La novela premonitoria de Juan Gossaín sobre el narcotráfico
Con la perspectiva que dan casi cuarenta años de historia, con muchos capítulos adicionales en la trágica historia del narcotráfico en Colombia ya revelados, La mala hierba puede leerse como una advertencia, como una crónica novelada que quiso llamar la atención sobre las grandes transformaciones socio-económicas, culturales y políticas ocasionadas por el tráfico de drogas en medio de una sociedad complaciente.
Juan Gossain no es un novelista instintivo, es un reportero nato que recurre a la ficción por razones casi instrumentales, como una forma de narrar hechos reales con mayor flexibilidad, sin comprometer las fuentes o revelar secretos innecesarios. La novela parece, por momentos, una investigación periodística. Hay descripciones minuciosas de los orígenes del negocio de la marihuana. Hay un trabajo de reportería concienzudo, obsesivo, que acompaña, digámoslo así, las peripecias de los protagonistas.
“La marihuana es la nueva forma de hacerse ricos, como el oro en el Far West. Se calcula que veinte millones de americanos están consumiendo esa hierba en este momento”, dice uno de los personajes al comienzo de la novela. Pero el narrador, comprometido con la verosimilitud, añade una nota de pie de página: “La frase alude a la situación en 1971. Nueve años después, en 1980, las estadísticas afirmaron que setenta millones de norteamericanos consumían marihuana”.
Al final del libro hay una larga conversación entre el protagonista (el Cacique Miranda) y un banquero pragmático, oportunista y conocedor (“mi oficio –dice– no consiste en delatar a la gente, sino en protegerla”) sobre el volumen del negocio de la marihuana y la distribución de los excedentes: 300 millones de dólares van a los cultivadores; 250 millones, a los dueños de las pistas clandestinas; 2.100, a los traficantes por avión; 1.370 millones, a los traficantes por barco, etcétera. Los datos son reales. La información, exacta. La conversación parece, así, un instrumento del reportero convertido en novelista para presentar el resultado de sus pesquisas.
La novela, en últimas, puede dividirse en dos partes entrelazadas: la extraordinaria historia del Cacique Miranda y su fortuna, y una investigación sobre los orígenes y las consecuencias del tráfico de marihuana en Colombia. Ambas van de la mano, retroalimentándose. Como en las novelas de Tobias Wolff, por ejemplo, el periodista desplaza con frecuencia al novelista y toma la palabra sin aspavientos ni excusas.
La historia del protagonista es una historia de movilidad social, tal vez la primera historia de movilidad social asociada al tráfico de drogas contada en Colombia. Vendrían después muchas más. El Cacique Miranda, hijo de un contrabandista de barriada, habitante de una ranchería del desierto, ayudante de bus en su juventud, termina amasando una fortuna fastuosa, casi ridícula, que incluía una mansión con paredes bañadas en oro de Filipinas.
Los odios atávicos entre dos familias del desierto (la Miranda y la Morales) definen, como un destino trágico, la vida del protagonista. En medio de la violencia intergeneracional, de las venganzas repetidas que se retroalimentan en una espiral sin fin, el Cacique Miranda construye la reputación de un hombre sin escrúpulos, dispuesto a todo. En conjunto con cierta habilidad comercial, esa reputación le permite escalar posiciones en el mundo del crimen organizado: las apuestas, el contrabando y, finalmente, la exportación de marihuana a Estados Unidos.
La historia de movilidad social tiene elementos de caricatura. Los Mercedes-Benz. Las fiestas en yates. Las rubias artificiales. El hijo del Cacique, estudiante de Harvard, frecuenta banqueros y hombres de negocios de medio mundo. Vive una vida licenciosa, extravagante, y termina casado con una hija de la vieja riqueza del país, en un matrimonio al cual fue invitado el mismo presidente de la república.
Pero esta historia es, en alguna medida, una excusa, una especie de artilugio periodístico para contar otra historia más inquietante, la de la transformación de la sociedad por el tráfico de drogas.
‘La mala hierba’ puede leerse como una crónica novelada que quiso llamar la atención sobre las grandes transformaciones socioeconómicas, culturales y políticas ocasionadas por el tráfico de drogas.
Todo cambia, en la novela, como consecuencia del negocio de exportación de marihuana. Los países, decía algún economista, primero exportan lo que son, pero luego, con el tiempo, son lo que exportan. En la novela, el negocio del tráfico ilegal de marihuana cambió las costumbres, las instituciones, la política y la moralidad pública. “Se perdió el pudor. Se acabó la vergüenza. Se cometieron todos los desafueros inimaginables”.
La monótona rutina cedió el paso a una suerte de frenesí, de locura colectiva. Las lealtades familiares desaparecieron. Los valores se transformaron. Los conflictos diarios se convirtieron en exhibiciones de poder de los nuevos ricos que amenazaban a aquellos que, por ejemplo, osaban importunarlos con el pito de sus vehículos en un semáforo. Los banqueros actualizaron convenientemente sus escrúpulos. Los funcionarios extranjeros se sumaron a la fiesta. La Policía se corrompió en todos los niveles. Nadie resistió el asedio del dinero. Las campañas políticas se convirtieron, a su vez, en pujas entre los dueños del negocio. Todos los ámbitos de la vida fueron trastocados por este negocio de exportación.
Esta novela, una suerte de crónica novelada, como ya dije, fue la primera en describir esa transformación que iría a definir la historia reciente de Colombia. Fue la primera en mostrar de qué manera el tráfico de drogas alimenta, desde abajo, una violencia sin freno que vino a sumarse a nuestras violencias históricas, a nuestros odios heredados. Trágicamente, La mala hierba es una especie de preludio, de anticipo a lo que vendría después, con mayor fuerza y mayor poder destructivo: el tráfico de cocaína.
La cocaína
Los hechos de la novela transcurren durante los años setenta, abarcan una década entera que va desde los inicios del negocio hasta su final abrupto, ocasionado por cambios legales y culturales en Estados Unidos. La bonanza marimbera fue corta, coincidió con el surgimiento de otro comercio de exportación más lucrativo, más duradero y con consecuencias mucho más dañinas: el tráfico de cocaína. Leída en retrospectiva, la novela contiene una suerte de contradicción o clarividencia paradójica. Los cambios sociales descritos, en ocasiones hiperbólicamente, no ocurrieron en Colombia durante los años setenta asociados al comercio de marihuana, sino más tarde, en los años ochenta, asociados a la cocaína.
En este caso, la realidad superó la ficción. Las hipérboles, las exageraciones deliberadas de la novela fueron rebasadas por los hechos, por lo que vendría después: los cambios socioeconómicos y políticos producidos por la consolidación de Colombia como el primer exportador de cocaína a los mercados globales.
En 1989, el escritor estadounidense Howard Kohn escribió para la revista Rolling Stone una extensa crónica que parece una continuación de la novela. Unos cuantos criminales de barrio, apoyados en su sentido comercial y una mentalidad asesina, construyen un emporio criminal a partir del tráfico de cocaína ante la mirada complaciente de buena parte de la sociedad. En 1989, Pablo Escobar apareció por primera vez en la lista Forbes, que reúne, casi como una provocación, a los hombres más ricos del mundo. En comparación, el Cacique Miranda parece un contrabandista provinciano.
Las audacias comerciales descritas por Kohn superan las de la novela: la reunión de 223 jefes mafiosos en diciembre de 1981 para crear un conglomerado de pequeños productores que permitiera ampliar la escala de operación y quedarse con el creciente mercado global de la cocaína, las avionetas arrojando panfletos sobre los estadios de fútbol con el fin de anunciar el acuerdo, las rutas caribeñas que reemplazaron un negocio artesanal, etcétera. De nuevo, el negocio de la cocaína superó con creces la historia de la novela.
Medellín, que había sido una ciudad tranquila, de trabajadores textiles y comerciantes inquietos, con una máquina de coser en cada casa, se transformó, en una década, de 1980 a 1989, en la ciudad más violenta del mundo. El cambio fue tan rápido que sus habitantes casi no podían creerlo. En 1989, después de la publicación del artículo de marras en la revista Rolling Stone, el entonces alcalde de Medellín reaccionó con indignación y amenazó con una demanda internacional. No se había percatado de que su ciudad (la mía también, recuerdo bien el momento) había perdido, incluso, la capacidad de contar los muertos del narcotráfico.
Por la misma época, en 1990, Gabriel García Márquez escribió un artículo que fue publicado en todo el mundo, en cientos de periódicos. No quiero pensar, sugirió, que antes de que esta guerra termine llegue primero el final de mi país. Ni el más imaginativo de los novelistas podía aceptar los excesos de la realidad. La mala hierba, insisto, parece un preludio trágico a los grandes cataclismos que vendrían después con el negocio de la cocaína.
La buena hierba
Desde los años noventa, las cosas han cambiado de una manera casi paradójica. Colombia sigue siendo el principal proveedor de cocaína a los mercados internacionales. Pero los efectos nocivos han sido menores. Es como si el país hubiera puesto en práctica, institucionalmente, podría decirse, una estrategia de reducción del daño. La tasa de homicidios es la menor en cuadro décadas, inferior a la que existía cuando se publicó por primera vez La mala hierba, en 1981.
Pero algo más cambió drásticamente. La mala hierba se convirtió en otra cosa, en la buena hierba, dirán algunos. En mi casa, en medio de otros remedios caseros, tengo unas gotas de un derivado del cannabis (CBD) que compré en Nueva York y me sirven para conciliar el sueño. Hace unos años, Colombia legalizó la exportación de derivados de la marihuana con fines medicinales y científicos. Decenas de compañías han llegado al país en busca de una oportunidad de negocios. Los antiguos contrabandistas han sido reemplazados por una nueva generación de emprendedores, los yuppies del cannabis. Como entonces, se hacen cuentas de grandes números, de miles de millones de dólares de bienes exportados.
Con una diferencia, ahora son legales. El debate sobre la legalización total de la marihuana parece más necesario que nunca. Este libro muestra, entre otras cosas, los efectos nocivos de la prohibición. Los muertos. La violencia. La destrucción institucional. En retrospectiva, todo aquello parece inútil. La mala hierba dejó de serlo, pero el legado de muertes y sufrimiento, por cuenta de una guerra imposible, hace parte ya del absurdo de nuestra historia.
ALEJANDRO GAVIRIA
Especial para EL TIEMPO*Cortesía Editorial Planeta