Andrea Abreu: “Hay una idea un poco clasista sobre lo que tiene éxito”

Andrea Abreu (Icod de los Vinos, Tenerife, 26 años) tuvo un éxito resonante con un libro insólito, la novela Panza de burro (publicada por Barrett en 2020 y editada por su maestra Sabina Urraca).

Escrita con el lenguaje de su barrio, y de su vida, desconcertó por su venturosa frescura, de modo que hubo lectores que creyeron que estaban ante una especie de folklore lingüístico cuando (como dijo Carlos Pardo, en ‘Babelia’) en realidad Abreu escribía “como se escribe”, porque en su obra la libertad de decir coincide con la calidad de decirlo. Ahora esta novela que muchos creyeron intraducible está siendo publicada en 30 países y es materia cinematográfica. Además, ella acaba de ser seleccionada como uno de los 25 narradores jóvenes menores de 35 años por la revista británica Granta, en una lista que se confecciona cada 10 años. Ella ya no es la muchacha que posaba descalza y con pantalón de peto, o al menos no aparece así en las fotografías que le hizo EL PAÍS hace dos semanas ni en las imágenes que devuelve Skype desde su casa de La Laguna, en Tenerife. Su literatura es tan fresca como su pasado de niña a la que le encantaba bailar.

Pregunta. ¿Y ahora cómo es?

Respuesta. No soy tan activa como entonces. Soy más de estar sentada leyendo. A veces me acuerdo de que tengo que hacer ejercicio y hago yoga.

P. ¿Cómo le ha ido con el éxito?

R. No sería mentira si dijera que me ha hecho feliz. Pero también lo he pasado un poco mal, porque cuando algo rompe como rompió mi novela una no está preparada psicológicamente para ello. Así que me está costando asimilar todo lo que esto supone, que la gente me preste atención. La realidad supera las expectativas y no sabes cómo adaptarte.

P. ¿Ha tenido excepciones esta reacción tan unánime?

R. Sí, y han sido más sonoras en mi cabeza que la norma general. He recibido muy pocas críticas negativas… Pero las ha habido. Al principio me parecieron como ataques de odio, porque no había un argumento sino insultos. Llegué a este mundo de la literatura sin ningún tipo de conocimiento previo de cómo funcionaba el sistema por dentro, y no tenía herramientas adecuadas para taparme los oídos cuando la gente dice cosas crueles. Por eso muchas veces te crees más esos insultos que los comentarios que para mí tienen credibilidad y valor.

P. Eso le habrá enseñado algo de la condición humana…

P. Ocurre con Panza de burro que muchos empiezan diciendo que tenían reticencias ante el libro, pero… Es algo que se suele decir ante lo que va bien o muy bien, como que por tener éxito lo publicado no vaya a ser verdaderamente bueno. Tenemos, yo también, ideas un poco clasistas sobre lo que triunfa, como si esto tuviera que ser siempre superficial. Yo también me he encontrado con reticencias a la hora de leer un libro que les ha gustado a muchas personas. Ese prejuicio es lo que le pasa a muchos con mi libro, que en un principio consideraban que no merece atención porque haya vendido más d

P. El libro arranca con una enorme energía, la de su lenguaje, que muchos han recibido como una rareza, cuando es el de muchos barrios canarios donde, por ejemplo, como ocurre en otras latitudes, el autobús se llama guagua y fisco significa poco.

R. Hay personas, también canarias, que se han atrevido a decirme que el simulacro de oralidad que hay en mi libro no es real porque nadie en las islas habla así. Pienso entonces que nunca se han acercado a los nortes de Tenerife o Gran Canaria a escuchar cómo hablan las personas, que en realidad se expresan como mis personajes. Eso ha llevado a gente a considerar que hablamos raro, y que esa escritura resultaba exótica, como si en las islas la gente no estuviera acostumbrada a escuchar la interpretación propia del canario. Y lo que hago es adscribirme a una tendencia histórica en las islas y en muchos lugares del mundo, como en Latinoamérica, donde el uso de la oralidad es una herramienta de la literatura. Aquí lo han hecho en el siglo XX autores que admiro, como Víctor Ramírez o Ángel Sánchez. Y yo simplemente lo que hice fue utilizar esa misma herramienta de la oralidad… Siempre me he remitido a autoras como la mexicana Fernanda Melchor, que dice que busca una especie de hiperrealismo en el lenguaje. Todo lo que hago ya está inventado, pero lo estoy llevando a mi terreno para contar experiencias que me han marcado a lo largo de mi vida, adscribiéndome a una tradición que es transatlántica y que tiene que ver con una historia del uso de la oralidad muy muy larga.

P. Puede ser que haya gente que leyó el libro como si el lenguaje fuera su historia.

R. Totalmente. Como si se hubieran quedado con la cáscara de la manzana y se hubieran olvidado del centro de la manzana. Mi apuesta lingüística está supeditada a la historia que quiero contar. Lo que hice dentro del libro fue construir una especie de simulacro de la oralidad. Es evidente que hay un abismo entre la lengua hablada y la escrita. Hay un ejercicio de escritura. Por eso me gustó una crítica que hizo Carlos Pardo en ‘Babelia’ diciendo que Andrea Abreu escribe como se escribe.

P. “No escribe como se habla, sino como se escribe”, decía, para explicar que usted posee “una poderosa lengua literaria”.

R. En ese momento se había cumplido un año de la publicación de Panza de burro y mucha gente había dicho que yo escribía como hablaba la gente. Es lo que intento, que la gente escuche a la gente mientras me lee, pero la gente debe entender que eso es un artificio, porque si te limitaras a transcribir lo que dice la gente no funcionarían las historias, serían meras transcripciones sin ritmo ni cadencia. Esa crítica fue la primera que legitimó lo que quise hacer, estaba cansada de que no se reconociera que había escrito una historia independientemente de la herramienta lingüística que usara para ello.

P. Su infancia está en el origen de la historia y del lenguaje. ¿Qué postal guarda de ella?

R. Mi abuelo era chatarrero. Para mí era un superhéroe. Estaba separado de mi abuela, y yo lo iba a ver al trabajo. Un día vino con un saco lleno de calderos de aluminio, de los que usaban para guisar papas, pero en versión para niños pequeños. Recuerdo que desplegó el saco en la mesa del patio y me dijo que me lo había traído desde Güímar [al principio del sur de la isla]. Nunca había ido a Güímar. Fue como si me lo trajera de Nueva York. Fue uno de los días más felices de mi vida porque eran juguetes de hacía 30 o 40 años que me estaba trayendo de un lugar maravilloso. Recuerdo mucho ese día en que mi abuelo trajo ese saco de calderos, y estuve todo el día jugando con ellos.

 

FUENTE: EL PAÍS