Pensar más allá del coronavirus

Pensar más allá del coronavirus

El libro VII de La República, se abre con el relato de uno de los mitos más famosos: el de la caverna. Apenas Sócrates ha empezado a describir a los hombres encadenados frente a las sombras, su interlocutor le interrumpe: “¡Qué extraña escena describes y qué extraños prisioneros!”. Responde Sócrates: “Iguales que nosotros”. Ésa es la idea que guía a los filósofos: cuando hablan lo hacen de los hombres, de sí mismos y de todos los demás. No importa el lugar y la fecha del escrito: el discurso cruza fronteras y siglos para llegar a todos los presentes posibles.

Aunque no lo explicita, ésa es la idea que subyace al libro de la profesora de la Universidad de York, Catherine Wilson Cómo ser un epicúreo. Una filosofía para la vida moderna. La autora explora el pensamiento de Epicuro utilizando los pocos textos suyos que han llegado hasta hoy y el De rerum natura, de su discípulo romano, Lucrecio. Para Wilson, ambos hablan del presente y su pensamiento sirve para orientar a los contemporáneos que aspiren a lograr una vida dichosa o, al menos, a reducir los sufrimientos.

La edición del libro de Wilson coincide con la reedición de Filosofía para la felicidad, que recoge diversos fragmentos de Epicuro y tres análisis del conjunto de su obra, firmados por Emilio Lledó, Pierre Hadot y Carlos García Gual, quien es además el traductor de los textos del filósofo incluidos en el volumen. Todos los estudiosos reivindican la actualidad de su obra, aunque por vías diferentes. El libro de Wilson no mantiene apenas las distancias: parte la autora de que el epicureísmo “es el sistema más interesante de la antigüedad” y se entrega a mostrar cómo se puede convertir en una guía para quien hoy busque la felicidad. Sus consejos sirven tanto como guía individual como para parapetarse frente a los males colectivos, entre los que cita la creciente desigualdad económica, la corrupción política generalizada, las amenazas derivadas del cambio climático y de las armas nucleares y químicas y el agotamiento de los recursos naturales.

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Coinciden, claro, en resaltar varios asuntos. El primero, los intentos de sepultar el epicureísmo a lo largo de la historia. Lledó califíca al filósofo como “una de las primeras víctimas de la censura ideológica”; Hadot señala que “fue condenado (…) a un lamentable ocultamiento”, mientras que García Gual prefiere recopilar algunos de los insultos que le dedicaron ya en la antigüedad: analfabeto, bribón, prostituta, servil y sofista.

El segundo punto de coincidencia es el razonamiento epicúreo que lleva a prescindir de los dioses. Estos son, para el filósofo, seres felices que viven en su cielo particular totalmente ajenos a las cuitas de los hombres. De nada sirve implorarles, pues es imposible que hagan caso a rezos o sacrificios. Ni los dioses hablan a los hombres ni les escuchan tampoco.

La tercera coincidencia es la reivindicación del placer, entendido a la vez como goce del cuerpo e intento de reducir al máximo el dolor. Entre los placeres se incluye el sexual que “es amable con tal de que no produzca daño”. Afirmación que explica, en parte, el encono de los pensadores cristianos.

El hombre, puro aglomerado de átomos, se siente acosado por el miedo y por las necesidades, entre ellas el hambre, la sed y el frío, como muestra uno de los fragmentos conservados: “Éste es el grito de la carne: no tener hambre, no tener sed, no tener frío.; quien tenga y espere tener esto también podría rivalizar con Zeus en felicidad”. (Nota menor: se reproduce la traducción de García Gual. Lledó y Hadot citan también el fragmento, pero las tres versiones presentan ligeras variaciones).

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La afirmación epicúrea sobre la inutilidad de recurrir a los dioses para conseguir favores enlaza con uno de los ejes narrativos de Ciencia y filosofía en la antigüedad, del irlandés Benjamin Farrington, que ahora se reedita con un prólogo de José Ignacio de Latorre. El gran avance que se produce en el origen de la ciencia antigua, sostiene Latorre citando a Farrington, se produjo al “eliminar lo milagroso de la naturaleza y de la historia y sustituirlo por leyes”, dando lugar, redondea Latorre a “un salto intelectual de gigante. Sin él no hay ciencia moderna”. La ciencia surge al prescindir de los dioses. El libro de Farrington, entre cuyas principales virtudes destaca la claridad, recorre el periodo que va de Egipto y Mesopotamia hasta los años de Alejandro Magno, cuando nace la filosofía epicúrea. El volumen se editó por vez primera en castellano a principios de los setenta, en una colección memorable, Ariel quincenal, inspirada por Manuel Sacristán, casi al mismo tiempo que otro texto de Farrington, La rebelión de Epicuro, al que García Gual alude en el volumen colectivo citado. La edición de Ciencia y filosofía… coincidió también con un curso de doctorado sobre Epicuro impartido por Emilio Lledó, aún catedrático en Barcelona.

Wilson rastrea la influencia de Epicuro en la historia del pensamiento y la percibe en Thomas Hobbes, Jeremy Bentham, John Stuart Mill, Thomas Jefferson, Jean-Jacques Rousseau, Carlos Marx y Federico Engels. Su entusiasmo la lleva, incluso, a proponer reformas sociales y laborales que tiendan a la felicidad de las personas, aunque es consciente de que “no es muy probable que los directivos de las actuales juntas apunten en esa dirección”. No obstante, la situación actual es perfectamente modificable porque la autoridad política no es natural ni deriva de la voluntad divina. El gobierno es una organización hecha por convención y, por lo tanto, modificable.

El atomismo de Epicuro, heredero del de Demócrito, convierte a los hombres, materia pura, en existencias efímeras, lo que lleva a Wilson a afirmar la conveniencia de que la justicia sea cosa de este mundo, porque no hay otro donde pueda ser impartida: ni como premio ni como castigo. Todos los autores citados destacan también que el epicureísmo fue de las pocas escuelas de la antigüedad que aceptaba a las mujeres en condiciones prácticamente de igualdad con los hombres.

En las antípodas de la tendencia epicúrea se sitúa el texto de Agustín de Hipona reeditado por Guillermo Escolar en la colección Los secretos de Diotima, bajo el título de La búsqueda de la verdad. Se trata de los capítulos IV a VI de Las confesiones. Agustín recorre el camino que le lleva a Dios y le aparta de los placeres de la carne. “Epicuro habría obtenido un rincón en mi alma”, escribe, “de no ser porque yo creía que tras la muerte siguen vivos el alma y el conjunto de nuestras buenas acciones, idea en la que Epicuro se negó a creer”. Coincide con el epicureísmo en la voluntad de reducir el miedo a la muerte, pero por vías muy distintas. En el caso agustiniano, la muerte del cuerpo libera al alma para su encuentro con Dios. Para Epicuro, la muerte, en cambio, es un problema menor si se acepta la idea del límite natural de los seres humanos: “La muerte no es nada para nosotros. Porque lo que se ha disuelto es insensible y lo insensible no es nada para nosotros”.

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Frente al epicureísmo Agustín rechaza los placeres de este mundo e incluso cuestiona el valor del conocimiento, que para Epicuro permitía imponerse al miedo: “Cada vez que oigo a tal o cual hermano en la fe hablar de astronomía sin tener mucha idea (…) contemplo resignado a un hombre que está emitiendo un juicio sin más, pero no veo que le perjudique el desconocimiento de la posición y la constitución de la creación física, a condición de que no se crea lo que no es digno de ti” (se dirige directamente a Dios).

En un tono diferente y sin tomar otros textos como punto de arranque para el pensamiento, se sitúa La desaparición de los rituales, de Byung-Chul Han. Se trata de un conjunto de reflexiones hilvanadas por una idea eje: la producción acaba con todo lo que la vida puede tener de interesante y feliz. Los rituales confieren “duración”, frente a una eventualidad constante de la vida en una sociedad productiva dominada “por el miedo a la muerte”. Incluso el lenguaje sucumbre a la productividad, pierde su carácter narrativo y se convierte en “medio de información”, a la vez que olvida lo poético que podría devolverle el gozo de “romper la economía de la producción de sentido”. Todo ello debido a un neoliberalismo imperante que “explota incluso la moral” y convierte al sujeto en dato; el pensar, en algoritmo.

Hay un aspecto del pensamiento epicúreo que lo acerca también al presente. Alude a ello García Gual cuando señala que vivió en un tiempo en el que se había hundido Atenas como ciudad libre, tras ser derrotada por Alejando Magno, y como proyecto político de convivencia, coincidiendo con la muerte de sus defensores: Aristóteles y Demóstenes. La pérdida del poder político de las polis en favor de los imperios acarrea un distanciamiento entre el ciudadano y los lugares donde se toman las decisiones políticas. De ahí que las escuelas que aparecen en el periodo llamado helenístico y que se prolongan en Roma, apuesten por buscar la felicidad, bien individualmente, bien en pequeñas colectividades, al margen de la política. Los gobernantes están casi tan lejos y parecen tan insensibles frente a los hombres como los dioses de Epicuro.

FUENTE: EL PAÍS