El toledanismo relativo del Lazarillo

La mayor parte de quienes han escrito sobre el Lazarillo y Toledo han dado por hecho «el toledanismo integral» de la novela, según el término acuñado por Márquez Villanueva. Pero si prescindimos de los tópicos consolidados por la rutina y analizamos el texto meticulosamente, la conclusión que llegamos a extraer es que, aunque la novela fue escrita en Toledo, su autor no había nacido en la ciudad ni tenía un profundo arraigo en ella. Incluso cabe deducir que la relación de este con la capital del catolicismo español estaría mediatizada por un sentimiento de desafección, de origen religioso.

Hecha en Toledo

La toledanía argumental del Lazarillo y la ubicación toledana del narrador se hacen patentes a lo largo de la novela. De los siete capítulos que la componen, cinco transcurren en la Ciudad Imperial, y el nombre de Toledo aparece ya en el primero de ellos, cuando el amo ciego de Lázaro decide «venir a tierra de Toledo porque decía ser la gente más rica, aunque no muy limosnera». Con la expresión «venir a tierra de Toledo» el narrador revela que escribe desde la vieja urbe del Tajo o de su entorno. Y lo aclara definitivamente cuando dice: «poco a poco, con ayuda de las buenas gentes, di conmigo en esta insigne ciudad de Toledo».

Que el autor residió en Toledo se deduce de que conoce aspectos cotidianos de la ciudad como el precio de los arrendamientos de las viviendas, se muestra informado de la legislación municipal que supuso la expulsión de los «pobres extranjeros», y de que la ruta habitual para la conducción de los reos pasaba por las Cuatro Calles. Está al tanto de la importancia de la industria textil toledana y la consiguiente abundancia de las hilanderas de algodón, hasta el punto de que Lázaro tiene por vecinas a unas obreras del gremio. Y no le es desconocida al autor la existencia de «la Tripería», donde una de sus tenderas auxilia a Lázaro con despojos.

También el autor está al corriente de cómo algunas «rebozadas mujeres» frecuentan las huertas del río para hacerse convidar por sus cortejadores. E igualmente sabe de otros aspectos de la vida ordinaria, como la existencia de tiendas de ropa de segunda mano (la Ropa Vieja), donde Lázaro adquiere, además de su primera vestimenta de hombre de bien, «una espada de las viejas primeras de Cuéllar», espadero que con mucha probabilidad el investigador José Carlos-Gómez Menor ha documentado en Toledo hacia 1529.

Indicios de foraneidad

Pero, en sentido contrario, la novela ofrece indicios de que el autor del Lazarillo no era alguien de profunda raigambre toledana. Uno de estos signos tiene que ver con el uso del término aguador. Nuestro autor sabía, porque los veía a diario, que los aguadores eran parte característica del callejero toledano junto con la abundante clerecía, y en virtud de su talento de escritor, decidió convertir a Lázaro en un icono acabado de toledanía: aguador a sueldo de un capellán de la catedral. Mas la extrañeza surge de que el oficio de aguador no recibe en la novela el nombre autóctono y típicamente toledano de azacán, sino el común de aguador, al uso en cualquier otro lugar de España.

Resulta difícil de justificar que alguien nacido en Toledo o de larga residencia en la ciudad no llamase a los aguadores con el nombre tradicionalmente usado por los toledanos desde los tiempos de la dominación árabe. El vocablo azacán estaba tan consolidado por el uso en Toledo, que Sebastián de Covarrubias lo consignó en su célebre diccionario, el primero de la lengua castellana: «Açacán: nombre arábigo usado en la ciudad de Toledo».

En igual medida sorprende que la casa donde conviven Lázaro y su amo el escudero no cuente con pozo o aljibe, de los que pocas casas de Toledo carecían. Pero sobre todo llama la atención que Lázaro llene su jarro con agua del río de la zona del Andaque, no apta para el consumo humano por las actividades de tintoreros, lavanderas y curtidores, que la contaminaban con sus vertidos.

Un Toledo invisible

Por otra parte, es de notar que el autor del Lazarillo no se toma interés en la descripción de los aspectos monumentales, urbanos o paisajísticos de la ciudad, como es el caso de su plaza más céntrica y populosa, Zocodover, a la que ni siquiera se cita por su nombre. Y tampoco se menciona el Tajo con nombre propio, sino que fluye por la novela bajo la genérica denominación de «el río».

La imponente catedral -famosa por sus riquezas (la dives toletana)- se despacha en el Lazarillo sin descripción alguna, y ni siquiera cuando Lázaro y su amo entran al templo (en tanto el reloj da las once) se hace ninguna alusión al espectacular artefacto relojero compuesto por un autómata de gran tamaño llamado el Tardón, y una pareja de carnero y macho cabrío que, al toque de cada hora, chocaban sus testuces, ante el imaginable embeleso popular.

Nada de cuanto Toledo ofrecía de vistoso, excelente o extraordinario se vislumbra en el Lazarillo, que prescinde de las descripciones externas para centrarse en los aspectos psicológicos y morales de sus habitantes, especialmente los clérigos, que no salen bien parados: el fraile mercedario representa el libertinaje; el comisario de las bulas es un desaprensivo estafador; el capellán de la catedral, un codicioso explotador; y el arcipreste de San Salvador, un hipócrita amancebado. Y si incluimos entre los oriundos al cura de Maqueda, este aparece como prototipo del eclesiástico falto de caridad.

Erasmista en la sede primada

Todo ello encuentra coherencia, a nuestro parecer, con el perfil de un autor presuntamente nacido fuera de Toledo, anticlerical de sello alumbrado o erasmista, sin especial interés por una ciudad que, siendo sede primada de una iglesia necesitada a sus ojos de urgente reforma, en definitiva ni siquiera era la suya, y pensaría -como así le hace decir a Lázaro- que «en este pueblo no había caridad» y la gente era «…no muy limosnera».

El Lazarillo no abunda en elogios hacia Toledo y los toledanos: solo alguna vez dice «fuime por esa ciudad a encomendarme a las buenas gentes». En cambio, la pinta de ordinario con tonos sombríos. En un par de ocasiones señala su excesiva delincuencia: «En esta ciudad andan muchos ladrones»… «Cierra la puerta con llave, no nos hurten algo…». La casa del escudero es «lóbrega, triste, oscura». Apunta la existencia de prostitutas: «no se les hizo de vergüenza pedirle de almorzar con el acostumbrado pago». Registra la pobreza general: «Como el año en esta tierra fuese estéril de pan…», señalando la falta de la virtud cristiana por excelencia: «…aunque en este pueblo no había caridad…».

Y para representar el ambiente callejero, el autor se sirve de dos procesiones lúgubres, de las que Lázaro huye espantado: en una se azota, con poco espíritu cristiano, a una cadena de pobres para echarles de la ciudad, y en la otra conducen a un muerto al cementerio, entre muchedumbre de clérigos y mujeres plañideras. Actitudes ambas, antípodas de la caridad y la religiosidad interior, que eran pilares del reformismo religioso y presumiblemente de la fe de nuestro autor.

En solidaridad con los más pobres, también denuncia que los emigrantes que a Toledo llegan ven frustrado su sueño de prosperidad, tal como le aconteció al tercer amo de Lázaro: «vine a esta ciudad -dice el escudero- pensando que hallaría un buen asiento, mas no me ha sucedido como pensé». Alegato que propina el golpe de gracia al sueño toledano de los hidalgos pobres, que buscaban en la corte el clientelismo de los poderosos.

Probable erasmista

No se percibe en el autor del Lazarillo el tono afectivo que cabría esperar de alguien que habla de la tierra que lo ha visto nacer. El único epíteto elogioso -«insigne ciudad de Toledo»- más bien parece dirigido a ensalzar el carácter de residencia imperial de la ciudad, porque muy probablemente él formaba parte de la corte.

Así las cosas, el concepto del Lazarillo como una novela de «toledanismo integral» se revela escasamente riguroso. No hay duda de que la considerada primera obra picaresca española ubica su argumento y sus personajes en la realidad cotidiana de Toledo, pero su autor manifiesta rasgos que lo identifican de alguna manera como foráneo, y se percibe que su visión crítica de la ciudad y de sus personajes encaja con la de un probable erasmista que, quizá a su pesar, se ve residiendo en la ciudad levítica por antonomasia de España.

 

FUENTE: ABC.es