe por qué el cenicero de base de estaño y copa de plata nunca ha probado una pava de cigarrillo; no se sabe por qué todas esas copas de murano permanecen eternamente encerradas en la vitrina del comedor y no prestan servicio ni siquiera en las grandes ocasiones, ni siquiera cuando el obispo Joaquín, conde romano y camarero secreto de su santidad, vino a entronizar la imagen del Sagrado Corazón, que no sé quién envió de Medellín. Total siempre se está esperando el gran día, que nunca llegará, para sacar las vainas del postín. Bueno, con excepción de los candelabros de plata que a veces la tía Dorita coloca sobre el piano cuando toca a Chopin”, escribe Ramón Illán Baca en Deborah Kruel. La tía Dorita son todas sus tías, la tía Dorita es Santa Marta, es Colombia.

No sé hacer otra cosa 

—¿Cómo vas con tu novela?

—Lento, pero escribiéndola —responde, optimista.

Se ríe, levanta los hombros como diciendo qué más puedo hacer. Bebe un sorbo de agua, aprieta los ojos como intentando enfocar y sigue:

—Hace como cinco años empecé a escribirla, dos veces me la han rechazado; estoy rescribiéndola. Tengo fe en ella —dice con el entusiasmo de un escritor principiante.

—Dijiste que has estado muy mal con la vista, que tienes dificultades para leer, ¿cómo haces?

—Tengo que estar esperando que venga una secretaria dos veces a la semana porque ella es quien me lee. Por eso tan lenta la novela.

—Bien dijo Juan José Millás que el escritor no puede retirarse.

—Sí. Un día me encontré con un señor que ya murió…este tipo…este señor que se murió — frunce el ceño, sus ojos miran para adentro, intenta recordar —era un señor que ponía a leer el Ministerio de Educación.

No lo puede recordar. Se resigna. Me dice que tenía como 84 años cuando se lo encontró en una feria del libro y tuvieron el siguiente diálogo:

—¿Qué hace maestro?  —le preguntó cordialmente Illán Bacca.

—Escribir —respondió.

—¿Hay alguna editorial interesada?

—Ninguna.

—¿Entonces por qué escribe?

—No sé hacer otra cosa.

Hay un silencio, luce pensativo y dice: “Cuando se escribe a los ochenta años la gente no tiene expectativas en uno”.

—¿Y tú qué piensas?

—Me he divertido reescribiéndola —sonríe.

—¿Va a gustar?

—Bueno, a esta edad la novela puede ser mi canto de cisne o mi graznido de pato.

 

FUENTE: EL ESPECTADOR