Opinión: La vanidad del intelectual

«El Pensador» fue originalmente imaginada por Rodin como una representación del escritor italiano Dante Alighieri contemplando sus escritos bajo el título “El Poeta”.

El intelectual es una persona que padece un desajuste particular: el deseo de tratar de distanciarse del sentido común. Quizá le falta una cosa y le sobra otra: carece de humildad y posee abundante egolatría. Una de las acepciones del diccionario nos informa que intelectual es la persona “dedicada preferentemente al cultivo de las ciencias o de las letras”. Aceptemos esa definición en este texto.

Parece que el nombre, real o supuesto, de intelectual le concediera a esa persona una visión muy particular de los fenómenos, o que su yo exagerado, le exigiera ser distinto y llevar la contraria a lo que se puede considerar el sentido común(por algo Descartes dijo que era el menos común de los sentidos), o a lo que se pueden llamar sus precedentes ideológicos o culturales.

Entonces su postura frente a los hechos, en un considerable porcentaje de ellos, no es producto de una reflexión sino de una ambición y de un impulso, el deseo de ser visto como diferente, y de lograr, quien quita, algún aplauso o canongía. Creen que ser intelectual es ir siempre contra la corriente: que si se acoge a la lógica de los sucesos, sería uno más en el rebaño o en la masa amorfa. Y él debe ser o posar de distinto.

Si bien es cierto que la actitud del intelectual debe ser esencialmente crítica, esto no quiere decir que se le otorga una autorización para romper la lógica analítica de los hechos. E imponer sus desprecios o sus antipatías. Con algún punto de contacto con lo anterior, Andre Maurois, refiriéndose a conceptos de Albert Camus, señala “que hay épocas en que el artista puede abstenerse y permanecer en el graderío, mientras el león y el mártir se explican en la arena, pero hay otras, tan ensañadas que la misma abstención es una elección. Entonces el artista es embarcado en la galera de su tiempo. Es el caso de nuestra época…”(De Proust a Camus, 1967).

La crítica, como se sabe, no es caminar siempre hacia la desaprobación de las cosas sometidas a consideración. La crítica no es pronunciar siempre la palabra No. Criticar no es siempre negar. Es saber evaluar, utilizando los binarios contrarios. Criticar puede ser aprobar. Lastimosamente se ha erigido un prejuicio en torno al concepto de crítica, que pretende obligar a los llamados críticos a ejercer una mirada unilateral, la negativa, frente al fenómeno considerado. Así, esta no es una observación objetiva. Es, o puede ser, un pronunciamiento obligado por las simpatías o las animadversiones. Esto es, subjetividad total.

Más le vale al intelectual tener los pies sobre el suelo que las ambiciones flotando en el cielo. Así, exento de caprichos o enemistades personales, puede ser certero. Si se cree mejor que otro u otros, y se considera poseedor de la verdad, que no trate de imponer su criterio o no compita, pues, según las normas del Tao, el mejor nunca gana porque el mejor nunca compite.

En un flanco complementario, sobre el intelectual, o sobre la mayoría de los intelectuales, pesa una maldición. La maldición de creerse más que los demás, y para los ególatras esto implica sufrimiento. Así, el que se cree más es porque teme ser el menos. Y allí radica su desastre y se sustenta su postura.

Entonces, frente a la realidad de un país o de una obra, si coincidimos con Roland Barthes (Crítica y verdad, 1975), criticar es hacer una segunda escritura, digamos una segunda lectura, utilizando el hecho o la lectura primigenia. Y luego, sí, asumir una posición razonada y liberada de vanidad, que es la epidermis de la vida. Pues si se acierta, podrá beber el vino de la gloria, pero si se equivoca, se le condena no porque piensa sino porque actúa, según el mismo Barthes. En este caso erróneamente.

En cuanto a la obra escrita o la obra actuada (postura frente a los hechos), hay que dejar que el tiempo y la crítica sapiente definan valoraciones o prioridades. El resto es vanagloria o presunción anticipada.

* Escritor, ensayista, catedrático universitario. Director del periódico cultural El Túnel, de Montería, Colombia. Cuentos suyos han sido traducidos al alemán, francés, eslovaco e inglés. Su libro más reciente es Las espadas en receso del Conde de la Quimera, segunda novela de una trilogía sobre el Sinú colombiano. E. mail: jlgarces2@yahoo.es

FUENTE: EL ESPECTADOR