Lovecraft no creía en sus monstruos
Cuando se piensa en Howard Phillips Lovecraft, se piensa primero en tentáculos, y luego, se haya leído o no la biografía de Michel Houellebec, en un tipo solitario al que no le hacían demasiada gracia las mujeres, que vivía, como Norman Bates, con su madre, una Providence de aspecto lúgubre y mortecino, en la que los vecinos acechaban como criaturas del Averno, o, para él, como personajes del Necronomicón.
Cualquiera piensa, cuando piensa en Lovecraft, en un tipo que vive en su cabeza, la clase de tipo al que le traen sin cuidado los demás, en especial, si esos demás son mujeres, y que cree en algún tipo de orden divino, o maldito, que acabará con el caos de la existencia. Y ese cualquiera, sea quien sea, se está equivocando, porque, por más que de niño jugase a escuchar a las hadas, no hay nada más lejos de lo real que esa imagen entre romántica y terrible, que se tiene del genio de Providence, a juzgar por su ingente correspondencia, y su desdén, casi canónico, por todo lo que tenga que ver con lo paranormal.
“Durante años se ha cultivado una imagen de Lovecraft que no tiene nada que ver con el Lovecraft real. Se le ha visto como un recluso, un tipo aislado que apenas interactuaba con su entorno, cuando lo que ocurría era lo contrario. Lovecraft se muestra en todo momento preocupado por lo que lo rodea y en contacto con la realidad, a juzgar por sus sesudos análisis políticos. Fue alguien completamente materialista, que creyó en la ciencia por encima de todo, y que perpetró una cruzada personal contra todo lo inexplicable”. El que habla es Óscar Mariscal, estudioso de la obra de Lovecraft, y responsable del volumen Confesiones de un incrédulo (El Paseo), antología de textos escritos por el autor de En las montañas de la locura, en los que se dibuja como un niño prodigio que fue, en sus palabras, “iniciado en los mitos de la Biblia y Papá Noel” a los dos años, y que luego se obsesionó por los cuentos de los hermanos Grimm y Las mil y una noches, pasó a interesarse, con tan sólo seis años, por el pensamiento grecorromano (y los mitos, también, helénicos), y cayó rendido, algo más tarde, a la astronomía.
“Mi postura ha sido siempre cósmica, contemplando al hombre como si viniera de otro planeta”, relata en el texto que abre el volumen, y que da título al mismo.Revela, el propio Lovecraft, el porqué, sin ir más lejos, del seudónimo Abdul Alhazred —durante una época se declaró devoto musulmán—, pero también, el porqué de su escepticismo, e incluso su primera manifestación, con implicaciones religiosas: “Mi primera manifestación positiva de naturaleza escéptica tuvo lugar, probablemente, antes de mi quinto cumpleaños, cuando me dijeron lo que en realidad ya sabía; esto es, que Papá Noel es un mito.
Esta revelación me llevó a preguntar por qué Dios no era igualmente un mito”. Habla, asimismo, de su familia —“el ambiente en el que nací era el de la típica burguesía americana urbana y protestante, en teoría ortodoxa pero en la práctica muy liberal, para la cual, la moral, más que la fe, constituía el verdadero principio”—, y, por supuesto, de sus ideas políticas. En Un profano se dirige al gobierno está hablando de la crisis de 1933 pero podría estar hablando de hoy en día cuando habla de las voces que pretenden “restaurar” algo que América tuvo “y ha dejado de tener”, y contra las que dice, hay que luchar, en favor de algún tipo de socialismo.
Aunque Lovecraft se sintió fascinado por el fascismo desde la toma del poder en Italia por Mussolini en 1922, como recuerda Mariscal en el prólogo al volumen, no concretó su ideario político hasta la crisis del 29. En una carta de la época, previa a Un profano se dirige al gobierno, asegura: “Social y políticamente hablando soy tory, zarista, patricio, fascista, nacionalista, militarista y partidario de la oligarquía”, aunque más adelante, empezó a decantarse por un “socialismo inteligente”.
“La sensación con Lovecraft es que cada uno se ha hecho un personaje a medida, pero aquí está el real”, dice el estudioso, responsable también de la traducción del volumen. La mayor parte de los textos reunidos no fueron escritos para ser publicados, dice Mariscal, y hoy siguen sin ser de dominio público. Entre ellos hay una carta escrita en forma de artículo, y extraída de su correspondencia privada, que da buena cuenta de su aversión al espiritismo y a cualquier historia paranormal que se haya tenido por cierta, algo de lo que en la época (1931) se hablaba a menudo.
Para los amantes de su literatura, la colección contiene un pequeño regalo: un listado de relatos, organizados por autores (Edgar Allan Poe, Arthur Machen, M. R. James, Lord Dunsany, E. F. Benson, figuran entre ellos), acompañados de una somera descripción que, en realidad, es la descripción de aquello que Lovecraft encontraba interesante en cada uno de ellos. La herramienta que extrajo para, quizá, crear algo propio. Es decir, Lovecraft recopilaba argumentos que le resultaban interesantes con la intención de, quizá algún día, jugar a darles la vuelta. O no. “La intención era dejarlo hablar a él”, dice Mariscal, y hacerlo por primera vez en español, puesto que en Estados Unidos “se han publicado incluso sus crónicas de viajes”.
Porque aunque Lovecraft fue muy pobre —esa es la única razón, apunta el compilador, de que su vida fuese pequeña, es decir, no transcurriese muy lejos de su casa, y no la falta de interés en el mundo—, viajó, y cuando lo hizo, escribió sobre lo que vio. “Podría decirse que sus monstruos eran el desahucio y el hambre”, y, quizá, la soledad. En definitiva, he aquí, por fin, la llave a la mente del tipo que creó el terror contemporáneo consciente de que los verdaderos monstruos no tienen nada de fantástico.