Luto en el País de Nunca Jamás por Ouka Leele
En 1979, Ouka Leele se llamaba aún Bárbara Allende Gil de Biedma y Madrid empezaba a ser una fiesta abarrotada sin contorno definido. En aquel tiempo empezó a fibrilar una generación que venía de aburrirse mucho, ajena al tinglado de la dictadura y con ganas de romper aquel cerco de dictadura y sacristía heredado de un franquismo gastado e inútil.
Entre los chicos y chicas dispuestos a edificar algo distinto estaba aquella fotógrafa de familia bien que encontró por el camino a algunos cómplices con los que concretar un espacio sin hacer. Había músicos, pintores, escultores, dibujantes de comics, modistas, modistos, directores de cine. Todo estaba por hacer y aquella joven de ojos claros que iba para Bellas Artes dio un golpe de timón, se apuntó a una academia de fotografía y comenzó a levantar el edificio de una obra propia que no se parecía a ninguna otra.
Bárbara Allende Gil de Biedma se alistó en la tripulación de la Cascorro Factory junto al dibujante Ceesepe, el fotógrafo Alberto García-Alix, Montxo Algora, Agust y el pintor José Morera El Hortelano. De uno de sus dibujos sacó el nombre con el que se estrenó al comienzo de los años 80, Ouka Leele, una estrella inventada en un universo de ficción. Y estableció el perímetro de su trabajo con un título rocambolesco: misticismo doméstico. Y empezó a explorar la imagen fotográfica pintada con la que acuñó una estética y una manera de estar en el arte.
¿Qué pasa en Madrid? La gente se preguntaba qué sucedía en una ciudad donde las tribus urbanas dibujaban un paisaje nuevo. Los fotógrafos de la generación empezaron a emerger. Mujeres y hombres dispuestos a fijar todo aquello, entre la fiesta y el desquicie. Ouka Leele, Alberto García-Álix, Pablo Pérez Mínguez, Gorka de Duo, Miguel Trillo o Mariví Ibarrola empezaron a fijar aquel momento. La mayoría documentaba lo real, la confección de un espacio y tiempo nuevos. Ouka Leele, en dirección contraria, armando unos retratos como retablos, como iconos, como estampas de santos, como algo imprevisto.
Esa condición de ir por un carril propio asomó ya en su primera exposición individual, en 1979. En la Galería Redón de Madrid colgó una selección de estos retratos para los que Ouka Leele trenzaba una corona de jeringas, y una peineta de lápices, hacía con limones una diadema, plantaba en la testa del modelo una iguana. Y sobre el papel fotográfico intervenía con unos colores flúor para hacer de la imagen el sueño feliz de un mundo feliz. O tan distinto que podría ser hasta feliz.
El día de la inauguración de la muestra en la Galería Redón, Ouka Leele llevó un cochinillo muerto en la cabeza al que había sometido a una intervención para ajustarle al cadáver dos bombillas en la cuenca de los ojos que se encendían y se apagaban a la orden de un interruptor pera. Aquel día demarcó que iba a ser la más desigual de las fotógrafas de la Movida. ¿Y qué era la Movida? Ir de casa en casa buscando a los colegas para acabar en cualquier concierto a cualquier hora de cualquier lugar.
Por primera y última vez, la Cultura sustituyó por un breve espacio de tiempo a los mítines políticos. Importaba más lo que hacía un grupo de jóvenes anfetamínicos que entre ellos se gestionaron igual la gloria que la muerte en un ‘sprint’ vital de unos pocos años de los que quedaron un puñado de nombres, unas cuantas canciones, unos contactos fotográficos y la nostalgia eufórica de un tiempo que animó a vivir de otra manera, como sobre un escenario donde drogarse públicamente (regados de subvenciones) formaba parte del rito de paso de una generación hoy difuminada. Ouka Leele fue la retratista festiva y sagaz de unos días en que era muy hermoso no pensar ni querer. En medio de un artificio cultural demasiadas veces sin consistencia, ella edificó un mundo de color como el antecedente al luto que impondría unos años después haber sido parte del censo del País de Nunca Jamás.