Ted Chiang: “Ir a Marte es ‘supercool’, pero no resolverá los problemas de la Tierra”
Ted Chiang se toma su tiempo, siempre: ha escrito 19 relatos en 30 años, traducidos en sólo dos libros, La historia de tu vida y Exhalación (Sexto Piso; Mai més, en catalán), que le han bastado para convertido en el escritor del momento de la ciencia-ficción, el nuevo Isaac Asimov, ese autor que leía con 11 años y que le llevó a la escritura y la narrativa especulativa. Hablando es igual: en sus largas respuestas, se para unos segundos en medio de una frase, mira constantemente al infinito, cierra los ojos… Lo han podido comprobar quienes han asistido esta tarde a su estelar intervención telemática en el festival Kosmopolis que organiza el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB). Y es que, como en sus textos, la carga filosófica tácita de sus reflexiones es de tal calado que requiere cierta calma.
Por ejemplo, a rebufo de su relato El ciclo de vida de los elementos de software, la premiada profesora de Robótica del CSIC-UPC Carme Torras y el periodista científico Toni Pou, sus interlocutores, le preguntaron si los humanos acabarán conviviendo con especies digitales que puedan sentir como ellos. “Que las máquinas simulen emociones me parece superinteresante, pero estamos superlejos de construir cosas que sientan dolor; no creo que los robots o un software tengan experiencias subjetivas; aún quedan muy lejos los ratones-robot o los perro-robot: estamos, a penas, en la fase ameba-robot”, ha empezado. Para acto seguido, repreguntarse él solito, como retándose a sí mismo: “Lo que me preocupa es quién quiere hacerlo y cuál es el objetivo de tener cosas que parecen que estén contentas o tristes, el por qué se hacen… Y es posible que se hagan por razones no muy nobles, como ganar montones de dinero o para formar y adoctrinar a gente”. Y añade: “Suelen hacerlo grandes corporaciones y siempre hay que sospechar de ellas”. Y así durante hora y media.
La propuesta ha fascinado a los asistentes tanto por el fondo como por la forma, esa cadencia pausada del habla de Chiang que daba pátina de tranquilidad a planteamientos inquietantes, como si falta poco para que las máquinas puedan ser humanas. “Tampoco sé qué significará para una máquina ser una persona humana”, empezó, desconcertante. “Que una máquina pueda hacer determinadas operaciones por segundo no es ser humano: eso es solo uno de los cien requisitos que deberán saber hacer para poder ser como nosotros; eso es como si te dicen que puedes pintar la Mona Lisa si has leído mucho de pintura”, ejemplifica.
Como en Exhalación, el relato que da título al libro, donde un androide desmonta su cabeza y hace un brutal descubrimiento sobre el pensamiento, la pregunta sobre si el cerebro humano será capaz de entenderse a sí mismo era tentadora. Y como Chiang dice que lo que más aprecia del género de la ciencia ficción es “su capacidad de recontextualizar: una cosa nueva en un contexto nuevo la percibimos y nos informa de manera diferente”, fue a ello sin despeinarse. “No hay ningún sistema tan complejo como el cerebro: no creo que nunca lleguemos a entenderlo al cien por cien, como le ocurre a mi personaje”. Y hasta una broma sobre cómo sería para él la cuidadora perfecta a raíz de su cuento La niñera automática, patentada por Dacey, a partir de una obsesión empresarial por crear ese robot ideal, la ha elevado un escalón: “La pregunta es cómo nos está cambiando la tecnología y lo está haciendo como lo hizo el hecho de escribir, la escritura, que es una tecnología también; es evidente que, contrariamente a como apuntan muchos, no nos cambiará a partir de implantes o de cirugía invasiva en nuestros cuerpos, sino que habrá alguna manera nueva de interactuar ante el ordenador, una interface determinada que, eso sí, nos permitirá pensar cosas que no hemos pensamos hasta ahora”. Tendrá, sostiene, “un impacto muy profundo, el mismo que nos han causado la escritura o el vídeo en nuestra manera de pensar”.
En lo que parecía un desafío tácito del circense más difícil todavía aplicado al pensamiento filosófico-científico, ha aparecido, claro, uno de los temas más queridos en las narraciones del escritor estadounidense de origen chino, de 53 años: ¿es el ser humano verdaderamente libre para elegir su destino?, incomodidad de fondo en La historia de tu vida (el relato que dio pie al filme La llegada) y de El comerciante y la puerta del alquimista. “Es imposible predecir el futuro con más velocidad que el futuro mismo; nunca conoceremos el futuro”, ha vuelto a asentar como primera premisa de su respuesta. Y acto seguido, se ha enfrentado a la mismísima Física: “Dice que no tenemos libre albedrío porque nuestro cerebro actúa como una máquina y eso es incorrecto: la decisión de hacer a ó b la toma nuestro cerebro a través de combinar o analizar una serie de inputs, cierto, pero que son fruto de todo lo que uno ha experimentado, leído, sentido o reflexionado y esa combinación supercompleja sólo lo puede hacer nuestro cerebro y eso es lo que queremos del libre albedrío, que se basa sobe lo experimentado: esa elección es única y exclusivamente tuya…”. Y tras una leve pausa, el golpe final: “Porque somos máquinas complejas tenemos libre albedrío”.
Tras asegurar que “ciencia y religión no deberían ser enemigos, deberían poder coexistir, como en los inicios de la historia de la ciencia, cuando los científicos eran profundamente religiosos: una mejor compresión del universo no tiene por qué restar significado a la nueva vida” (todo culpa de su relato Ónfalo, donde una nueva teoría astronómica parece destruir la idea científica de que Dios creó el mundo), Chan ha parecido relajarse. Ha sido en la recta final del encuentro, cuando se le ha inquirido que por qué no aparecía nunca en sus relatos nada de la exploración espacial. “No me es útil como escritor, busco preguntas más filosóficas”. ¿Y lo de vivir en Marte? Se ha repreguntado solo, claro: “Pero ¿qué quieren conseguir teniendo gente en Marte? Ir a Marte y vivir ahí es supercool, pero como seres humanos más nos vale ser supercool aquí; la sensación es que queremos ir allá como una manera de escapar de los graves dilemas de la Tierra: sí, ir a Marte es superchulo, pero no ayudará a resolver los problemas de la Tierra”.
La relajación permitió a un hombre de prefijos superlativos en el habla una pequeña excursión a la trastienda del escritor, que admitió que para perfilar su particular alquimia entre filosofía y ciencia-ficción (“el género es una buena manera de entender las grandes preguntas filosóficas sin la estructura que utiliza la filosofía en sus debates”) tarda meses y siempre a partir de las ideas que le torturan aún tras un buen lapso de tiempo. “He de saber cómo acabará la historia antes de empezar a escribir; es más, el primer párrafo que escribo siempre generalmente suele acabar hacia el final de la historia, y cuando tengo ese destino es cuando decido si lo relataré en primera o tercera persona”.
Y cuando parecía que la cosa acababa ahí, hasta una intervención del público no ha dado tregua al reto intelectual: ¿Podrán las nuevas tecnologías sustituir el lenguaje de las palabras; y si es así, ¿dejaremos de ser humanos? De nuevo, vista al horizonte de Chiang: “Hay más de una manera de ser humanos; la esencia del ser humano es que somos adaptables… Habrá probablemente un lenguaje computerizado que será extraño para nosotros, pero eso no nos hará menos humanos: serán humanos diferentes a nosotros, como nosotros los somos ya de una sociedad que sólo tiene tradición oral y no escrita”. El ser humano diferente, por ahora, es Ted Chiang.