Videojuego literario y videojuego de literatura
El otro día, un camarada mencionó, a través de un canal de Discord de la redacción de esta misma página, que los videojuegos debían hallar su propio lenguaje. Siempre que escucho frases así, sé que voy a darles vueltas, no puedo evitarlo. Este argumento, de la lingüística lúdica o lenguaje de videojuego, siempre me pareció una forma débil de seguir persiguiendo la validación. Mientras más la escuchaba, más me repudiaba el uso de unos sustantivos que comenzaban a erosionar su semántica primitiva: medio, lenguaje, arte, industria, expresión. Nos ocupamos demasiado en crearnos una definición, en decir quiénes somos antes que serlo.
Desde luego, estas preguntas son naturales, y salen al paso en una sucesión lógica de interrogantes respecto a qué es el arte. Hace poco menos de un siglo, Andrey Tarkosvsky pivotaba alrededor de este mismo concepto, el lenguaje del cine, el valor del cine en sí mismo, la esencia, la materia prima. Antes de morir, y heredarle al mundo uno de las películas más hermosas jamás filmadas, llegó a la conclusión de que el cine estaba hecho de tiempo. Tiempo impreso, si buscamos la precisión. Esto, según su libro de teoría cinematográfica Esculpir el Tiempo, no era tanto una vocación intrínseca del cine como medio sino un subproducto de las condiciones materiales y simbólicas que lo vieron nacer. Los filmes llegaban a una población civil mermada por el peso de la maquinaria industrializante, de los procesos de urbanización desmedida y de las jornadas que devoraban sin piedad los tiempos de sus ejecutores. Un obrero, en la Europa del siglo XVIII, difícilmente hallaría entre sus calendarios el tiempo y el contexto propicios para consumir literatura. Obviamente, la literatura era un privilegio que le pertenecía a la joven clase burguesa, una forma de separarse de los de abajo, que buscaban en carpas de proyección, ferias y cinematecas todo el tiempo que habían perdido. Porque el cine tenía la capacidad de condensar años, meses y días en apenas un par de horas. El suyo era el lenguaje de las imágenes, que se interseccionaba con el ascenso de la publicidad gráfica y la propaganda visual. Y desde esos márgenes tan caprichosos e injustos para la sociedad civil, genios y artistas supieron abrirse paso, inaugurar una poética fílmica que fuera más que entretenimiento comercial.
Ahora volvemos al siglo XXI, el capitalismo ha derrotado al socialismo, Estados Unidos se convierte en el gozne sobre el que gira el mundo, todos estamos deprimidos y estamos asustados frente al futuro. Algunas discusiones dispersas sobre el juego siendo otra cosa más allá del juego se ponen intensas. Internet es nuestro dios, los datos son la nueva religión. El ateísmo creciente es una errata en las páginas de la historia, todos alabamos a la red. ¿Por qué? Porque con el triunfo del modelo neoliberal, asimilado por casi la totalidad de occidente, empezamos a perder el control sobre nuestras vidas. Decidir nuestra ropa, nuestra casa, nuestra comida y nuestras relaciones se vuelve un auténtico privilegio. Así que internet viene y nos dice que podemos recuperar aquello, que el control nunca lo perdimos, sólo no lo conocíamos realmente, sólo no sabíamos lo que significaba, y los teléfonos, las computadoras, y las plataformas digitales nos lo regalan. Ahora caminamos bajo la ya evidenciada ilusión de perseguir nuestros gustos, nuestra forma de vida y en general nuestra identidad. Aunque sea un algoritmo, aunque sepamos que es un organigrama y que nuestra libertad está siendo dirigida, todos cerramos los ojos, apagamos la mente, nos dejamos llevar. Pienso que hay mucho de eso en el videojuego.
No son pocos los paralelismos que uno empieza a encontrar entre el internet y los videojuegos. Ambos nos permiten elaborar variantes de nuestro auténtico ser, sin revelarnos de forma completa. Ambos nos encaminan por un sendero de algoritmos y programaciones, bajo la promesa de que estamos siendo artífices de nuestro libre albedrío. Ambos nos devuelven la sensación de seguridad, de tener el control sobre algo. Nos regresan el control.
No creo que, como mucho afirman, la esencia del videojuego resida en la interactividad. Esa la encontramos en cualquier otro medio; todos interactuamos con las obras de arte, vengan de la disciplina que vengan. No hay ninguna diferencia entre un testigo de pinturas, que en su mente teje redes de referencias y antagonismos simbólicos, y un jugador de Dark Souls que elige cuál armadura lleva su personaje. Ambas formas de interactuar repercuten de la misma forma sobre la obra, sobre cómo la vemos y experimentamos. Ambas formas cambian al objeto en relación al sujeto. La diferencia, entonces, con el videojuego, es que la ilusión va más allá, y se permite edificar una ilusión en que interrumpimos el sí mismo del videojuego como objeto. La posibilidad de que nuestra partida sea diametralmente opuesta a la de nuestro camarada, la posibilidad de controlar a otro personaje, que controle lo que es la historia, lo que el videojuego acaba por significar. Desde luego que esto sólo es eso, un artificio, un velo que cubre la totalidad de la obra, en el que nosotros decidimos qué partes levantar. Puede que debajo del velo el producto sea monstruoso, gigantesco, amorfo y asignificante, pero para eso se nos propina una libertad de desvelarlo gradualmente, de desnudar sus procesos simbólicos, de mantenernos en un estado de excitación estética frente a su progresivo desprendimiento de prendas.
Entonces, llego a una conclusión personal, en la que pienso que la esencia del videojuego es el control, las vertientes que de él puedan ramificarse. Y si aplico esta noción ontológica de videojuego, en un estudio crítico de los mismos, me topo con que son poquísimos los videojuegos que logran una verbalización discursiva a través del control. Quizá también se deba a mi falta de bagaje con respecto a obras clásicas o más lejanas de mi espaciotiempo, pero son muy pocas las veces en que, de un control, se desprende una emoción, una sensación, un significado. No considero a las mal etiquetadas “escenas cinemáticas” como elementos narrativos válidos dentro de un videojuego. Soy capaz de reconocer su utilidad a la hora de manipular al jugador, y hacerle olvidar que tiene un mando entre las manos, pero hasta ahí. Entiendo que, debido a la ausencia de estudios críticos reales sobre el mismo, tendamos a considerar como buenos videojuegos a aquellos que nos entregan “buenas historias”. La noción de la historia es un mal heredado, que se remonta hasta la literatura. Si considerásemos al cine puro, al tiempo impreso filmado en las obras de cineastas como el ya mencionado Tarkovsky o su sucesor cronológico Andrey Zvyagintsev, nos encontraremos con una forma muy distinta de narrar, muy diferente a “la historia”. Leviathan o Zérkalo son obras que parecen herméticas, extrañas en su tratamiento de los acontecimientos, algo más allá de un lenguaje convencional, pero lo cierto es que se trata de un expresión depurada de cinematografía, de lenguaje del movimiento. La historia entendida universalmente como drama, como sucesión perfectamente hilvanada de sucesos, es un fragmento genético que viene desde los libros, de los que las obras, todavía, no se logran deshacer. Muchas películas y videojuegos tienen su auténtico núcleo en el drama, en la historia literaria, en el guión. Pocos cineastas se han arriesgado a hablar desde el tiempo, como pocos desarrolladores se han aventurado con una dialéctica del control. Y frente a esta frontera infranqueable, del drama como corazón de las obras, surge una extraña criatura, un híbrido de los lenguajes que se habla y se entiende cada vez más. Algo que, a falta de un término oficializado por academias, llamaré el videojuego literario. No un videojuego que trate sobre literatura, sino una literatura sometida al juego, ergo, al control. Una literatura dirigida.
Es irónicamente el tipo de juego que vuelve buscando sus raíces el que más florece lejos de las mismas.
El videojuego literario hace de la retórica controlada su esencia, hasta el punto de repercutir en lo que pudiese pensarse como un control puro. Literatura presente en el control. ¿Ejemplos? El más intenso y el más cercano es el hito de Cardboard Games, Kentucky Route Zero. Uno no puede pensar en este juego sin pensar en sus inagotables ríos de retórica literaria. La literatura no sólo significa las arterias vitales de Kentucky como obra de ficción (diálogos, acotaciones y descripciones), también le insufla vida a sus márgenes del control.
Ahí está el mapa, con su iconografía minimalista que sirve para revelar relatos, pequeños cuentos que significan la cartografía y por ende el espacio de control; el menú de pausa, en que el lenguaje articulado escrito nos empuja hacia un sinfín de interpretaciones sobre la condición metatextual y metaficcional del juego (las descripciones de las opciones en el menú, los instructivos para su escalofriante modo multijugador, esa nota al pie de página que nos indica una dirección inexistente); ese índice capitular, que es giroscópico y dinámico, y nos recuerda a cosas como el Tablero de Dirección que era el índice de Rayuela, entre los más destacados. Si observamos la progresión mecánica, esta también se encuentra anclada a la literatura, como ese momento del capítulo IV, en que Ezra y Cate bajan para cosechar champiñones en una isla móvil, y los engranajes del diálogo literario funcionan desde una simultaneidad doble; la capacidad de controlar lo que ambos personajes dicen al mismo tiempo, y la capacidad de elegir entre seguir su línea de pensamientos o convertir esos pensamientos en diálogo. También está el momento del acto II, en el museo de viviendas, una secuencia de control en que la perspectiva dialéctica (el cuadro de diálogos, acotaciones y descripciones) se desprende de su sujeto de control, porque estamos hablando como un guardia de seguridad, pero nos movemos en los cuerpos de Conway Y Shannon. Todo esto en un supuestamente uniforme (a nivel de control) Point and Click; la literatura acude al rescate, se pone a nuestro control, el control se estructura en derredor de las letras.
Como contraparte, pienso en un videojuego de literatura. Esta es una forma vitaminada del clásico videojuego cuya esencia descansa sobre el guión, que parte de él hacia todos sus lados. Es el guión escrito a propósito de sí mismo, no como una nervadura subterránea de la narrativa del control, sino como un punto de intersección, no tanto una sumisión como una colaboración. Para este caso, elijo a Disco Elysium, otro reciente. Este es literario desde su genealogía, una h i s t o r i a concebida como un libro que fracasó al momento de su publicación. Disco Elysium es la traducción del libro hacia el lenguaje del videojuego; el control responde, unívocamente, a lo literario, sin la posibilidad de una rivalidad. Por eso, la narrativa literaria de Disco Elysium no cambia a lo largo del juego, como tampoco cambian las mecánicas de su control. El control se postra frente a la historia. La historia literaria elabora su mundo, a sus gentes, sus lugares y sus símbolos. El espectro de relación emocional que el jugador desarrolle para con el juego no se debe al control que ejercemos sobre él, sino a la literatura que el control nos permite leer. Y es literatura y no guión porque persigue, deliberada e ininterrumpidamente, el uso del lenguaje articulado escrito como forma de asir el mundo, no es un vehículo estéril ni una frontera de traducción obligatoria, es un deseo de hacer, de escribir literatura jugando.
Entre estos ejemplos, como una tierra de nadie, se me ocurren algunos videojuegos que todavía desgranan su control, sin llegar a pertenecer a ninguna de estas dos categorías. What Remains of Edith Finch, Unmemory, probablemente Outer Wilds… esto sólo es sólo una aproximación, un mero movimiento cartográfico, observación y anotación. Las radiografías, quizá, vengan luego.
El videojuego comparte, como anotación final, una última similitud con lo literario, y es su tratamiento del tiempo. Tan sólo pensemos en cuánto tiempo nos toma concluir la lectura de cualquier novela de extensión promedio, y comparémoslo con el tiempo que nos toma terminar un AAA, un AA o un indie. Igual que la literatura hiciese antaño, el videojuego puede surgir como frente de defensa ante la rapidez de nuestra era, sembrada de aceleraciones. Controlar como nunca pudieron los libros, quizá por primera, auténtica vez, a nosotros mismos, a nuestro tiempo en este mundo, que nunca terminará de ser nuestro, pero que entre unas páginas, entre unos mandos, por un par de horas, por un puñado de instantes, se siente nuestro.