Cuando el humor se utiliza con arte, también sirve para aliviar la enfermedad
La historia de la humanidad es la historia de las epidemias y también de su transmisión. Esto es lo que nos viene a decir Rafael Chirbes en una de las entradas de sus Diarios (Anagrama, 2021), para después dirigir la acidez de su crítica a la Europa del barroco cristiano, cuyo pensamiento estuvo condicionado por el Concilio de Trento (1545-1563) donde quedaría fijada la fe católica hasta nuestros días.
A partir de este momento, el cuerpo humano va a ser tratado oficialmente como depositario de enfermedades, siendo el contacto directo el medio para que dichas enfermedades sean transmitidas. “Los cuerpos son sacos de suciedad, emisiones de virus”, apunta Chirbes, quien no escatimó en roces y escarceos corporales según detalla él mismo, sin pudor alguno, en las páginas de su día a día. “Al margen de lo que digan los curas” el contacto cuerpo a cuerpo fue para Chirbes un asunto serio.
Al margen de lo que digan los curas el contacto cuerpo a cuerpo fue para Chirbes un asunto serio
Al aparecer la sífilis en el continente europeo, y para diferenciarla de la viruela, se la llamó “grosse vérole”, siendo “petite vérole” la viruela. Esto va a ser solo el principio, la entrada a un mundo donde la medicina de la época aparece en cada rincón de la historia con citas de las figuras de médicos como Hipócrates o Galeno junto con alusiones a enfermedades donde la religión domina el campo científico. Sin ir más lejos, en los relatos de Rabelais hay referencias a la enfermedad conocida en tiempos como el fuego de San Antonio, hoy llamada ergotismo.
Se trata de una intoxicación producida por la ingesta del cornezuelo de centeno, un hongo parásito que contiene un alcaloide denominado ergotamina, que es también de donde se sintetiza el ácido lisérgico, la droga alucinógena que presuntamente debió de sintetizar el organismo de El Bosco (1450-1516), pintor que traspasó las puertas de la percepción. En uno de sus trabajos, el tríptico titulado Las tentaciones de San Antonio, encontramos a un tullido, víctima del ergotismo gangrenoso cuyo efecto es el ardor en las extremidades; manos, piernas y brazos que se arrugan y se ennegrecen, y cuya única cura es la amputación.
Rabelais habla de la enfermedad fuego de San Antonio, hoy conocida como ergotismo: intoxicación producida por un hongo parásito que sintetiza ácido lisérgico
El nombre de fuego de San Antonio viene dado por el calor de la enfermedad y por ser los monjes de la orden de San Antonio los encargados de cuidar a los enfermos aquejados de dicho mal. La receta para sanarlos —cuando aún el ergotismo no ha alcanzado a las extremidades— consistía en torrijas hechas con pan de trigo y mojadas en vino.
Al final del primer libro de Gargantúa y Pantagruel, uno de los personajes orina en la muralla de un convento dedicado a sanar a los enfermos aquejados de ergotismo. En otro de sus libros, el fuego de San Antonio le sirve para maldecir: “¡Que el fuego de San Antonio te abrase si todos tus agujeros no te limpias antes de marchar!”. Y en ese plan, el gamberro de Rabelais creó una obra inmortal donde la ciencia de la época y el sarcasmo se unen para entretener a los enfermos cuyas mentes tienen a bien reírse del mundo que les ha tocado vivir. Cientos de años después llegaría Rafael Chirbes a recordarlo en sus Diarios.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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