Una sombra en la biblioteca
Ni tan siquiera la batalla contra el pulpo gigante. Lo que me subyugaba de Veinte mil leguas de viaje submarino era que en aquella máquina condenada al movimiento sinfín en los fondos abisales cubertería y platos llevaran la inicial del anfitrión, parados en comedor de roble y ébano. Y, claro, los 12.000 volúmenes de la biblioteca, que deja anonadado al invitado forzoso, el profesor Aronnax. “Son los únicos lazos que me ligan a la tierra”, le confiesa el capitán Nemo. Me ocurre lo mismo. Y comparto también con el misántropo marino que de mis anaqueles está proscrita toda obra de economía política, hastiados de los tiempos y especímenes que nos han tocado en suerte en este viaje.
Tengo tres ediciones distintas de la novela de Verne. Una es pura nostalgia: es de 1970, con sospechosa coincidencia entre adaptador (S. Soriano) e ilustrador (¡Soriano!), en la biblioteca juvenil Roma de la Editorial… ¡Roma!, en otra no menos inquietante concomitancia. Debería haber sospechado, pero tenía siete años y era mi primer Verne. La última edición, con las ilustraciones clásicas de Riou, me permitió deshacer el entuerto que arrastré años: creía haber leído la obra, hasta que al ver esa me percaté de que entre una y otra distaban 480 páginas. No, no me he desecho de la primera: es un momento de mi vida y tiene unas coordenadas específicas de espacio y tiempo y espíritu. Y así con todos los libros, lo que explica que algunos hayan mudado ya seis veces de piso conmigo.
Esa misma razón es la que hace que tenga cuatro o cinco de un autor que hoy me sorprende que me sedujera. Su tiempo pasó para mí, pero por respeto a la fecha que pongo al final de cuándo los he leído, tras segundos de titubeo vuelven al anaquel, luego de soplar el polvo y remover sus hojas. Tras ello suelen aparecer recortes de prensa sobre autor y obra, dibujos furtivos de mis hijos o hasta una pluma de las que se ponen en la mona de Pascua. Quizá no recuerdo aspectos de la trama, pero puedo fijar con exactitud de entomólogo enfermizo si fue regalado o adquirido y cuándo, dónde y en qué circunstancias anímicas lo leí.
La conservación de los ejemplares y su asentamiento por cualquier rincón de la casa puede intelectualizarse
La conservación de los ejemplares y su asentamiento por cualquier rincón de la casa puede intelectualizarse, incluso. Por ejemplo: ¿para qué quiero dos ediciones del Tristram Shandy, de Laurence Sterne? Pues porque ante la versión de Joaquim Mallafré o la de Javier Marías me es imposible discernir la mejor y descartar la otra. Es irresoluble. Ergo, se quedan las dos… Y así, hasta donde quieran a partir de ediciones originales, con o sin prólogos o notas, ilustradas o no…
En principio, la biblioteca no debería expandirse infinitamente como el universo, pero lo hace. Y ello, a pesar de que hay un centenar de ejemplares aún envueltos en su celofán, o sea, no ya por leer sino por estrenar. La teoría esgrimida cuando ya no me dejan entrar en casa con más es doble. Una es que estoy esforzándome en los arcanos del Tsundoku (arte japonés de comprar muchos libros y no leerlos). No suele colar. La otra, que es tan o más importante poseer el libro que se va a consumir inmediatamente como uno que tardará en serlo. Tengo comprobado que tendrá su momento. O sea, estamos por la compra impulsiva y compulsiva, máxime cuando a menudo un ejemplar puede no volver a cruzarse en la vida de uno. Y así habremos perdido la posibilidad de entendernos un poco más a nosotros mismos.
Viene todo esto a cuento porque, en dos semanas, el azar me ha enfrentado con la necesidad de ordenar y jibarizar tanto la biblioteca profesional como la personal. En el primer caso, para facilitar la limpieza de la oficina para los compañeros, entrañables liquidadores de Chernóbil que han decidido regresar, añorados, a la redacción. Para resumir, la razón sanitaria se ha impuesto al argumentario de que me era difícil desprenderme de nada porque no sabía cuándo me podría ser útil.
En casa ha sido distinto: se trataba de forzar al hijo mayor a fusionar su ya notable biblioteca con la de su progenitor. La operación debía ser rápida y permitir una purga de títulos repetidos. Nada. A fracasar en lo primero contribuyó que no hay ejemplar que no contenga marcas. Lejos de un sacrilegio, es un homenaje: los libros nos enseñan a vivir, son manuales de uso de la existencia y nos dicen qué somos, de qué adolecemos. Proyectan nuestra sombra. Lo dijo mejor el poeta José Emilio Pacheco: “No leemos a otros; nos leemos en ellos”. Y porque no queremos olvidarlo, lo subrayamos. Los códigos de mis huellas de lectura han mutado: empecé con un respetuoso, por casi invisible, subrayado; luego, como Borges, notas en letra minúscula en las guardas. Con los años, el atrevimiento a aplaudir (vía asteriscos) o a un mínimo diálogo con el autor, en los márgenes de las páginas.
Todo lo resaltado, que uno pronto no recuerda, se antoja justificado y vital. “Lo heroico no es un acto, es la constancia; no es un punto luminoso, sino una fina línea indestructible en su modestia”, resalté del Victus de Sánchez Piñol. “Necesito tratar con buenas personas”, destaqué del pobre príncipe Myshkin de El idiota, de Dostoievsky… Miré al azar. “En suma, la vida tiene un elemento de diabólica coincidencia que las personas demasiado inclinadas hacia lo prosaico no llegarán a percibir nunca”, hace reflexionar Chesterton al padre Brown. Pura casualidad encontrarlo ahora. O no: quizá es la prueba de la coherencia de toda biblioteca, del diálogo secreto que los libros de uno mantienen entre sí.
Un inventario aleatorio constata 11 libros de Graham Greene, 12 de Kafka, 18 de Marsé, 22 de Pla y 41 (estante monográfico, doble fondo) entre los vecinos Vargas Llosa y Vázquez Montalbán. No sé qué dice de uno todo esto. En cualquier caso, contemplarla me recuerda quién quise ser, quién soy y dónde he estado y, cuando tenga tiempo (dos terceras partes están por leer), me indicará adónde quiero ir y en qué me habré equivocado hasta ahora.
No hice purga. Tampoco acabé uniendo las dos bibliotecas: de ejecutarlo, habría difuminado la personalidad del mayor. Le debo otra disculpa.