Paul Celan, el poeta judío que escribió el holocausto en alemán
La frase es de Adorno, y se ha viciado hasta el punto de que hoy es un cliché caduco, aplastado por la evidencia de la historia: «Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie». No se conoce tanto, en cambio, esta afirmación de 1973, en la que el filósofo se retracta: «La perpetuación del sufrimiento tiene tanto derecho a expresarse como el torturado a gritar; tal vez por eso haya sido falso decir que, después de Auschwitz, ya no es posible escribir poemas».
Entre una idea y otra hay veintidós años y un hallazgo: el de Paul Celan. En concreto, Adorno había quedado impresionado con los versos de «Todesfuge», inspirados por el asesinato de su madre, deportada al campo de concentración de Janowska. Él escribió esto: «La muerte es un maestro venido de Alemania sus ojos son azules / te hiere con una bala de plomo con precisión te hiere / un hombre habita en la casa tus cabellos de oro Margarete / azuza contra nosotros sus mastines nos sepulta en el aire / juega con las serpientes y sueña la muerte es un maestro venido de Alemania».
A Celan le echaron en cara muchas veces esa tendencia a la estetización, a sacarle brillo a las imágenes con las que retrató su tragedia, como si fuera un delito elevar su experiencia a la altura del arte… Como si hubiera motivos para renunciar a la literatura.
Celan pasó diecinueve meses recluido en un campo de trabajo en Moldavia, a cuatrocientos kilómetros al sur de su lugar de nacimiento: Czernowitz (Rumanía). Allí sufrió en sus carnes los peores momentos del siglo XX y allí, también, escuchó la noticia de su orfandad completa, pues su padre falleció de tifus en otro de los campos de Transnistria. Y, a pesar de todo, no abandonó la vocación. Allí tradujo a Verlaine, a Yeats, a Shakespeare. Y no paró de escribir.
En febrero de 1944, nada más ser liberado, regresó a su casa y reunió en un cuaderno 93 poemas mecanografiados. En ese gesto había una declaración de intenciones: eso era su obra, su reivindicación. Con el mismo ímpetu logró esquivar el servicio militar y volver a la universidad para estudiar filología inglesa. Ese año compuso la primera versión de «Todesfuge», que no se publicó hasta 1947. Poesía al calor de la barbarie. Una necesidad vital que aún hoy nos interroga.
«El genocidio se organizó, sabido es, por medio del lenguaje, con su carga mortal en la palabra, y tan solo podía ser purgado en la palabra, restituyendo ésta a su ser, arrancándola de los largos, sumergidos, infernales, túneles de la sombra», proclamó en su día José Ángel Valente, profundo admirador de Celan. Del celebérrimo poema, que él mismo trasladó al español, aseveró: «Desde la memoria de un tiempo sombrío, desde el descenso total al corazón de la noche, un nuevo «Hágase la luz» pudo ser pronunciado en la palabra poética, cargada aún de las sombras de las que ella misma emergía, húmeda de lo oscuro, de lo que al cabo daba testimonio».
El crítico George Steiner, que nunca dejó de recomendar su obra, repetía que la «lengua del amor» de Celan no era sino una forma de redimir al hombre de su caída.
«Un poeta no puede dejar de escribir»
Por si fuera poco, Celan pergeñó toda su obra en alemán, una decisión impactante que él justificó de un plumazo: «Sólo en la lengua materna puede uno decir su propia verdad. En una lengua extranjera el poeta miente».
Ocurre lo mismo con su empeño poético, que ni siquiera la barbarie logró truncar. Esto lo explica en una carta de agosto de 1948: «Quizá soy uno de los últimos que debe vivir hasta el fin el destino de los judíos en Europa, ¿y por qué debo hacerlo? Porque un poeta no puede dejar de escribir, aunque sea judío y escriba su poesía en alemán». Años después, al recibir el premio de la Ciudad de Bremen, lo explica así: «[El poema] puede ser una botella arrojada al mar, abandonada a la esperanza -tantas veces frágil, por supuesto- de que cualquier día, en alguna parte, pueda ser recogida en una playa, en la playa del corazón, tal vez».
Una vida rota, otra vez
La vida de Celan volvió a romperse en 1953, cuando perdió a su hijo François, recién nacido. A él le dedica estos versos: «Las dos puertas del mundo / están abiertas: / abiertas por ti / entre dos noches». El siguiente golpe llegó en la Navidad de 1962, con una gran depresión. En ese momento, por primera vez, abandonó la poesía. Por fortuna su voz renació: su silencio apenas duró un año.
En 1967 publicó «Atemwende», donde reunió las composiciones que alumbró entre 1963 y 1965. Ahí van dos ejemplos contradictorios (o no tanto). La esperanza: «Todavía quedan canciones que cantar / más allá de los hombres». El dolor: «Ciégate para siempre: / también la eternidad está llena de ojos».
Celan vivió sus últimos momentos solo, en un apartamento en el número seis de la avenida Émile Zola, en París. El 20 de abril se arrojó al río Sena, aunque nadie supo de su muerte hasta días más tarde.
Fue un hombre trágico que no dejó de arrojar belleza al mundo. Un autor que demostró que la barbarie también puede ser un poema, porque en las sombras hay muchas verdades por encender.