Si un escritor apoya a un dictador, ¿empeora su obra?
¿CUÁNTOS SERES distintos puede ser una persona? Si tiene suerte, varios y algunos de ellos contradictorios entre sí, porque la vida que cambia es más interesante. Pero somos una especie justiciera, y más ahora que el pasado ha muerto y nada se olvida, borra o prescribe, sino que todo, cada palabra e imagen, está presente en la Red. Si le sumamos a eso la tendencia a disparar al bulto y no atender a los matices, sabremos lo difícil que resulta hoy día separar a cada persona de aquello que no nos gusta de ella. Por ejemplo, a un escritor de su ideología.
No hay más que ver la polémica que ha levantado la concesión del Nobel de Literatura a Peter Handke, por su antigua defensa del presidente yugoslavo Slobodan Milosevic, en cuyo funeral estuvo y cuya condena le llevó a calificar de “ilegítimo” al Tribunal de La Haya. Su negación del genocidio cometido contra los musulmanes por el instigador de la guerra de los Balcanes y los suyos es bastante explícita en sus libros Justicia para Serbia o Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Save, Moravia y Drina. Él lo niega todo, pero en su nueva obra, La ladrona de fruta (Alianza), deja caer opiniones indigestas “contra las jóvenes con velo” y se defiende, a su modo, atacando a quienes no se equivocan porque nunca toman partido, “esos inaccesibles, los que no tienen ojos ni oídos para nada, nada los sorprende, de nada les alcanza un destello o un reflejo”. ¿Por dónde separamos al escritor magnífico del hombre poco edificante?
Flaubert creía “que el espíritu del artista debe ser como el mar, lo bastante amplio para que no se vean sus límites” y Claudio Magris que “los escritores más grandes son esos cuya perspectiva abarca 360 grados”, así que ambos están de acuerdo en la idea de que la militancia limita. Pero ¿también empeora las obras de quienes ondean una bandera? ¿Repudiamos a Ezra Pound, un gurú de la poesía moderna, o las novelas de Céline, por el apoyo de uno y otro al fascismo? ¿A Alberti por sus odas a Stalin o Mao? ¿A los falangistas que aquí respaldaron a Franco y a Günter Grass porque el autor de El tambor de hojalata estuvo de joven con los nazis? Borges secundó la dictadura en Argentina, pero criticaba hasta tal punto el comunismo de Neruda —y su silencio sobre Perón— que se burla cruelmente de él y de su Canto general en El Aleph, donde el chileno aparece bajo el nombre de Carlos Argentino Daneri, “un poeta inconcebiblemente malo y evidente imitador de Whitman”.
En 2020 se cumplen 50 años del suicidio de Yukio Mishima, otro genio narrativo que se hizo el harakiri tras encabezar un patético golpe de Estado que pretendía rehabilitar el poder absolutista del emperador de Japón. El autor de Confesiones de una máscara rechazaba la democracia y dejó opiniones como esta: “Siempre apruebo una acción bella, aunque sea un atentado terrorista”.
Pero en España evocaremos, sobre todo, el centenario de la muerte de Galdós, que no ganó el Premio Nobel en 1913 porque un grupo de intelectuales españoles conservadores inundó la Academia Sueca con telegramas y cartas en los que lo acusaban de feroz liberal y de rabioso anticlerical, sin duda porque era diputado de la Unión Republicana y presidente de la Conjunción Republicano-Socialista.
¿Quién dice que no se puede ser incluso, a la manera de Mario Vargas Llosa, un neoliberal que escribe novelas de izquierdas como La fiesta del Chivo o la reciente y memorable Tiempos recios? No nos gusta lo que le gustó a Peter Handke, que tanto ha escrito sobre nuestro país, pero qué buenos momentos proporciona la lectura de La ladrona de fruta.