Reivindicación de la mujer borrada: María Lejárraga, ‘en la sombra’ de su marido y plagiada por Disney
De ‘Canción de cuna‘, la obra firmada por Gregorio Martínez Sierra, existen hasta cuatro versiones cinematográficas. Desde la primera de los años 30 rodada en Hollywood por el primerizo artesano Mitchell Leisen hasta la última de José Luis Garci, pocos relatos se antojan tan reveladores en su cándida y conmovedora sencillez. Básicamente, se trata de la historia de un pacto en el que ganan todos. Un niño aparece abandonado a las puertas de un convento. El médico que lo atiende acepta convertirse en padre, por aquello de las apariencias, el rigor social o la simple caridad. Las monjas, por su parte, se encargarán del resto, por aquello del amor esencialmente. El crío crece saludable; las mujeres viven orgullosas de su carnal maternidad, y el doctor, a sus quehaceres. Quién sabe si la autora, que no autor, del drama quiso hacer pasar por ingenuidad lo que en verdad podría considerarse una elegante y hasta ligeramente cómica lectura de su propia situación.
Desde su boda en 1900 con Gregorio Martínez Sierra, María de la O Lejárraga (San Millán de la Cogolla, La Rioja, 1874 – Buenos Aires, 1974), la autora nacida en La Rioja pero instalada en Carabanchel Bajo (Madrid) desde los cuatro años dejó de firmar sus escritos. Sólo Cuentos breves, de 1898, habían aparecido con su nombre de nacimiento. Habría que esperar a la muerte de su esposo, del que estaba separado en 1922, para asistir al regreso de su firma. Pero ya con los apellidos cambiados: María Martínez Sierra. Durante todo ese tiempo, una de las más prolijas dramaturgas de su tiempo -además de novelista, ensayista y traductora- firmó siempre con el nombre de su marido.
Ella redactaba y hasta renovaba la escena en soledad y su esposo recibía los aplausos en público. Ella era la autora de la ya universal Canción de cuna y de más de medio centenar de obras, así como de los libretos de El sombrero de tres picos y El amor brujo de Falla, pero lo era en silencio. Se diría que, como en la más famosa de sus obras, todos ganaban. Ella conseguía dar rienda a su pasión, la escritura, sin tener que soportar las maledicencias de una sociedad agresivamente machista; él se exhibía como el hombre de mundo que era y ejercía de director sobre el escenario, y los dos, en cómplice armonía, veían de crecer sana a la criatura.
«La teoría más habitual y celebrada», comenta Laura Hojman, «es que hubo un beneficio mutuo. Eran una marca. Ella escribía y él ejercía de relaciones públicas. Sus obras llegaron a conocerse donde quizá nunca hubiera sido posible si ella hubiera aparecido como la autora que era». Laura Hojman es la directora del documental A las mujeres de España. María Lejárraga recién estrenado que no sólo revisa la figura de la escritora sino que, a su manera, pone en entredicho, o discute, o simplemente obliga a la reflexión sobre eso que su tiempo, que es el nuestro, aceptó con tanta tranquilidad y sin culpabilidad de ningún tipo. «No hay que olvidar», precisa la directora, «que era un secreto a voces. Todo el ambiente intelectual, desde Juan Ramón Jiménez a Joaquín Turina pasando por Falla, con el que viajó a Granada y con el que trabajó codo con codo, lo sabían, pero nadie protestó por el borrado».
La biografía de la Lejárraga de Antonina Rodrigo lleva por título Una mujer en el sombra y pocas definiciones más explícitas y acertadas. Nadie parecía ajeno que ella era la escritora fantasma, de su marido. «Lo curioso, y queda por ver hasta qué punto no había algo de maldad en ello, es que hasta los discursos feministas que Gregorio daba en el Ateneo los escribía ella», comenta Hojman justo después de poner en valor, por su actualidad y atrevimiento, el libro Cartas a las mujeres de España, donde, y pese a animar con pasión a la libertad y a la independencia femenina su nombre no aparece en parte alguna.
La idea del documental por el que aparecen las voces de Rosa Montero, Vanessa Montfort, Isabel Lizarraga, Juan Aguilera o Remedios Zafra además de su biógrafa, no es tanto denuncia del silencio, que también, como puesta en perspectiva. No se trata tanto de discutir una autoría que, por lo demás, queda suficientemente demostrada («Hay constancia en la correspondencia de ello y de que, incluso ya separados, él seguía acudiendo a ella para demandar más material»), como trazar a través de la biografía de Lejárraga la verdadera profundidad de una injusticia que abarcaba a la sociedad entera. Ella, en definitiva, acaba siendo la figura entregada como sacrificio a la versión más evidente de eso llamado patriarcado. Y la sombra de Lejárraga aún nos alcanza a fecha de hoy.
«Conviene dejar claro», comenta Hojman, «que, como explica Monfort en la película, autor es el que escribe. No el que da ideas o piensa o sugiere, sino el que se sienta y, sin la ayuda de nadie, escribe. Y eso siempre lo hizo María. Nadie más». Y sigue: «Por otro lado, el ocultar este hecho o el ser condescendiente con la interpretación oficial de la colaboración tiene la consecuencia añadida de robar un referente a las futuras generaciones. También esto es memoria histórica. Como señala Rosa Montero, que una figura como Clara Schuman dejara de componer en determinado momento tiene mucho que ver con estar sola, con no disponer de modelos».
Pero la callada humillación del silencio tuvo una doble vuelta algo más ruidosa. Por atreverse a contar la verdad en su libro autobiográfico Gregorio y yo (1954), María Lejárraga sufrió todo tipo de humillaciones y desdenes. «Fue una doble condena», subraya la directora. Y hubo más. Si dolorosa fue la separación de su marido que, enamorado de la actriz Catalina Bárcena, la dejó sin en verdad dejarla del todo (siguió la sociedad de escritura), terrible fue el gran desengaño que sufrió en 1947 cuando, a la muerte de Gregorio, la hija que éste tuvo con su nueva pareja reclamó para sí los derechos de su padre. «Todo ello no impidió, sin embargo, que María fuera una persona de un optimismo desbordante y que siempre entendiera el feminismo como un ejercicio de liberación que invitaba a las mujeres a vivir con pasión cualquier pasión lejos del engaño que ella siempre denunció del amor romántico». Lejárraga llegó a ser diputada socialista en la Segunda República, una experiencia que relató en su libro Una mujer por los caminos de España (1952), redactado desde el exilio.
Pero como todo lo que puede ir mal acaba por ser aún más triste, el último desengaño de Lejárraga, la última humillación, le llegó del lugar más inesperado. En 1951, le envió a Walt Disney el cuento Merlín y Viviana a modo de idea para una película. El oligarca del entretenimiento se lo devolvió sin más. Se contaba la historia de amor entre una gata y un perro, aristócrata una y callejero el otro. Cuando vio La dama y el vagabundo sintió, de nuevo, el padecer de siempre. No queda claro cuánto de parecido puede haber entre una historia y otra y hasta si la célebre película no empezara a gestarse desde antes de la escritura del relato. Sea como sea, como confesaba en una carta a su traductora al inglés, la amargura quedó ahí, como, otra vez, un niño abandonado quizá a las puertas de un convento.