Cuentos para escapar del encierro: ¿Y ahora qué será de nosotros?

Al observar mi reflejo en el vidrio del restaurante apenas logro reconocerme. Esa cara afiladísima parece la de otro tipo, no vacilaría en decir que es como la de un vagabundo que lo ha perdido todo y que tiene la certeza de no poder recuperarlo jamás. La muerte y el horror se han tomado con descaro la ciudad y nadie ha podido opinar al respecto.

Casi podían reventarse de angustia mis ojos frente a estas estampas miserables, que de ser fotografiadas, bien podrían terminar expuestas en una galería del horror. Las calles —sin excepción— y también las plazas públicas más populares han sido invadidas por el silencio, las hojas secas, el hambre, la sangre y la descomposición. Podría decirse que el dueño de todo ahora es el mutismo. Las multitudes andarán haciendo de las suyas en otros barrios.

Esta ciudad es un desfiladero de lamentos, su imagen idílica quedará congelada en las revistas de viajes, en las mentes inocentes de quienes jamás la han visitado. Bajar la guardia sería mi peor error, debo observar hacia todos lados, vigilar el suelo, no sea que pise una lata vacía que pudiera atraer una multitud, no debo meterme en callejones donde podría ser sorprendido por uno o varios de los infectados.

Necesito probarme que soy capaz de escapar y de mantenerme en pie. Necesito seguir escribiendo, llevar mi diario sin falta porque cuando no esté aquí al menos quedarán mis reflexiones, el último de los humanos podría leerlo y así mi registro no habrá sido en vano.

Al llegar a la puerta de un viejo edificio me ha asaltado la idea de que llegarán por mí. Sin embargo intuyo que tendría al menos unas horas de vida, y eso ya es suficiente para que mi corazón bombee con mayor fuerza. La puerta con enrejado negro me devuelve a mi infancia.

Una vez consiga hallar un lugar seguro donde confinarme no permitiré su entrada, no permitiré que rompan ventanas o puertas, no me asaltarán por sorpresa. ¿Podré sobrevivir? Subo a zancadas por las viejas escaleras en forma de espiral hasta el cuarto piso. ¿Podré por un milagro evitar el contagio? Afortunada la idea de crearme unas suelas de espuma suave pegadas a mis botas de cuero con bandas de caucho.

Cuántos fantasmas malhumorados y resabiados rondarán a esta hora buscando algo de energía humana para alimentarse. El olor es insoportable, han pasado dos semanas y, al menos en esta zona, muchas cenas habrán quedado servidas, no es difícil imaginar las capas de moho verde sobre los panes, y de hongo blanco elevándose por encima de las carnes.

Espanto con el brazo las moscas de varios tamaños que zumban a mi alrededor, me persiguen como si yo tuviera la respuesta a su única pregunta. Un olor metálico en el ambiente se combina con un tufillo rancio, a lo mejor un queso mal almacenado, quizá un cachorro de gato o un perro miniatura descompuesto en el tercer piso, o seguramente todo.

Dejo la puerta abierta durante unos minutos —es posible que aparezca alguien por sorpresa— y entro a inspeccionar bajo las camas, en la ducha, dentro de la nevera, y tras los muebles; hay que decirlo: es un registro vertiginoso pero eficiente, que estaría al nivel de un investigador profesional.

Compruebo que no haya nadie y sé estaré a salvo durante al menos unas horas. El apartamento cuenta con una sala donde podría vivir sin problema, una habitación con una cama doble y dos escaparates repletos de libros. Pegadas sobre el refrigerador docenas de fotos en las que aparece una mujer de pelo castaño.

Su cara me resulta familiar, es como si la conociera de toda la vida. En muchas de las fotos posa sola, en otras con un hombre moreno, su novio, eso es seguro. Su nombre es Nina, lo sé porque hay un imán con su nombre. Nina… podría conversar con ella el resto de mi vida. El resto de mi vida podrían ser doce horas.

Me siento un poco más seguro ahora, al menos no vago solo por las calles ni ando huyendo de una horda de hambrientos. ¿Cuántos como yo andarán en lo mismo? ¿Cuántos habrán encontrado refugio en el hogar de una pareja de mediana edad? Me tiendo en el sillón más grande, me cubro con una manta de lana y miro hacia el techo, me concentro en el relieve de la escayola, repaso mi odisea por la ciudad hambrienta y cuando una marea de inquietudes insoportable se apodera de mí, saco el cuaderno de notas.

Día quince, narro lo que he pasado hasta ahora, describo a Nina. Nina tiene ojos grandes y tristes. Nina tiene una piel que desearía besar el resto de mi vida, es la interlocutora que había estado esperado. Me aburro pronto.

Dormir es imposible en una noche como esta, doy mil vueltas, el deseo y el horror se unen en mi cabeza para ensayar la coreografía de un siniestro ballet. Me incorporo para revisar los roperos y acerco mi nariz a sus blusas de seda, acaricio sus chaquetas, abrazo sus abrigos y pantalones; la imagino con cada prenda. Hay un perfume entre sus cosas, Flor carnívora, aparece escrito en rojo sobre la botella negra.

Luego inspecciono las alacenas y encuentro provisiones de galletas, enlatados, bombones, champiñones y espárragos. Qué buena suerte la mía. La alegría del hallazgo me hace suspirar y sonreír por primera vez en quince días. Nina, querida Nina, saciarás mi hambre, saciarás todas mis hambres. Nina, querida Nina, saciaré tu hambre, saciaré todas tus hambres. Sus objetos hablarán por ella ahora que no está aquí, aunque podría volver en cualquier instante.

Entro de nuevo a la habitación y me acuesto en la cama, la cama doble de Nina, y reviso bajo las almohadas gordas para enterarme de qué lado está su pijama. Abro los ojos y la veo, tendida en frente de mí. Me observa con sus ojos llenos de preguntas. Por fin abre la boca para decir: “¿Quién eres, qué haces confinándote aquí, por qué has llegado de esta forma?”.

Su voz es dulce y disfónica. Parece alarmada pero en realidad lo único que desea es conocerme. Parece también que reconoce en mí a alguien inofensivo, sabe que he ido a conocerla, que no pretendo dañarla de ninguna manera.

Le digo que estoy de vacaciones en la ciudad, que me ha crecido el pelo de una forma antinatural y que ni porque me torturen estoy dispuesto a pagar treinta euros por un corte, que prefiero que me llegue hasta la cintura antes de conceder semejante suma a un peluquero malacaroso, y ella se echa a reír. “¿Cuál es tu palabra favorita, Nina?” le pregunto. Ella sonríe como si ya lo tuviera muy claro y responde: “Efervescencia”.

Se queda dormida al tiempo que mimo sus mejillas pálidas. Me quedo a su lado y al menos durante cinco segundos puedo olvidar que estoy huyendo, que soy un sobreviviente y que podría ser infectado en cualquier momento. Cuando despierto al día siguiente ella ha desaparecido. La busco dentro del ropero, en el refrigerador, bajo la cama. Me pregunto si era solo un fantasma.

Voy a la cocina por un vaso de agua y cuando regreso ahí está otra vez. Nina me pide que le lea mi diario y que le cuente cómo es que he llegado hasta ahí. Me ofrece vino y cuando le digo que sí, que me muero por beber, destapa una botella y brindamos.

Veinte minutos más tarde, al notar que no regresa voy a buscarla a la cocina. Repito su nombre hasta el cansancio. No puede desaparecer sin despedirse. Tiro la botella contra la pared, los trozos de vidrios saltan en el aire y la mayoría aterriza sobre la mesa de centro. ¿Dónde se ha metido? ¿Cómo puedo atraerla de nuevo?

Debo llevar al menos veinticuatro horas en este lugar necesito seguir confinado aquí, aislado de esas calles miserables gracias al mundo delicado de Nina. ¿Qué podría hacer para que regrese? La idea de quedarme solo comienza a atormentarme cuando aparecen los ruidos. Es como si alguien acabara de entrar al edificio. Han venido por mí, es mi fin.

Tomo mis cuadernos y los protejo dentro de mi maleta. Corro a ocultarme bajo la cama, un hilo de sudor frío me recorre la espina dorsal, no puedo respirar ni pasar saliva. Siento la boca seca y dormida. La puerta del apartamento… alguien la ha abierto. Con las manos temblorosas me agarro la cabeza, tengo la sensación de que un bicho enorme ha comenzado a chupar mis tripas. Una horda puede venir tras él.

Corro a ocultarme bajo la cama y espero allí casi sin respirar. Levanto el borde del edredón blanco y negro y me encuentro de frente con unas botas negras llenas de lodo, cuando se aleja compruebo que es el hombre que aparece en las fotos con Nina.

Además (La novela visceral de Guillermo Arriaga que ganó el Premio Alfaguara)

Todavía no ha sido contagiado pero por sus movimientos torpes me parece que está ansioso. Pienso en ella, en buscarla, en que no me puedo quedar aquí escondido, es así como decido salir y enfrentarlo. Sus ojos y su boca se abren cuando me siente tan próximo a sus pantorrillas, comienza a manotear.

Le digo “No estoy infectado, quiero hablar con usted, conozco a Nina”. Me dice que me largue de su casa si quiero permanecer con vida, me dice que yo no conozco a Nina, que eso es imposible, que estoy loco. Tiene un hacha en la mano. “Lárguese de mi casa”, repite con la cara enardecida. Me quedo paralizado frente a sus ojos iracundos. Tomo la maleta y salgo despavorido, no tengo otra alternativa. Él no intenta perseguirme.

Al llegar a la puerta del edificio comprendo que no puedo desfallecer, no puedo dejar de ser quien soy ahora antes de escribirlo todo. Camino sin rumbo, invadido por la adrenalina, ando durante cuadras y cuadras con el efecto del vino todavía en la cabeza, diciéndome a mí mismo que debo narrar la historia. Son muchas horas las que pasan mientras camino. Quizás un día entero.

Tan cansado estoy que mis rodillas se doblan, necesito encontrar un refugio, al menos por una noche. Entro a un almacén de antigüedades, su fachada amplia me inspira confianza. Me siento en una vieja mecedora y estiro las piernas, el tiempo pasa de otra forma, me quito las botas raspadas y sucias.

Escribo mi historia en el cuaderno tan rápido como puedo. Antes de que mis ojos se cierren por completo la veo de nuevo, es ella, Nina, con su pijama negra hecha jirones, con sus ojos corruptos de niña triste; su mirada sedosa y vacía me atraviesa.

Su boca ensangrentada no dice nada, el brillo de sus ojos apagados me hace temblar, su piel grisácea y su pelo castaño enlodado me hacen extrañar a la mujer que conocí en el apartamento. Nina ha venido por mí, sus ojos dicen que me ha querido desde que me vio por primera vez.

Es estúpido que le diga algo porque no lo va a entender, sin embargo le pido que me permita leer en voz alta algo de lo que he escrito. Nina permanece en silencio mientras yo leo. Nina es la dueña de mi estremecimiento y de todas mis intenciones. “¿Cuál es tu palabra favorita ahora, Nina, sigue siendo la misma? Efervescencia seguro que ya no”. ¿Es acaso Contagio o Insaciabilidad? Ojalá tuviéramos con nosotros a un violonchelista que ambientara esta, nuestra mejor escena, nuestra escena final.

Nina tiene ganas de mí. Su respiración de fiera ansiosa me anuncia que seré su presa. Me mira sin mirarme, como buscando al que fui en su casa. La muerte y el horror acabaron con la ciudad y nadie, solo yo, he podido opinar al respecto.

Me ofrezco con los ojos cerrados ante sus fauces abiertas y hambrientas, sus ojos desorbitados e inyectados en sangre solo expresan el deseo de un contagio, su intención de acabarme. Ah, la inconsciente entrega del hombre que ha luchado pero que se ha cansado y rendido. Quiero cantar como quien no está despidiéndose del mundo sino abriéndose a él. Nina, labios de flor carnívora, dime… ¿ahora qué será de nosotros?

SONIA RAMÓN