¿Por qué será?
Como el nuevo santoral está ya más abarrotado que el del cristianismo, cada fecha es el “Día Internacional” de varias cosas, algunas tan peregrinas como los plátanos o los botijos. Así, no me extrañó, hace un par de meses, enterarme de que era el de las “escritoras”, una discriminación positiva más, supongo. Lo supe por el informativo de TVE, cada vez más clónico del de la Sexta, tanto en mala calidad como en chorradas y sensacionalismo. Lo que sí me sorprendió fue el tono quejumbroso de la celebración. En lugar de festejar a las excelentes escritoras del pasado y aun del presente, dominó la noticia este lamento: según no sé qué estudios o encuestas, a las mujeres sólo las lee un 20% de varones, mientras que a mis colegas de sexo los leen por igual mujeres y hombres. A continuación se preguntó a tres de ellas, españolas, por las causas de esta desproporción, y, en mayor o menor medida, todas la atribuyeron al machismo imperante, al heteropatriarcado que no se rinde y a la masculinidad tóxica que lo permea todo con su asquerosa omnipotencia. Una de ellas se apesadumbraba porque, pese a haber publicado una novela “sobre el dinero, tema neutro y de interés para todos”, se la había considerado “obra femenina” por el mero hecho de firmarla una mujer y de que sus personajes principales fueran dos amigas. Ah, quizá el hecho no fuera tan “mero”, entonces…
Habida cuenta de que desde hace décadas muchos de los autores más vendidos son mujeres (desde la remota Corín Tellado hasta las actuales María Dueñas, Julia Navarro, Dolores Redondo, Eva Sáenz de Urturi, Elisabet Benavent, Irene Vallejo y otras, pasando por Martín Gaite, Matute y Grandes), cabría preguntarse por qué, de vez en cuando, algunas novelas mujeriles no triunfan lo bastante. Resulta deprimente tener que recordar a estas alturas un diálogo de la maravillosa película Ricas y famosas, de Cukor, uno de los más emocionantes y agudos retratos de la amistad femenina. Las protagonistas, interpretadas por Jacqueline Bisset y Candice Bergen, son escritoras, y su larga relación está tan cimentada en el cariño recíproco como en la rivalidad literaria que mantienen. Bergen se enfada porque una novela suya, celebrada por crítica y público, gana ex-aequo un importante premio, y le reprocha a Bisset: “Cuando lo ganaste tú hace años, lo ganaste entero, para ti sola”. A lo que ésta le responde: “Así fue, querida. Pero te recuerdo que tú y yo no hemos escrito el mismo libro”. Así pues, hay que recordar a las escritoras que, aunque sean todas mujeres, nunca escriben el mismo libro. Como ocurre con los de los hombres, unos tienen suerte y otros no, unos son defectuosos y otros impecables, unos son aburridos y otros divertidos, unos tienen mala prosa solemne y otros buena, unos complacen los gustos masivos y otros no, unos son idiotas e insoportables y otros apasionantes y profundos.
Pero no descarto que una posible explicación a que sólo el 20% de los varones se acerque a la literatura de mujeres sea esta: hace bastantes años que los medios de comunicación (sobre todo algunos), quizá en un loable intento de sacar al sexo femenino de su secular papel secundario, se han empeñado en que casi cada texto debido a ellas sea poco menos que una obra maestra. No son sólo los críticos, sino los periodistas culturales, que en sus reportajes y entrevistas deslizan elogios sin cuento, cuando eso, en principio, no les toca. Y, como es tan imposible que todo lo escrito por mujeres sea de primera fila como que lo sea todo lo escrito por varones, los lectores, tras probar un supuesto prodigio tras otro, engañados por la publicidad y por los frecuentísimos ditirambos recibidos por los textos de mujeres, estén saturados, anden escarmentados y hayan desarrollado una desconfianza —no un prejuicio— hacia la enésima elevación a los altares. Lo cual sería en verdad una pena. Esa desconfianza no existió hacia las novelas, cuentos y epístolas de Emily Brontë y su hermana Charlotte, Jane Austen, George Eliot, Emilia Pardo Bazán, Mrs Gaskell, Isak Dinesen, Madame de Sévigné, Madame de La Fayette, Flannery O’Connor, Edith Wharton o Janet Lewis; ni hacia los ensayos de Rebecca West, Hannah Arendt, Vernon Lee, Rachel Carson o Barbara Tuchman, porque en sus diferentes épocas no había un ensalzamiento maternalista, sexista y continuo de cuanto alumbraban las mujeres. (Ya sé que algunos de estos nombres se ocultaron al principio bajo pseudónimos masculinos, pero hace ya siglos que se conocen sus identidades y no por eso han perdido vigencia ni decaído.) La pena estriba en que, por esta desconfianza propiciada y alentada por las actuales exageraciones que manchan el noble nombre del feminismo, tal vez mucho de lo que hoy escriben de valor las mujeres esté pasando inadvertido; la culpa sería del elogio voluntarioso e indiscriminado. No quiero ni pensar que nos estemos perdiendo a las Rosa Chacel y María Zambrano contemporáneas, a las Josephine Tey, Colette y Virginia Woolf nacionales, por el hastío que Irene Montero y sus innumerables secuaces mediáticos (tan perjudiciales para las mujeres) han creado en los lectores masculinos y pronto —me temo— en los femeninos. ¿Y quién leerá entonces a las escritoras, salvo las obsesionadas con su sexo?