Ya no queremos parecer listos, sino ricos y guapos: así murió la figura del ‘gafapasta’ y nació el imperio del emprendedor ‘trap’
Ha pasado casi una década desde que declaramos la muerte del cultureta, adicto a la filmoteca y a conocer a todos los grupos antes de que se hiciesen famosos. En este tiempo, su figura ha sido sustituida por el del ‘trapero’, el macarra, el ‘instagramer’, el emprendedor o el que lo es todo a la vez. ¿Hemos mejorado? No está muy claro.
El gafapasta ha muerto, ¡larga vida al gafapasta! La figura del cultureta que compraba vinilos y vivía en los cines en versión original ha muerto ahora que todo el material al que él tenía acceso privilegiado se ha democratizado y, sobre todo, las nuevas metas económico-estético-intelectuales miran hacia otros lugares más aptos para la generación Instagram.
El gafapasta, el cultureta, era aquella persona que se iba a la Filmoteca a ver un ciclo de cine iraní, que devoraba las obras completas de William Faulkner, que siempre ponía sobre la mesa a un grupo de música aún más desconocido y que, por supuesto, era mejor que el tuyo. El gafapasta hacía estas cosas, pero sobre todo las contaba luego en la barra del bar (porque, ¿acaso no es la cultura aquello que antecede a las cañas?). El “pedante” en la antigua Grecia era el maestro que enseñaba a los niños (la palabra tiene la misma raíz que pedagogía) y, en efecto, el gafapasta, mezcla perfecta entre pedantería y modernidad hipster, te trataba como si fueras menor de edad, al menos en cuestiones culturales.
Los tiempos han cambiado y la cultura sofisticada no parece ocupar un papel tan central en la distinción. El sociólogo francés Pierre Bourdieu estudió (véase su libro La distinción) cómo se forman y se relacionan eso que llamamos buen gusto y mal gusto, y cómo ese gusto sirve para que unas clases sociales se distingan de otras. El gafapasta trata de diferenciarse y ser especial mostrando unos gustos culturales que estén fuera del alcance de los demás, del sucio hocico de las masas: entiende las performances más sangrientas y está orgulloso de asistir a plomizas obras teatrales de seis horas en salas alternativas.
Hablamos en pasado porque no está claro que el cultureta siga existiendo, al menos como tendencia sociológica reseñable. No parece que la gente trate de diferenciarse ya por sus gustos culturales, y, de hecho, llevar gafas de pasta ya es la norma y dice poco de quien las porta (ahora, de hecho, es casi más molón llevar gafas que no sean de pasta, a poder ser de corte setentero). Hasta uno de los buques insignia del gafapastismo militante, la revista Rockdelux, ha dejado –tristemente– de publicarse. Programas televisivos que entrarían dentro del concepto de telebasura, como Sálvame o La isla de las tentaciones, ya no generan estigma en aquellos que los siguen, y su comentario público puede otorgar hasta un aura de molonitud. ¿Qué fue del gafapasta?
Internet killed the ‘cultureta’ star
La primera explicación que viene a la cabeza es la que explica casi todos los cambios sociales que vivimos en estos tiempos acelerados: Internet. Si el gafapastismo implica un acceso privilegiado a la cultura, Internet la ha democratizado. Ya no hace falta transitar escondidas librerías de viejo, conocer tiendas de vinilos escondidas en sótanos londinenses o viajar al festival de cine de Tombuctú. Ahora todo está en Internet, al alcance de todos, en plataformas de música o cine, o a través de Amazon. De hecho, las fronteras entre lo underground o alternativo (propio del cultureta) y lo mainstream (aquello que consume la masa) se han difuminado bastante, pues la posibilidad de competir en igualdad de condiciones por la atención del público ha crecido en Internet.
La información fluye por todos los poros de la sociedad, rebosa de las pantallas y quizás lo importante ya no es acumular información (el acopio de información, la erudición, es condición sine qua non del cultureta) sino saber buscarla y relacionarla. Hoy, además, cualquier hijo de vecino tiene su espacio en Internet para expresarse libre y creativamente. Ni siquiera ser un creador tiene la pátina de distinción que tenía cuando uno necesitaba editoriales o galerías de arte para mostrar su mundo interior. Entonces, si cualquiera puede acceder a la cultura sofisticada a través de Internet (e incluso generarla), si Spotify y Netflix nos igualan a todos, ¿cómo va a seguir siendo la cultura de la ceja alta una forma de distinción social?
El giro economicista
En 2014 el periodista Víctor Lenore creó un buen revuelo con su libro Indies, hípsters y gafapastas. Crónica de una dominación cultural (Capitán Swing), donde denunciaba el clasismo inherente al gafapastismo y lo hipster, que desprecia los gustos culturales populares. Ahora reconoce que las cosas han cambiado: “Tengo la sensación de que el gafapastismo no es lo que era”, explica. “Por poner un ejemplo: tener los discos más oscuros y limitados del DJ de moda ya no te convierte en cool, ahora eso pasa por estar en todas las zonas VIP del Sónar o de los festivales de moda. Ya no hay ese impulso de emular a las élites culturales, sino que se ha impuesto codearse con las élites económicas”.
Ese cambio de lo cultural por lo económico que señala el periodista también podría detectarse en la actual veneración por el emprendizaje y la innovación, que se han revelado como nuevos mitos contemporáneos: ya no es tan guai tener unas lecturas profundas y eruditas como montar una start up en bermudas y venderla a un gigante tecnológico. La fresca cultura del coworking con tazas de Mr. Wonderful.
“El gafapastismo ya no es exactamente cool, sino más bien nerd”, continua Lenore. “No creo que Joaquín Reyes o Quique Peinado se vean como algo pasado de moda, por ejemplo. Aunque he escrito bastante contra el gafapastismo, sus representantes ya no me parecen tan estirados, sino más bien personas entrañables”.
¿A qué se debe este giro economicista? ¿Hemos pasado de Guatemala o Guatepeor? “Lo achaco a que la cultura del dinero y del exhibicionismo se ha ido imponiendo”, dice Lenore, “creo que los gafapastas teníamos criterios culturales malsanos, basados en una especie de distinción bourdeiana de baratillo y un poco panoli, pero eran criterios que tenían que ver con la cultura. Eso se ha disuelto en la adoración del dinero, el sex-appeal y una buena agenda de contactos”. La red social Instagram, ese territorio sin conflicto político o pandémico, principalmente dedicado al postureo y al porno soft, puede ser una muestra –o una causa– de las nuevas formas de molar. Es notorio que sea una red que prima la imagen, a poder ser con filtro, al texto.
“Ya no cuenta ofrecer nuevas perspectivas estéticas o existenciales, sino estar en lo alto de la pirámide social o fingir en Instagram que estás ready para trepar esa escalera”, señala Lenore, quien también le ve alguna cosa buena al asunto: “Al menos, el hedonismo no se ve tan mal como se veía en círculos gafapastas. Ahora se baila sin complejos y se intenta disfrutar más la vida. Grupos tan depresivos como Radiohead o Nirvana ahora lo tendría casi imposible para ser cool… aunque también hay bastantes letras de bajón en el perreo”.
La vía macarra
Otra derivación del gafapastismo podría haber ido en la dirección justo contraria. Lo aspiracional no estaría en este caso en las élites económicas, sino en el lumpen macarrilla, un poco a rebufo del auge del trap. Es lo que piensa Iñaki Domínguez, autor de Sociología del moderneo (Melusina), donde también analizaba el hipsterismo gafapasta y, más recientemente, Macarras interseculares (Melusina), donde recupera la cultura macarra madrileña, esa a la que dice que volvemos.
“Por supuesto que el gafapastismo ha muerto en el seno del moderneo”, señala Domínguez, “ahora se lleva la estética de la pobreza y de la incultura, entendiendo la cultura en términos académicos, librescos, de cultura pop tradicional, en favor de un simulacro de vida callejera y de barrio”. LO que toca ahora es el chándal, el tatuaje en la cara, la música urbana, algún delito menor del que presumir, más que salir cargado de libros de los grandes almacenes FNAC (hubo un momento en el que la FNAC era gafapasta).
Domínguez señala otras posibles causas del declive del gafapastismo: la decadencia de la educación, el uso de Internet como cerebro compensatorio, la merma del coeficiente intelectual de las personas (está cayendo desde 1975), las interpretaciones dogmáticas de la realidad, o la romantización de la pobreza y la locura, ambos elementos tradicionalmente desligados del academicismo, la razón y el pensamiento eficiente.
El gafapastismo podía parecer una cosa muy elitista y odiosa, pero sus alternativas y derivaciones no parecen más halagüeñas. En definitiva: si usted quiere molar de verdad en los tiempos modernos, deje de leer este artículo, deje de leer en general, corra a ganar dinero e innovar, a hacer el macarra y a mirar el Instagram. La cultura está volviendo a la marginalidad, el que tal vez sea su lugar natural.
FUENTE: EL PAÍS