Viaje literario a la Bogotá del pecado, en el siglo XIX
El escritor colombiano César Mackenzie nos interpela con una historia impecablemente escrita que recupera sin candidez ni complacencias la memoria de tiempos que, aunque ya lejanos, insisten y persisten como susurros entre las paredes y bajo las calles empedradas. Es una Bogotá del siglo XIX, la capital en la montaña, la cárcel de los Andes, de la gente vestida de negro que se ocultaba del frío y del pecado.
En la contratapa de ‘Las diecinueve enaguas’ (Animal Extinto, 2019) un grabado del ‘Papel Periódico Ilustrado’ muestra una multitud de bogotanos saliendo de la catedral: sombreros, pañolones, mantillas y paraguas esconden un paisaje social de normatividades que se aceptan ciegamente, de sumisiones decorosas y servilismos conformistas, de silencios e imposturas, de complicidades clandestinas, de dogmas, miedos, muerte y fantasmas.
Con su novela, Mackenzie transporta a lector a la Bogotá de dos siglos atrás, que es la Bogotá de hoy y que será, con certeza, la misma dentro de cinco décadas. Una capital fría, pacata y moralista que husmea desde los balcones y se persigna para ahogar la culpa.
¿Qué anécdotas reales lo inspiraron y nutrieron las historias de esta novela?
Es una novela sobre matar a la madre y sobre algunas prisiones: la maternidad, el matrimonio, la fidelidad. Una imagen perturbadora fue la de una mujer que había muerto “emparedada” en Bogotá a finales del XIX (que cuentan las crónicas de la ciudad). ¿Cómo habría sido eso de morir entre dos paredes? Aunque esa historia no está directamente en la novela, ese nivel de sevicia me sugirió todo un mundo de relaciones familiares, con sus pervertidas leyes, que yo acabé de alterar.
Otra anécdota fue la de un pariente que combatió en la guerra civil de 1876, la llamada Guerra de los colegios; allí lo secuestraron, perdió el juicio y aun así fue después secretario y militante de una secta de caridad, muy al estilo del XIX colombiano: católico, político-militar y con pretensiones de intelectual. ¿Qué tipo de sociedad puede ser una que no conoce sino la religión y la guerra? La investigación la hice en función de la trama: lo que ella me iba pidiendo, yo le iba dando. Es una forma de entrar al pasado, a la historia, que es infinita.
¿Cómo fue el proceso de construcción del lenguaje, de una época bogotana tan antigua?
Para poder hacerme una idea de cómo hablaban en el XIX recurrí al periodismo, a la literatura y a la lectura de correspondencias. Leí también toda una selección de libros de gramática y lenguaje, diccionarios, que fueron tan populares en el XIX, de espíritu correctivo y normativo (recuerdo esos libros que le decían a la mujer cómo debía pensar y comportarse). Esto fue útil porque, donde se expone la norma, se expone también el error. Y eso fue lo que me interesó: saber cuál era el error que estos normativistas del lenguaje y moralistas pretendían limpiar. Hice una enorme nómina de esos “errores” y con eso empecé a tejer el texto. Quise convertir el error en la norma.
Los diálogos de Cecilio, el protagonista, se leen de manera fluida. ¿Cómo fue la creación de esos monólogos?
Quitar la puntuación es más espinoso que ponerla. El asunto de la puntuación es crucial y paradójico: pocos saben usarla (y ni la usan), pero cuando se la quitas, muchos se sienten perdidos. La ortografía tiene que ver con la necesidad de límites, con la ubicación del lector en el territorio textual. Escribí cada voz independiente de las otras, luego les di un orden, como se hace con una baraja, y me dediqué a los detalles de continuidad. Pero la escritura de esos monólogos fue lentísima. Recuerdo que demoraba una semana para producir tres páginas.
¿Cómo fue la recuperación de la Bogotá del siglo XIX; sus calles, sus hábitos, sus oficios, etc.?
Consulté en archivos, museos y bibliotecas; mapas, fotografías, pinturas y sobre todo periódicos y revistas. Pero mi intención no era hacer unas nuevas ‘Reminiscencias de Bogotá’, a la usanza de los llamados costumbristas. Me interesaba enturbiar esa costumbre: invertir las jerarquías y, a partir de allí, establecer un juego de dobles, o de triples. No quería un libro-guía de historia de Bogotá, me interesaban más las sincronías que buscan dar con el espíritu del siglo XIX, la historia social cotidiana, más que hacer un compendio de datos curiosos y fechas. Deseaba encontrar a la Bogotá histórica afuera de sus espacios hegemónicos.
Usted es investigador del área de museos para el Instituto Caro y Cuervo. ¿Qué tanto le aportó este oficio para el libro?
Empecé a trabajar en el Instituto Caro y Cuervo (ICC) mucho tiempo después de haber escrito la novela. En el ICC he profundizado en el siglo XIX, sobre todo en términos de arte. He podido sumergirme en las colecciones de arte y en la biblioteca del Instituto, que tiene libros increíbles en temas de literatura colombiana. Esta biblioteca tiene libros de todas las épocas, de todas partes del país. Recorriéndola, viendo esos libros de los que ningún crítico habló pero que sí tuvieron lectores en sus territorios, entiende uno que gran parte de la historiografía de la literatura colombiana, de vocación centralista y dogmática, es un lindo fraude.
¿Por qué se decidió por una novela en vez de, por ejemplo, un ensayo que recogiera las formas sociales de la época?
Para hablar de las formas sociales, precisamente fue la novela la que me dio la libertad para meterme en lo más oscuro de una familia. Yo quería imaginar, crear personajes con los que pudiera interactuar. Escribir esta novela sobre un pasado que no viví (en términos de la experiencia), me llevó no solo a entender las razones de los otros (que siempre las tienen), sino a dejar de creer en las realidades maquilladas del presente, a poder verlas y representarlas con palabras: esas mentiras como que en la Colombia del XXI, siendo un país tan diverso, no hay racismo, ni segregación. Todas esas estafas del progreso, y también del progresismo, se me fueron haciendo visibles, como diría un espiritista.
¿Cree que se conservan hoy algunos rasgos de esa sociedad del siglo XIX?
Subsisten el fanatismo, la obediencia moral y el paternalismo. Seguimos siendo la sociedad del linchamiento, del sectarismo, del servilismo. Yo no sé si la violencia sea algo genético, pero acá la gente tiende a hacerse cada vez más inflexible, a jurar sobre sus propias mentiras y a valerse de toda clase de imposturas. En política, unos y otros obedecen a diferentes jefes y todos terminan siendo engranaje de la misma maquinaria que denigran. La Iglesia, por ejemplo, sigue siendo homófoba, misógina y pedófila. Por qué seguimos en esas mismas prácticas, obstinadamente, desde el XIX, nadie ha podido explicármelo. En Colombia las cosas que sirven no duran, y así todo es ensayo y error.
¿Por qué escogió el monólogo como técnica narrativa para un niño (Cecilio)?
El monólogo me permitió hacer notar el silencio del cura que siempre está oyendo esa confesión del niño: es el silencio de la Iglesia, esa institución demagoga y retardataria que lleva miles de años atormentando a la humanidad. El monólogo se da en función de ese silencio, un silencio propio de la vetustez de quien no tiene ya respuestas, ni preguntas, ni razones, para entender, ni estar, en el mundo. Y eso que hablamos del siglo antepasado.
Debería haber más chicherías para ir en las noches (porque Bogotá es una ciudad jodidamente antitrasnochadora)
¿Se inspiró en algunas obras literarias o autores para crear los personajes y las atmósferas?
El Bataille de ‘Histoire de l’oeil’, el ingenio de Clímaco Soto, las atmósferas de Pierre Klossowski. Las formas y las lascivias de las ‘Nuevas cartas portuguesas’. El vértigo y la burla de ‘La conjura de los necios’, de J. Kennedy Toole. Los poemas y las cartas de Silva, los de Pombo y los de Ángel Cuervo. Las novelas de Severo Sarduy, las de Alba Lucía Ángel, las de Soledad Acosta de Samper. Y Joyce.
¿Cómo se fueron combinando en la narrativa el monólogo, la tercera persona y ‘Miscelánea de actualidades para señoritas’ en la estructura?
Cada narrador, como cada persona, usa sus propias palabras y carga con sus propios temas. Unos de los temas formales de Cecilio, el niño, es todo el debate que hubo en el XIX en torno a la ortografía y la configuración de lo nacional. En el narrador que habla del señor Torres, con tono de rastacuerismo modernista, el sustrato es la religión católica. En la Miscelánea el tema es el periodismo y los límites entre lo público y lo privado.
Y todas hablan sobre el deseo, sobre la madre, sobre el cuerpo, toda la dialéctica de la sumisión masoquista; pero bueno, qué es el sexo si no la perfecta síntesis del ejercicio del poder. Contar la historia descomponiéndola en un juego en una alternancia de puntos de vista me permitió poner a los personajes en un ir y venir entre ruptura y continuidad con la idea del tiempo, menos como un segundo después de otro, y más como un segundo dentro de otro.
¿Qué términos, expresiones y costumbres le gustaría que se recuperaran en la Bogotá de hoy?
Bueno, que vuelvan los insultos, que últimamente han perdido tanto glamur. Otra cosa: la costumbre del aguardiente a media tarde me parece que debería recuperarse y debería haber más chicherías para ir en las noches (porque Bogotá es una ciudad jodidamente antitrasnochadora). Y que vuelva cierta erótica cortés en el trato, como el “Siempre tuyo” y sus enemil variaciones.