Una biblioteca para volar en homenaje a la libertad
Desde la ventanilla del carro, la ciudad pasa rápido. A pesar del trancón, cada escena habla fugazmente de una Bogotá que se contonea como bailando una danza de colores. Rumbo a la cárcel es inevitable pensar en tantas cosas que se pueden hacer en libertad y pasan inadvertidas para quienes nunca han estado recluidos.
Un carro se detiene en la orilla para descargar mercancía, una mujer camina con afán con el bolso apretado bajo el brazo, dos niñas ríen a carcajadas entre sus faldas escocesas, un hombre mira su celular y esquiva aparatosamente los obstáculos de la acera, y un viejo utiliza sus harapos como almohada mientras duerme la siesta. Es la vida que pasa y fluye, tan natural que es casi imperceptible para los mismos vivos.
Después de pasar el hospital de La Samaritana aparece la cárcel a lado y lado de la calle; se trata de dos edificios conectados por una estructura sólida elevada que hace de puente entre los bloques y, metafóricamente, entre dos mundos, el de los libres y el de los cautivos.
Entrar allí es toda una experiencia, aunque solo se vaya de visita o a trabajar. Despojarse de los documentos, del dinero, de las joyas, del celular y del reloj resulta un acto de sometimiento difícil de aceptar en un principio.
Cada uno de estos objetos dice algo sobre el poder y el lugar que cada quien ocupa en un mundo en el cual se mide a la gente por lo que tiene. Allí, a la entrada de la cárcel, quedan postergadas por un rato todas las vanidades del mundo, y al atravesar el puente se entra de lleno en otra dimensión.
Recorrer los pasillos herméticos de la cárcel produce cierta sensación de vértigo, aunque en este caso se trate de la Cárcel Distrital de Varones y Anexo de Mujeres de Bogotá, el mejor centro de reclusión de Colombia y tal vez de América Latina. Esta cárcel no se parece en nada al infierno nauseabundo que padecen cientos de miles de personas en otras partes del país.
Aquí no hay olores fétidos, ni aullidos angustiosos ni cuerpos amontonados que se arrastran entre la podredumbre. La impresión, al contrario, es de pulcritud y orden, y, aun así, al entrar se siente un frío pegajoso que marea y estremece por allá adentro, bien al fondo.
Pensar en lo que puede vivir allí alguien privado de la libertad sacude la conciencia, pero sobre todo imaginar lo que podría vivir uno mismo en esa situación hace tambalear, en un instante, todas las certezas.
No se trata solo del encierro, sino del tiempo. Allí se pierde absolutamente su control, y esta tal vez sea la parte más dolorosa de la reclusión. Invariablemente son doce horas de actividad y doce de confinamiento. Levantarse antes de que amanezca y cenar antes de que oscurezca, más allá de lo que pida el cuerpo y lo que digan el sol y las estrellas; día tras día, noche tras noche.
En cualquier caso, no importa lo que pase, la luz se apaga a las 9 p. m. Desde entonces hasta las 5 a. m., cada hora, el destello de la linterna del custodio se ocupará de recordar que alguien vigila, incluso los sueños. Después de la oscuridad vienen el silencio y, muchas veces, el insomnio y esa sensación de soledad y desamparo que suele acompañarlo.
Y así, a medida que se apagan las voces y se aquieta el ambiente, solo se escucha el murmullo escabroso que brota de la tubería; como el eco de un lamento atrapado entre las paredes del viejo edificio de la Cárcel Distrital.
Después de cruzar el puente, a la mitad de un pasillo austero, aparece la biblioteca. La anuncia tímidamente un letrero que solo se ve cuando la puerta está cerrada. Es preciosa y colorida, como un oasis en medio del árido desierto. Una pequeña sala rectangular de dos habitáculos que recibe la luz del día desde unas pequeñas claraboyas. A mano derecha, a lado y lado, están las estanterías; allí esperan pacientemente los libros con la promesa enarbolada de una aventura para quien se anime a leerlos.
Ahí mismo, una mesita, un computador y dos sillas, no cabe más. La sala de lectura se encuentra a la izquierda, tutelada desde la pared por las fotos de algunos escritores, hombres y mujeres; autores que son muy consultados allí o que en algún momento han visitado la biblioteca para presentar su obra.
Entre los rostros de la galería se asoma el de Nelson Mandela, siempre valiente, siempre inconquistable, amo de su destino y capitán de su propia alma, aun en los momentos más difíciles y en el peor de los encierros.
Así, la biblioteca de la cárcel es, en sí misma, un homenaje a la libertad en su sentido más profundo.
En un comienzo eran cuatro, luego se fueron sumando los demás y hoy son 20 los que conforman el grupo base encargado; personas que están privadas de la libertad y han puesto todo su corazón en este empeño de crear una biblioteca carcelaria. Muchos de los libros estaban desde antes, habían llegado hasta allí con los años, como donaciones; pero lo cierto es que no es suficiente con que haya libros para tener una biblioteca.
Es necesario saber y hacer muchas cosas para que un montón de libros se convierta en una colección que pueda ser sistemáticamente consultada.
La idea se gestó con la ayuda del equipo de la Biblioteca Pública de La Victoria, ubicada a unas cuantas cuadras de la cárcel, y bajo la orientación de Ángela, la promotora de lectura.
Juntos, los de la biblioteca y los de la cárcel, emprendieron el proyecto: montar una biblioteca de verdad verdad, organizada en un catálogo, que ofreciera préstamo en sala y préstamo externo en los pabellones; con club de lectura y de escritura, que organizara concursos de narrativa y cineforos, y que llevara autores a conversar sobre las obras; pero sobre todo que brindara la posibilidad, a quienes están recluidos, de acercarse a una infinidad de mundos y realidades posibles a través de los libros.
Crear una biblioteca, con todas las letras bien puestas, fue el empeño de este grupo, que en unos cuantos meses logró transformar el espacio y convencer a varias instituciones y a muchas personas dentro y fuera de la cárcel.
Un proyecto que dignifica
Lo primero fue fabricar las estanterías en el taller de carpintería y restaurar los libros que estaban deteriorados. Medir, cortar, lijar, pintar, reparar, limpiar, forrar y pegar fueron actividades que requirieron destreza, delicadeza y convicción.
“Tanto trabajo, ¿para qué?”, dijeron los escépticos, “todo por unos libros viejos”.
Después fue necesario ordenar los textos por temas y asignarles su propio número de identidad. Sin eso sería imposible encontrarlos, prestarlos y devolverlos de nuevo a su lugar.
Luego tuvieron que pensar en la colección, la que tenían y la que querían tener. Entonces, organizar los libros resultó ser un inesperado ejercicio de empatía, pues implicó ponerse en el lugar de los otros compañeros, imaginar qué necesitaban, qué les interesaba y qué les gustaría encontrar en una biblioteca como esa, más allá del gusto de cada quien.
Finalmente, concentrarse en cómo hacer llegar los libros hasta las celdas, cómo llevar el control del préstamo y, más difícil aún, cómo animar a los otros a leer y escribir. No eran pocos los retos, y el ambiente no era el más propicio.
Pasaron muchos días y muchas horas de trabajo de muchas personas para llegar a tener la biblioteca, que hoy despierta tanto orgullo en la gente de la cárcel y tanta admiración entre quienes la visitan. Mediante un convenio entre la Secretaría de Seguridad y la de Cultura, Recreación y Deporte se incorporó esta biblioteca a BibloRed, la Red Distrital de Bibliotecas Públicas de Bogotá; y así, quienes gestaron la idea lograron hacerle un espacio en los planes y en los presupuestos para garantizar su permanencia en el tiempo.
Ya no solo es la idea ilusa de cuatro soñadores con alma de bibliotecarios. Ahora es parte de una política pública que garantiza a los ciudadanos el acceso a la educación y a la cultura, incluso aunque estén encarcelados.
‘Dignidad’ tal vez sea la mejor palabra para nombrarlo; aquello que se merecen todas las personas por el hecho de existir y que está en la base del reconocimiento más profundo de la condición humana.
Al equipo base, que no ha parado de crecer, se sumó el equipo de la Red, y todos se volvieron compañeros en el propósito común de hacer de este un espacio para la libertad y la expresión.
Algunos llegan hasta allí buscando entender el proceso jurídico en el que están envueltos.
Así empiezan, y con el tiempo se convierten en lectores consumados.
Otros buscan un poco de calma interior, y algunos más encuentran en los libros la posibilidad de romper por un rato el encierro, escapar y ocupar el lugar de otros personajes.
Saben bien que esto funciona como antídoto contra los prejuicios, pues allí en la cárcel, y muchas veces a las malas, han aprendido que detrás de cada persona hay una historia; y que es mejor y más seguro no juzgar a nadie a la ligera ni por adelantado.
Esta biblioteca es como un paréntesis en el curso de la vida diaria, tanto para los que la atienden como para los que la usan, e incluso para quienes la visitan por razones de trabajo.
Entonces, haberse desprendido de las pertenencias a la entrada se convierte también en un acto liberador.
Por unas horas no hay notificaciones en el celular ni cosas urgentes que atender.
Por unas horas se para el tiempo, y cada quien, a su manera, hace consciente la vida que pasa y fluye, tan natural que es casi imperceptible para los mismos vivos.