Reyna Pastor, la voz de los desheredados de la historia
Cuando en 1962 Reyna Pastor, historiadora medievalista argentina fallecida el pasado sábado, viajó por primera vez a España, conoció en Madrid —siempre lo decía— el Archivo Histórico Nacional y un mundo muy gris. De origen gallego y asturiano, nació en 1925 en Buenos Aires, la misma ciudad donde Claudio Sánchez Albornoz, presidente de la república española en el exilio, fundó el Instituto de Historia de España para continuar con sus truncadas investigaciones sobre el pasado medieval de los reinos hispanos. A él se incorporó Reyna Pastor acabados sus estudios universitarios. Apartada pronto de las teorías de Sánchez Albornoz y embarcada en un viaje teórico y metodológico que le llevó al materialismo histórico, siempre reconoció a don Claudio como un maestro a quien debía una enseñanza fundamental, la del rigor en la investigación y la certeza de que, para ser historiadora, tenía que ser paciente y rigurosa.
Su dedicación a la historia de la España medieval tomó pronto un camino propio, el de la historia social y económica de las comunidades campesinas, de sus resistencias y luchas frente a los poderosos feudales, el del estudio de las formaciones sociales a uno y otro lado de la frontera entre el islam y el cristianismo y, posteriormente, el de la construcción de una metodología de análisis colectivo e individual de la historia de las mujeres. Un conocimiento profundo de la historiografía francesa y su amistad con grandes medievalistas de la época como Georges Duby, Jacques Le Goff o Witold Kula, entre otros muchos, le permitieron incorporar a su campo de estudio los avances en la historia de las mentalidades, la demografía y la antropología histórica, las estructuras familiares y la historia cuantitativa que se estaban produciendo en el mundo académico francés sin renunciar nunca a su convencimiento de que los factores económicos explicaban las dinámicas sociales. Su sólida formación teórica —apabullante, a veces— le dio una voz autorizada en los debates sobre la formación y conceptualización del feudalismo. Su capacidad de abrir nuevos temas y de esbozar grandes interpretaciones han contribuido a que su obra se mantenga fresca y vigente décadas después de haberse escrito y en un contexto historiográfico alejado de algunas de las preocupaciones que marcaron el medievalismo de los años setenta y ochenta del siglo pasado.
En 1976, las amenazas de la dictadura militar argentina, las desapariciones de alumnos y profesores —contaba la angustia que le producía ver que faltaba alguien a clase y no saber si volvería o no—, el cierre de las universidades, la intranquilidad y el miedo, forzaron a Reyna Pastor, como a miles de argentinos, al exilio. Cuando llegó a Madrid tenía 50 años, dos niños pequeños, prestigio profesional y amigos como el gran medievalista Abilio Barbero o Gonzalo Anes, que le ayudaron a instalarse y a retomar su carrera docente en España. Encontró acomodo en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Complutense de Madrid, escribió una nueva tesis doctoral, Resistencias y luchas campesinas en la época del crecimiento y consolidación de la formación feudal. Castilla y León siglos X-XII, publicada en 1980 por la editorial Siglo XXI y que es aún una referencia obligada en las aulas universitarias, y en 1987 se incorporó al Instituto de Historia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), hasta su jubilación en 1997.
Siendo enorme su figura en el avance del conocimiento sobre la Edad Media, Reyna Pastor fue mucho más que eso. No se arredró ante un mundo académico masculino y todavía bastante gris y desplegó su personalidad pausada y elegante con una firmeza inusual en un contexto universitario en el que las catedráticas de Historia se contaban con los dedos de la mano. Su independencia no siempre fue bien recibida. Impulsó las traducciones al español de las obras fundamentales que estaban marcando en el ámbito europeo las nuevas líneas de la investigación histórica, y siempre conseguía que sus autores y autoras presentaran su investigación en el CSIC, creando vínculos que beneficiarían a quienes estuvimos bajo la tutela de aquellos grandes en nuestras estancias en universidades y centros de investigación extranjeros. Apoyó, generosa e incansable, a quienes llegaban de Latinoamérica porque nunca olvidó el desgarro del exilio. Creó dinámicas de trabajo en equipo y demostró que, frente al trabajo solitario que constituía la práctica habitual, los proyectos de investigación en Humanidades tal y como los concebimos actualmente podían transformar la manera de abordar el estudio especializado de la historia. Y fue un modelo para varias generaciones que encontramos en ella un referente de cómo queríamos ser historiadoras.
Proyectó una mirada compasiva hacia aquellos desheredados de la historia que muy fugazmente se vislumbran tras lo oropeles de los poderosos. Ahí se ve cómo, en la obra de Reyna Pastor, siempre se imbricó lo vivido y lo estudiado.