Macbeth: Joel Coen deja claro que es el mayor de los Coen

Si uno es capaz de olvidar, aunque sólo sea un instante, la polémica de la carne (imagino que es posible) y se detiene a pensar un momento cuál de las obras trágicas de Shakespeare podría encajar mejor en el corpus estilístico de los hermanos Coen, la respuesta es… Garzón, perdón Macbeth. Y la razón es, precisamente, la propia carne. Un vistazo de conjunto no excesivamente sagaz a la obra de los hermanos de Mineápolis arroja el suficiente balance de exceso, sarcasmo desangrado y sangre fácil para elegir el relato del rey de los escoceses como el más evidentemente ‘coeniano’ o ‘coenita’. O al revés. Por otro lado, pocos textos tan evidentemente cinematográficos, tan sugerentes en la insinuación del misterio y tan brutales en la pautada descripción del abismo que nos acosa.

Lo que ocurre, una vez más, es que nada acaba por ser exactamente lo que parece y lo que se presenta como noticia cierta, como saben, muchas veces no pasa de simple bulo. Más carne. Por un lado, en la filmografía de Joel y Ethan existen piezas mayores tan medidas y escondidas como Un tipo serio o A propósito de Llewyn Davis que discuten buena parte de los lugares comunes de los manuales al uso. Y eso, a la vez que la parte más salvaje de esa obra maestra que atiende al nombre de No es país para viejos lejos de transitar por la alegre exhibición de la víscera fluye por el monólogo callado y herido de un policía evidente y existencialmente fracasado.

Digamos que, en el primer trabajo en solitario de Joel sin Ethan, el mayor de los hermanos opta por ese otro camino menos obvio, más preciso. Pero, en cualquier caso, igual de ‘coeniano’ (o ‘coenita’). El rey Macbeth enfermo de ambición que vemos ahora no es el príncipe Hamlet infectado del veneno de la duda, pero comparte con él idéntica fiebre de desesperación. Y ahí, en ese ligero desplazamiento hacia lo más hondo, es donde la película encargada de romper una de las más deslumbrantes colaboraciones fraternales que ha visto la historia del cine desde los Lumière adquiere su sentido, su peculiaridad y su, admitámoslo, grandeza. Hablamos, eso sí, de una excelencia perfectamente carnal, nada mística.

Formalmente la película asalta al espectador desde al menos tres decisiones que marcan su destino. Toda la expresividad de la cinta descansa, por orden: a) en un blanco y negro esencialmente triste que prologa sus sombras en un escenario expresionista y profundo; b) en un formato cuadrado que se aleja de la panorámica para encerrar la mirada en una cárcel que también es simple pozo, y c) en un diseño de sonido que remite al paisaje rugoso y cacofónico del mismísimo infierno. La fotografía de Bruno Delbonnel y la música de Carter Burwell colocan al espectador en ese extraño espacio donde todo cobra vida y hasta las piedras sangran desde la evidencia de… la carne.

El Macbeth que quiere Joel no es apasionado ni vive incendiado por la sensualidad del placer y la ambición de poder. El Macbeth que vemos ahora es, antes que nada, viejo. Los descomunales trabajos de Denzel Washington y Frances McDormand se sitúan al otro lado de los tópicos y las frases hechas para presentar a dos personajes carcomidos por dentro incapaces de entender el presagio de un destino de gloria transformado de repente en un círculo de caos y sueño; el mismo círculo que trazan sobre la pantalla una y otra vez las urracas preñadas de sombra.

El resultado es una película tan eterna en cada uno de sus gestos como perfectamente moderna en el relato febril y desengañado de un silencio construido desde, en efecto, el ruido y la furia

Como decíamos, pocos de los textos de Shakespeare se antojan tan diáfanos y tan cerca del cine moderno. La traición, el poder, la culpa, la ambición y, de nuevo, la carne se mezclan en un universo perfectamente reconocible, a vez íntimo y mitológico. Por ello quizá, ha vivido tantas y tan brillantes adaptaciones. Desde el barroquismo mágico, llamémoslo así, de Orson Welles hasta la enérgica y brutal transparencia de Akira Kurosawa, pasando por el gesto turbio de Roman Polanski o la explosión sensorial de Justin Kurzel, Macbeth se mantiene perfecto en su detallada descripción de la herida de estar vivo.

Lo que hace Joel para distanciarse de todos y cada una de las lecturas que le precedieron sin arrojarse por ello a la impertinencia de las adaptaciones ridículamente originales (que las hay) es prestar más atención que nunca a la inminencia de la muerte. Y es en ese sutil y perfectamente reconocible aliento tan cerca de su fin donde la película toma altura. Todo en este Macbeth habla en el mismo registro tan cerca de la desesperación con el que el personaje de Tommy Lee Jones se explicaba justo al final de No es país para viejos. Mérito sin duda de un Cormac McCarthy tan próximo de la pulsión oscura del mismo Shakespeare. El Macbeth de Joel Coen es, como toca, un hombre de acción. No duda, pero tampoco pierde de vista jamás que cada uno de sus gestos furiosos no son más que olas que rompen una y otra vez contra las rocas de su más íntima impotencia.

El resultado es una película tan eterna en cada uno de sus gestos como perfectamente moderna en el relato febril y desengañado de un silencio construido desde, en efecto, el ruido y la furia. Joel Coen ha encontrado la manera de alejarse de los Coen sin renunciar un ápice a ser, no lo duden, el mayor de los Coen.

+La sensación de sueño grave que inunda toda la película se antoja tan profundamente hipnótica como irrenunciable.
– Una vez más, resulta inexplicable que una película como ésta quede condenada a la pantalla de la televisión.

FUENTE: EL MUNDO