‘Disco Elysium’: insuperable ejercicio de abstracción

En la búsqueda que hace el videojuego por legitimarse a sí mismo, como cualquier expresión artística, a menudo los que analizamos, reflexionamos y criticamos las obras que conforman su corpus caemos en la comparativa como llave maestra. Esta es una inocente técnica que busca que el lector comprenda, a través de la contraposición de dos obras, la magnitud de un medio joven, en la búsqueda de sí mismo, al que algunos relegan al ostracismo por ser cosa de niños o, en las más chabacanas declaraciones, cosa de adictos.

Así, no sorprende leer que tal juego es “El Padrino” de los videojuegos; o el “Ciudadano Kane” de los videojuegos, o demás jerigonzas en las que quien firma este artículo también ha caído.

Quien esté libre de pecado, ya saben.

Quizás todo esto tuviera sentido antes del lanzamiento de Disco Elysium, no lo sé. Hay muchos videojuegos increíbles, auténticas obras de arte, guiones que no tienen nada que envidiar, en estilo y profundidad, a grandes epopeyas literarias. En definitiva, videojuegos que son obras de arte cuyo mérito es indiscutible. Sin embargo, no estaba preparado para entrar en el mundo de Disco Elysium por mucho que haya jugado. No es una exageración, es una certeza que me sobrevino a las pocas horas de juego.

Lanzado en 2019, desarrollado por ZA/UM y reeditado ahora en su versión Final Cut para consolas, escrito por el novelista estonio Robert Kurvitz y por Helen Hindpere, Disco Elysium se vende a sí mismo como un “RPG detectivesco”. Toma forma en un mundo de ciencia ficción, que coquetea con el weird, que refleja ecos de China Mieville. Este mundo, una distopía sacudida por la Revolución, entretejida con las redes del comunismo, el racismo, la lucha de clases, la guerra civil y el tira y afloja de las naciones colindantes y enfrentadas (cuyas raíces temáticas parecen no quedar lejos de la caída del Muro de Berlín y el nuevo orden de la Guerra Fría), nos llega desde la primera novela del autor, publicada en 2013 bajo el título Püha ja õudne lõhn (cuya traducción podría ser Aire terrible y sagrado).

Un detective sin memoria se despierta en Revachol. Su corbata le habla. También su sistema límbico, su cerebro reptiliano. En el espejo, una cara que no reconoce. Tras el hotel en que se encuentra, el cadáver de un ahorcado cuya identidad deberá descubrir. Este es el punto de partida de un videojuego cuyo guion roza lo obsesivo: miles de diálogos, árboles de elecciones, tiradas de dados, estadísticas que controlar a través de la ropa y las drogas y un plantel de personajes que conforman un escenario quieto, decadente, hermoso a su manera. Deambular por su narrativa es como entrar de lleno en la lectura del Ulises de James Joyce, el Jerusalem de Alan Moore o semejantes mastodontes de la literatura cuya mera concepción se escapa a la gran mayoría de autores (¿ven? De nuevo recurro a la comparativa).

Disco Elysium toma todos los elementos del RPG más clásico, el que se juega con papel, lápiz, dados e imaginación. Está adornado con una propuesta gráfica sencilla (vista en isométrica, texturas pictóricas, menús fácilmente manejables y cartelas e ilustraciones pintorescas que beben del impresionismo), pero al final todo sucede en la mente del jugador. El policía protagonista, el epítome del héroe de este género, sin pasado, sin memoria, que aparece en la historia por azar para salvar el día, llega a contemplar el cadáver de la víctima por la que recaba en la ciudad y en la profundidad de sus ojos sin vida encuentra un amigo. Dialoga con él. El acierto o error de las tiradas de dados (tiradas que se producen automáticamente, contando nuestras estadísticas) condicionarán los elementos que se abrirán ante nosotros o los que permanecerán cerrados. Algunas se podrán repetir al día siguiente, otras se bloquearán para siempre. Avanzar en esta tabula rasa cuyo enigma último es la propia identidad, resultará todo un viaje.

La escritura, la obsesión de Disco Elysium. No por nada ZA/UM, estudio que ha desarrollado el juego, fue fundado por el escritor Robert Kurvitz, responsable del guion del mismo. Y es que la historia tras esta sociedad, tras este mundo, tras estos personajes, solo podía ser un videojuego. Imposible leer y conectar todas las tramas, los diálogos, las elecciones, sin la santa herramienta que ata todos estos cabos: la interacción. El jugador, cuya historia se conformará a base de elecciones. Perdido en un principio, aprendiendo por error, llegando a deslavazar una compleja trama que, en su raíz más pura, es la sencilla historia de siempre: un crimen, unas pasiones. Sci-fi noir o cualquier otra etiqueta que se le quiera poner, lo cierto es que Disco Elysium es inclasificable.

A lo largo de los días que abarcan la historia descubriremos nuestra identidad, al asesino, a la víctima, la ciudad en que nos encontramos, el mundo que habitamos y el por qué de todo lo que sucede al iniciar la partida. No en vano, una de las primeras misiones que se nos encomendarán será tan imposible de abarcar como de ignorar: Obtén una visión amplia de la realidad.

Casi nada.

Las mecánicas del título mezclan la aventura gráfica con el RPG. A las tiradas de dados y cambios en las estadísticas (un árbol de habilidades que podremos potenciar a base de subir de nivel, pero que también podremos alterar cambiándonos de ropa y tomando drogas o alcohol) se suma la exploración, El mundo, conocido como Elysium, y rodeado por una extraña fuerza conocida como la Palidez, se nos presenta fragmentado. Atar cabos y llegar a conocer su historia es posible, pero supone una inmersión que pocos juegos han logrado conseguir. El jugador necesita perderse. Vagar por las calles de Martinaisse, la ciudad de Revachol en que nos encontramos, como uno se perdería la primera vez que visita París, Hong Kong o Barcelona. Sencillamente, caminar y perderse. Dejar que sea nuestra mente la que dibuje un mapa, construido no de calles y avenidas, sino de momentos y personajes. De esta manera se compone la exploración de Disco Elysium: de sucesos, de conversaciones, de ausencias, de anhelos. Una tristeza cubre los edificios abandonados de la costa. Un impertinente miedo a la soledad nos recibe en el hotel, en el callejón donde colgaron a un pobre diablo sin nombre. Nuestra columna vertebral tomará la palabra para contarnos cómo el viento arrastra el hedor del pescado. Una huelga en el muelle nos hará despertar ideas sobre la lucha de las razas y las clases. Sobre el valor del dinero y de la vida. Una exploración no meramente mecánica: también mental. Los puntos de habilidad adquiridos a base de subir de nivel, desbloquear nuevas conversaciones o acertar tiradas, los podremos invertir también en interiorizar ideas. Feminismo, racismo, comunismo, religión, historia… La posibilidades son casi inabarcables. Una vez que una idea se interioriza, nuevas opciones de diálogo y acción se abren. Una vez que subimos una estadística, visitar un lugar conocido puede cambiar por completo. Los días pasan, el misterio continúa rodeándonos.

A menudo me veo en la tesitura de no poder explicar bien por qué una obra es tan especial. Mal asunto cuando me dispongo a ponerlo por escrito y compartirlo con los lectores. Pero es tan complicado explicar qué hace especial a las pinturas negras de Goya sin hablar de técnica, de mérito, de composición. Apelar, sencillamente, a las vísceras. A contemplar algo que va más allá de los sentidos y que ataca a nuestro interior. Me sucede con Moby Dick, a sabiendas de que hay lectores a quienes no les dice nada. Me sobrecoge cada vez que voy a un buen concierto. Me pasa con Disco Elysium. Ha sido capaz de emocionarme con las cosas más sencillas: no ha necesitado unos gráficos de espanto, unas mecánicas innovadoras, no ha necesitado provocar, ni apelar a la sorpresa o el drama descarnado. Se cuece a fuego lento, muy lento, más de veinte horas de juego en que lo que más he hecho ha sido leer. El elenco parece vivo, pero porque cada uno habla de una forma diferente, siente de una forma diferente, nos habla de su pasado, de sus sueños, con una verdad imposible de eludir. Ocurre como en las buenas novelas, los personajes cobran vida. La complejidad de su mundo solo es comparable a la sencillez con que emociona.

Disco Elysium se merece el triunfo de no ser comparado, ni comprable, con nada. Podríamos enarbolar cientos de referencias directas o indirectas, dentro y fuera del medio. Como los grandes RPG, las mejoras novelas, el cine, el teatro, el cómic. Es Maus en su ambición social, como Look Homeward, Angel en su obsesión estilística, The lord of the rings en su mitología y así etcétera y etcétera. Es el Ciudadano Kane de los videojuegos, el Apocalypse Now de los videojuegos. Es, quizás, el Videojuego de los videojuegos. O nada de eso. Quizás solo es una sencilla historia adornada con cientos de complejos mecanismos para que no se nos olvide que es algo que se juega, no un libro. Es una historia de añorar el pasado y temer el futuro. Es un collage de voces que narran con infinita bondad, con malvada perversión, con incontestable tristeza. ¿Es divertido? ¿Es largo? ¿Es re-jugable? No sé qué responder, todos esos apelativos con los que condicionamos la valía de un videojuego se me antojan inútiles para hablar de Disco Elysium. Es único. Es genuino. Quizás despierte algo en ti, querido lector, como lo ha despertado en mí o quizás no. Tal vez no lo haga ahora pero lo haga en el futuro. Es un ejercicio de creación absoluto, de abstracción, y no teme que los jugadores lo repudien por ello. Encontrará quien lo disfrute. Viene abalado por arrasar en premios, por una nota en Metacritic de 91. Uno y mil sellos de “Must Play”. Pero, ¿acaso todo esto importa? Disco Elysium pasará a la historia, estoy seguro. Lo hará como lo hicieron muchas obras difíciles de entender, de conectar, de compartir. Es complejo, demanda la atención y la implicación del jugador. Y quien no esté dispuesto, mejor que se quede al margen.

 

FUENTE: EL PAÍS