Carta a una hija no nacida

28 DE AGOSTO

Ahora, cuando estoy escribiendo esto, tú no sabes nada, nada de lo que te espera, nada del mundo en el que vas a nacer. Y yo no sé nada de ti. He visto una ecografía y he puesto la mano en la barriga en la que reposas, eso es todo. Faltan seis meses para que nazcas y cualquier cosa puede suceder en ese tiempo, pero creo que la vida es fuerte e inquebrantable, que te irá bien y que nacerás sana y fuerte. Ver la luz, se dice. Cuando nació tu hermana mayor, Vanja, era de noche, y la oscuridad estaba llena de remolinos de nieve. Justo antes de que naciera, una de las comadronas tiró de mí, cógelo tú, dijo, y así lo hice, un bebé se deslizó entre mis manos, liso como una foca. Me sentía tan feliz que me eché a llorar. Cuando año y medio después nació Heidi, era otoño. Estaba tan nublado, hacía tanto frío y había tanta humedad como puede haber en octubre. Heidi llegó por la mañana, el parto fue rápido, y cuando ya había salido la cabeza, pero no el resto del cuerpo, hizo un pequeño sonido con los labios, fue un momento lleno de alegría. John, como se llama tu hermano mayor, llegó en una cascada de agua y sangre, la habitación no tenía ventanas, era como estar en el interior de un búnker, y cuando luego salí a llamar a los abuelos, me sorprendió la luz de fuera, y que la vida siguiera como si nada hubiese pasado. Era el 15 de agosto de 2007, serían las cinco o las seis, en la ciudad de Malmö, adonde nos habíamos mudado el verano anterior. Por la tarde nos fuimos a lo que ahora llaman un hotel de pacientes, y al día siguiente fui a buscar a tus hermanas, que se lo pasaron en grande poniéndole al bebé una lagartija de plástico verde en la cabeza. Tenían entonces tres años y medio y casi dos, respectivamente. Hice fotos, un día te las enseñaré.

Así vieron ellos la luz. Ahora son mayores, están acostumbrados al mundo, y lo curioso es que sean tan distintos entre ellos, cada uno con su personalidad, y que hayan sido así siempre, desde el primer momento. Supongo que lo mismo pasará contigo, que ya eres la que vas a ser.

Ilustración de Vanessa Baird para ‘En otoño’. | Ruben Kvamme

Tres hermanos, una madre y un padre, eso es lo que somos. Es tu familia. Lo menciono en primer lugar porque es lo más importante. Bueno o malo, caliente o frío, duro o blando, da igual, eso es lo más importante, esas son las relaciones a través de las que vas a ver el mundo y que formarán tu concepto de casi todo, directa o indirectamente, tanto en la prosperidad como en la adversidad.

Justo ahora, durante estos días que pasamos aquí, nos sentimos bien. Mientras los niños estaban hoy en el colegio, tu madre y yo hemos ido a Limhamn, y en un café, con el calor de fin de verano —hoy ha hecho un día fantástico, sol, cielo azul, una exigua brisa otoñal en el aire y unos colores como profundos y a la vez claros—, hemos estado hablando de cómo te íbamos a llamar. Yo sugerí Anne, si eras niña, y Linda dijo que ese nombre le gustaba mucho, que tenía algo ligero y luminoso, algo que queremos que esté relacionado contigo. Si eres niño, te llamaremos Eirik, dijimos. Así tu nombre llevará el mismo sonido que el de tus tres hermanos, j, porque si pronuncias los nombres en voz alta notarás que todos lo llevan, Vanja, Heidi, John.

Ahora los cuatro duermen. Yo estoy sentado en mi despacho, que en realidad es una casita con dos habitaciones y un altillo, y miro por encima del césped hacia la casa donde las oscuras ventanas serían invisibles si no fuera por la luz de las farolas del otro lado de la calle, que llena la cocina de un débil resplandor fantasmal. En realidad, son tres casas en fila unidas en una. Dos de ellas son de madera pintada de rojo, y la otra, de cemento encalado. En otros tiempos vivían aquí familias que trabajaban en una de las grandes granjas de la zona. Entre la casa grande y mi despacho hay una casa de invitados que solemos llamar la casa de verano. Dentro de la herradura que forman está el jardín, que se extiende unos treinta metros hasta un muro blanco. Junto a él hay dos ciruelos, uno viejo, con una rama que ha crecido tanto a lo largo y pesa tanto que hay que sujetarlo con dos muletas, y otro joven que planté el verano pasado y tiene ahora fruta por primera vez. Luego hay un peral, ese también viejo, mucho más alto que la casa, y tres manzanos. Uno de los manzanos se encontraba en bastante mal estado, con muchas ramas muertas, parecía agarrotado y sin vida, pero este verano lo podé, algo que nunca había hecho, y me entusiasmé tanto que me puse a cortar sin mirar cómo quedaba hasta que por fin, ya avanzada la tarde, bajé al suelo y retrocedí unos pasos para contemplarlo. Desfigurado fue la palabra que me vino a la mente al verlo. Ahora las ramas han crecido, tienen muchas hojas, y el árbol rebosa de manzanas. La experiencia que he adquirido trabajando en el jardín me dice que no hay razón para tener demasiado cuidado o miedo, la vida es tan robusta…, es como si llegara en cascadas, ciega y verde, y a veces resulta aterrador, porque también nosotros vivimos, pero en unas circunstancias controladas, que hacen que tengamos miedo a lo ciego, lo desatado, lo caótico, lo que se estira hacia el sol, pero es casi siempre hermoso de un modo más profundo que lo visual, porque la tierra huele a podredumbre y oscuridad, bulle de escarabajos huyendo y gusanos convulsivos, los tallos de las flores son jugosos, las copas de los árboles saturadas de aromas, y el aire, frío y cortante, caliente y húmedo, lleno de rayos de sol o lluvia, se coloca alrededor de esa piel acostumbrada al interior como un cambio brusco de presencia. Detrás de la casa principal está la calle, que acaba cien metros más allá, en una especie de recinto medio industrial. Los edificios tienen el tejado de chapa ondulada y las ventanas están rotas, motores y ejes de ruedas yacen oxidándose fuera, medio escondidos en la hierba. Al otro lado, detrás de la casa en la que me encuentro, hay un gran edificio agrícola de ladrillo rojo, que se yergue hermoso entre el follaje verde.

Rojo y verde.

A ti no te dice nada, pero para mí esos dos colores significan mucho, como si en mi interior los anhelara, y creo que esa es una de las razones por las que me hice escritor, porque siento ese anhelo con fuerza y sé que es importante, pero no tengo palabras para expresarlo, y por eso no sé lo que es. Lo he intentado y me he rendido. La rendición son los libros que he publicado. Un día podrás leerlos y tal vez entiendas lo que quiero decir.

La sangre que corre por las venas, la hierba que crece en la tierra, los árboles, oh, los árboles que ondean con el viento.

Todo esto tan fantástico, que pronto verás y conocerás, se ignora con facilidad, y existen casi tantas maneras de hacerlo como seres humanos. Esa es la razón por la que te escribo este libro. Quiero mostrarte el mundo que nos rodea tal y como es todo el tiempo. Solo al hacerlo consigo descubrirlo yo mismo.

¿Qué es lo que hace a la vida digna de vivirse?

Ningún niño se hace esta pregunta. Para los niños, la vida es obvia. La vida existe por su cuenta, no importa si es buena o mala. Es así porque ellos no ven el mundo, no contemplan el mundo, no reflexionan sobre el mundo, pero están tan dentro de él que no distinguen entre el mundo y ellos mismos. Cuando por fin ocurre, cuando surge una distancia entre lo que son ellos y lo que es el mundo, se plantea la pregunta: ¿qué es lo que hace que la vida merezca la pena vivirse?

¿Es la sensación de bajar la manilla para abrir la puerta, notar cómo gira hacia dentro o hacia fuera sobre sus goznes, siempre dispuesta y accesible, y hallarse en otra estancia?

Sí, la puerta se abre como un ala, y solo eso hace que la vida merezca la pena vivirse.

Si has vivido muchos años, la puerta es obvia. La casa es obvia, el jardín es obvio, el cielo y el mar son obvios, incluso la luna que cuelga, iluminando los tejados por la noche, es obvia. El mundo es obvio, pero nosotros no escuchamos, y como ya no nos encontramos en sus profundidades ni lo experimentamos como una parte de nosotros mismos, es como si desapareciese. Abrimos la puerta, pero no significa nada, simplemente es algo que hacemos para ir de una estancia a otra.

Yo quiero mostrarte nuestro mundo tal y como es ahora: la puerta, el suelo, el grifo y la pila, la silla del jardín junto a la pared de debajo de la ventana de la cocina, el sol, el agua, los árboles. Tú lo verás a tu manera, tendrás tus propias experiencias y vivirás tu propia vida, es obvio que esto lo hago sobre todo por mí mismo: mostrarte a ti el mundo, mi pequeña, hace que mi vida merezca la pena vivirse.

 

Ilustración de Vanessa Baird para ‘En otoño’. | Ruben Kvamme

SEPTIEMBRE

MANZANAS

Por alguna razón, la fruta en los países nórdicos es muy accesible, con una piel fina y ligera, en la que es fácil hincar los dientes. Esto rige tanto para peras y manzanas como para ciruelas, que basta con morder y tragar, mientras que la fruta que crece más al sur está a menudo recubierta de pieles gruesas e incomestibles, como las naranjas, las mandarinas, los plátanos, las granadas, los mangos y la fruta de la pasión. Por regla general, acorde con mis demás preferencias en la vida, prefiero lo último, tanto porque prevalece en mí la idea de que el placer es algo que uno ha de ganarse mediante un trabajo previo como porque siempre me he sentido atraído por lo oculto y lo secreto. Morder un trozo de cáscara de naranja, notar el sabor amargo en la boca durante un breve segundo, luego meter el dedo gordo entre la piel y la pulpa, y a continuación sacar gajo tras gajo, algunas veces, si la cáscara es fina, en trozos muy pequeños, y otras, cuando la cáscara es gruesa y la pulpa se suelta fácilmente, en un solo trozo largo, tiene en sí algo de ritual. Cuando los dientes atraviesan la capa fina y reluciente, y el zumo de la fruta entra en la boca, llenándola de dulzor, es casi como si estuvieras primero en el pórtico del templo y luego caminaras lentamente hacia el interior. Tanto el trabajo como lo secreto, es decir, la inaccesibilidad, aumentan el valor del placer. La manzana es una excepción. Basta con alargar la mano, cogerla e hincarle los dientes. Ningún trabajo, ningún secreto, directamente al placer sin más, esa liberación casi explosiva del sabor penetrante, fresco y ácido, pero no obstante siempre dulce en la boca, que puede hacer que los nervios se hielen y quizá también los músculos de la cara se contraigan, como si la distancia entre el ser humano y la manzana fuera justo lo suficiente para que ese susto en miniatura no desaparezca del todo, sea cual sea el número de manzanas que hayas comido en tu vida.

Cuando era muy pequeño, empecé a comerme la manzana entera. No solo la pulpa, sino también el corazón y las pepitas, y a veces incluso el rabillo. No porque estuviera bueno, no lo creo, ni tampoco basándome en ninguna idea de no desperdiciar nada, sino porque comer el corazón y el rabillo ofrecía resistencia al placer. Era una especie de trabajo, aunque en orden inverso: primero el premio, luego el trabajo. Tirar el corazón de una manzana me sigue resultando impensable, y cuando veo a mis hijos hacerlo —a veces tiran manzanas a medio comer— me lleno de indignación, aunque no digo nada, porque quiero que ellos digan sí a la vida y tengan una actitud de abundancia ante ella. Quiero que sientan que la vida es fácil de vivir. Por esa razón he cambiado de actitud frente a las manzanas, no como un acto de voluntad, sino como el resultado de que he visto y aprendido más, creo, y ahora sé que nunca se trata del mundo en sí, sino de nuestra manera de relacionarnos con él. Contra lo secreto está lo abierto, contra el trabajo está la libertad. El domingo pasado fuimos a una playa a unos diez kilómetros de aquí, era uno de esos días de principios de otoño en los que el verano se había alargado y lo había llenado casi por completo con su calor y su calma, a la vez que todos los turistas habían vuelto por fin a sus casas, dejando la playa desértica. Me llevé a los niños a dar un paseo por el bosque que crece hasta la misma orilla del agua, y que en su mayor parte consiste en árboles frondosos, con algún que otro pino de tronco rojizo de vez en cuando. El aire era cálido y estaba en calma, el sol colgaba cargado de luz en el cielo azul oscuro. Seguimos un sendero que iba hacia dentro, y allí, en medio del bosque, descubrimos un manzano lleno de manzanas. Los niños se quedaron tan extrañados como yo, los manzanos eran algo que crecía en los jardines, no de manera salvaje en el bosque. ¿Podemos comerlas?, preguntaron. Yo contesté que sí, podéis serviros. Entendí de repente en un destello, tan lleno de felicidad como de pena, lo que era la libertad.

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FUENTE: EL PAÍS