La identidad de los crucificados en el Gólgota: lo que una investigación histórica descubre sobre la muerte de Jesús
Hay algo intelectual y éticamente inquietante en la celebración de la Semana Santa. Los cristianos comienzan conmemorando la pasión y muerte en cruz de Jesús de Nazaret bajo las órdenes de un prefecto romano. Más allá de la inercia de la liturgia y de la costumbre, sin duda, es posible discernir la respetabilidad de reivindicar a una víctima de tan bárbaro suplicio. Lo preocupante es el hecho de que no sean recordadas las crucifixiones de esos otros que padecieron también bajo Poncio Pilato. En efecto, los propios evangelios canónicos indican que, junto al galileo, hubo dos ejecutados más: en el Gólgota tuvo lugar una crucifixión colectiva. Por alguna razón, empero, el afán de recordación resulta aquí llamativamente selectivo, pues no se extiende a esos otros desdichados.
Merece la pena caer en la cuenta de lo que tal olvido denota: no hay razón alguna para suponer que esos hombres no fueran también maltratados antes de ser conducidos al patíbulo, o que el tormento de sus cruces fuese menos cruento y doloroso que el de Jesús. No obstante, convertidos en sombras insignificantes —vulgares “ladrones”—, han sido reducidos a detalles secundarios y negligibles de ese trágico escenario en el que agoniza el Hijo de Dios. Que una tradición religiosa que presume de tener como uno de sus más altos valores el amor al prójimo permanezca tan desmemoriada respecto al sufrimiento de los otros ajusticiados debería, a cualquier conciencia reflexiva, dar mucho que pensar.
El destino de esos crucificados, víctimas también de damnatio memoriae, a nadie parece importar un ardite. A nadie, salvo a algunos historiadores inquisitivos, que no han dejado de preguntarse por su identidad. Pero ¿es posible averiguar algo sobre individuos acerca de los cuales los textos son tan parcos? La búsqueda parecería inútil, si no fuese porque a menudo la verdad se agazapa en los detalles. El evangelista presumiblemente más antiguo, conocido como Marcos, los denomina lestai —un sustantivo que retoma Mateo y que, a diferencia de lo que suele creerse, no significa “ladrones”—. El término designa a “bandidos” o “bandoleros”, pero es el mismo que usan por doquier el cronista judío Flavio Josefo y los autores romanos que escriben en griego para referirse, de forma despectiva, a los insurgentes que se oponían a la dominación imperial. Esto, además del hecho de que, según las fuentes disponibles, en la Palestina sometida a Roma la pena de crucifixión se aplicase casi en exclusiva a los rebeldes políticos y a sus secuaces, permite inferir que los crucificados junto a Jesús no fueron simples “ladrones”, sino patriotas, insurrectos, luchadores por la libertad de su nación.
A esta luz, la escena del Gólgota deja de ser un episodio flagrantemente absurdo (¿por qué dos simples ladrones y un predicador inocuo habrían sido crucificados, y a la par?) para cobrar todo su sentido. Recordemos el título de la cruz de Jesús: “Rey de los judíos”. Que esa designación no fue una acusación maliciosa lo prueban no pocos pasajes evangélicos en los cuales el elocuente protagonista enarbola una pretensión regia. Ahora bien, tal aspiración representaba, en el Imperio Romano, un inequívoco crimen de lesa majestad por cuanto entrañaba un llamamiento a la subversión y a la independencia. Se puede empezar entonces a vislumbrar la relación que hubo de existir entre los tres crucificados, así como a comprender por qué Pilato mandó ejecutarlos juntos del mismo modo, al mismo tiempo y en el mismo lugar: todos ellos se habían mostrado, de una manera u otra, enemigos de Roma.
Lo anterior es solo uno de los numerosos indicios que, a más tardar desde el siglo XVI, han llevado a estudiosos de muy diversas procedencias ideológicas a concluir que ese visionario apocalíptico que fue Jesús debió de estar implicado en algún tipo de resistencia antirromana: sus estereotipos y su actitud despectiva hacia los no judíos (a los que en alguna ocasión llama “perros”), su elección de doce discípulos como símbolo de las doce tribus y del anhelo de reconstitución del pueblo judío, su promesa a esos doce de que gobernarían sobre Israel, los vestigios de la profunda hostilidad entre Jesús y el prorromano Herodes Antipas, su pretensión de ser el rey mesiánico, la (plausible) acusación de que se opuso al pago del tributo al Imperio, la orden a sus discípulos de adquirir espadas y la presencia de tales armas en manos de aquellos, así como ciertos rastros de comportamientos violentos… son solo algunos de los abundantes elementos textuales proporcionados por los escritos neotestamentarios que, de forma convergente, apuntan hacia una fisonomía muy distinta a la del manso ser que los teólogos y sus adláteres se han esforzado en construir.
A diferencia de la mirada del adorador, que aísla y singulariza su objeto de veneración, postulándolo como único e incomparable hasta el punto de tornarlo en un enigma; la del historiador hace justamente lo contrario: reinserta al personaje en su contexto, lo relaciona con otros —en virtud de la verdad elemental de que ningún ser humano es una isla— y lo somete al escalpelo del análisis y de la analogía, volviéndolo así comprensible. Tal implacable rigor ha sido aplicado al judío Jesús/Yeshua, hijo de José, cuya vida y cuya muerte adquieren de ese modo pleno sentido en la Palestina, sometida al yugo romano, del siglo I de la era común.
La medida en que una aproximación estrictamente histórica resulta iluminadora es visible en el hecho de que incluso la creencia en la resurrección del galileo, celebrada el Domingo de Gloria, puede ser entendida cuando uno se toma la molestia de documentarse y de razonar lo bastante. El proceso de magnificación de Jesús y de su conversión en Dios fue desde luego complejo, pero su génesis y su desarrollo se explican no solo en función de las intensas necesidades psicológicas de sus, al principio, defraudados discípulos, sino también a la luz de las culturas de la cuenca del Mediterráneo. El nacimiento virginal, la preexistencia, la taumaturgia, la muerte vicaria, la inmortalidad, la ascensión al cielo, la resurrección como deificación… son, todas y cada una, nociones que se encontraban ya en la polimorfa religiosidad de época grecorromana, de donde fueron —consciente o inconscientemente— tomadas (piénsese, por ejemplo, en el culto al emperador). Ello significa que, lejos de constituir el misterio proclamado por el oscurantismo institucionalizado de ciertos púlpitos y cátedras, también la divinización de Jesús resulta ser un fenómeno suficientemente inteligible.
La Semana Santa podría adquirir sentido incluso para quienes no comparten el mito cristiano si fuese la reivindicación, no de la muerte brutal de un solo hombre hace dos mil años, sino de la vulnerada dignidad de todos aquellos que entonces fueron víctimas de la sevicia del poder, incluyendo a los crucificados con Jesús a las afueras de Jerusalén. Quizás esa conmemoración incrementase aún su trascendencia si lo fuese de quienes hasta hoy siguen viendo destrozadas sus vidas por Estados criminales. Después de todo, las infamias y tropelías perpetradas por los déspotas que sueñan con viejos o nuevos imperios acaban siempre por volver —ahí se hallan ahora, nítidamente perceptibles, en la barbarie padecida al este de Europa— de forma tan insistente como retornan, año tras año, vigilias y procesiones.
Fernando Bermejo Rubio es profesor del departamento de Historia Antigua de la UNED y autor de ‘La invención de Jesús de Nazaret’ (Siglo XXI).
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