Fatalidad, pesimismo y comedia en la vida de un homosexual de cuarentaitantos

En mayo de 2015, el día del referéndum por el matrimonio igualitario en Irlanda, en un reportaje televisivo entrevistaron a un anciano que salía de una de las mesas electorales con el rostro bañado en lágrimas. Cuando le preguntaron por qué lo emocionaba tanto haber emitido su voto, él miró directamente a la cámara y dijo: «Porque para mí es demasiado tarde. Pero no es demasiado tarde para todos los demás».

24 horas después, cuando Irlanda, un bastión del catolicismo, la hipocresía moral y la represión sexual, se convirtió en el primer país en aprobar la plena igualdad matrimonial, no mediante una votación parlamentaria sino a través de un plebiscito público, le preguntaron al senador David Norris, profesor universitario, humanista y activista por los derechos de los homosexuales, si él, con más de 70 años, iba a hacer uso de la nueva ley. «He pasado tanto tiempo empujando el bote -respondió- que he olvidado subirme en él, y ahora ha dejado atrás el puerto y ya está en alta mar, pero es bonito contemplarlo desde aquí».

Yo he pasado los últimos veinte años de mi vida escribiendo novelas, pero jamás he escrito, ni jamás escribiré, una frase tan buena.

La publicación de Las furias invisibles del corazón (Salamandra), mi décima novela para adultos, la segunda que transcurre en Irlanda y la primera que encara la vida de los hombres gay en mi propio país, me ha llevado a recordar mi propia vida, las experiencias que me movieron a escribirla, y me doy cuenta de que existe un conflicto interior que ha estado presente en mí desde la pubertad y que todavía persiste.

A los Mike Pence del mundo, esos que creéis en la denominada «terapia de conversión», a los autoerigidos guardianes morales del Instituto Iona y a los ponzoñosos columnistas que claman por ver hermosas doncellas bailando en los cruces de calle de la ya desaparecida Irlanda de De Valera, permitidme deciros lo siguiente: supe que era gay mucho antes de entender siquiera lo que significaba esa palabra. Estaba colado por Danny Amatullo, de la serie Fama, cuando apenas tenía ocho o nueve años. (Googleadlo, era guapísimo.) A los 14 años me obsesioné con Morten Harket, cantante de A-Ha, hasta tal punto que acabé embarcado en una campaña unipersonal de odio contra la mejor banda de Noruega sólo porque no sabía cómo lidiar con esas emociones que me desbordaban y quemaban por dentro. Y en cuanto a Jason Donovan… En fin, mejor me callo. (Por si acaso sirve de algo: Jason, si lees esto, sigo interesado, sólo tienes que decirme cuándo y dónde).

Pero todo esto tenía lugar en una época en que ser gay en Irlanda no sólo estaba mal visto sino que era directamente ilegal. En teoría uno podía terminar en la cárcel por hacer las cosas que los jóvenes como yo estábamos desesperados por hacer y que eran exactamente las mismas que querían hacer los otros jóvenes, sólo que con chicas, y eso sí que era correcto. (Aunque, por supuesto, si eras una chica y lo hacías con un chico, tampoco estaba bien visto: en Irlanda, la lógica y la moral nunca han ido de la mano).

Hace un par de años, en el Festival Literario de West Cork, compartí escenario con mi gran amigo el novelista Paul Murray. Yo hablé de Las huellas del silencio, mi novela sobre los abusos sexuales en el seno de la Iglesia Católica irlandesa, y él se explayó con The mark and the void, su incisiva novela sobre los bancos irlandeses. En definitiva, las dos instituciones que más daño han hecho a mi generación y a la siguiente. Durante el turno de preguntas del público, me encontré diciendo algo que hasta entonces jamás me había atrevido a verbalizar: que estuve muchos años preguntándome si la razón de que yo fuera gay se debía a que mi primera experiencia sexual había sido con un hombre mayor que tenía una posición de autoridad sobre mí. Es decir, si tu primera relación sexual te marcaba de por vida y si podía definir tu orientación a partir de ese momento. Por supuesto, ahora sé que no es así, pero durante mi adolescencia y hasta bien entrada la veintena esa pregunta me obsesionó. De hecho, hasta que no me reconcilié con mi pasado no fui capaz de escribir Las huellas del silencio. Si lo hubiera intentado 10 años antes, habría sido una diatriba ilegible.

De igual modo, si hubiera intentado escribir Las furias invisibles del corazón 10 años atrás, habría estado más preocupado que ahora por lo que los lectores pudieran pensar de mí. Entre 2006 y 2008, cuando El niño con el pijama de rayas estaba en su máximo nivel de popularidad, yo aborrecía que los periodistas me preguntaran sobre mi vida personal, no porque el hecho de ser gay representara un problema para mí, sino porque no podía entender qué relevancia tenía ese asunto ni tampoco quería que mi libro se relacionara con ese tema. Incluso hoy en día, en la prensa o en internet, a veces me describen como «abiertamente gay», como si a uno debieran elogiarlo por su sinceridad, y eso que aún no me he encontrado con ningún caso en que se describa a alguno de mis contemporáneos -Donald Ryan, Cecelia Ahern o Kevin Barry, por ejemplo- como «abiertamente hetero», a pesar de que todos ellos lo hacen con alguien del sexo opuesto. (Si éste fuera un mensaje de texto, añadiría una carita sonriente.)

Pero, dejando a un lado la fatalidad y el pesimismo, estoy bastante sorprendido por el hecho de que en los últimos meses, cuando he hablado acerca de Las furias invisibles del corazón con mis amigos y familiares, siempre me he referido a ella como una «novela cómica», un género que no había tocado antes y que por momentos, aunque me avergüence decirlo, me ha hecho sentir como un intruso. Después de todo, a lo largo de mi carrera literaria no he destacado precisamente por mi capacidad de hacer reír.

Hay una frase que suelo repetir en mis lecturas: mis libros tienden a retratar a ancianos o a niños solitarios, pero, sea quien sea el protagonista, al final todos mueren. No es mi intención mostrarme tan condenadamente amargado, pero por lo visto todos mis libros se dirigen al mismo lugar. Y cuando empecé Las furias invisibles del corazón, lo hice con un planteamiento similar. La idea era centrarme en un anciano homosexual irlandés -que no había gozado de una vida plena al no haber podido expresar su sexualidad- y que a través de sus ojos el lector viera los cambios que había sufrido Irlanda a lo largo de más de 70 años. Por supuesto, al final él moriría solo.

Pero, para mi sorpresa, no resultó exactamente así. Una vez que empecé a escribirla, descubrí que mi narrador, Cyril Avery, era en esencia un tipo de buen corazón, afable y torpe que en su vida personal va de desastre en desastre sencillamente porque no puede ser sincero con el mundo. O mejor dicho, el mundo -Irlanda- no le permite ser sincero sobre sí mismo. Sin embargo, no quería que fuera permanentemente infeliz. Quería que ganara. Pensaba en Lucky Jim, y quise que mi Cyril fuera un descendiente literario del Jim Dixon de Kingsley Amis, aunque, ya sabéis -y, perdonadme, pero es la única manera de expresarlo-, él la caga todo el tiempo.

Durante muchos años evité deliberadamente escribir nada personal en mis novelas. Escribí sobre eduardianos asesinos, grumetes dieciochescos y niños que tienen que lidiar con las consecuencias de la guerra. Pero los escritores cambian. En mi caso, ganar experiencia y seguridad como escritor, la libertad que me proporcionaba haber vendido unos cuantos libros y el hecho de que siempre me he sentido bastante aislado de los autores de mi propia generación y, cada vez más, de mi propio país, me permitieron apartarme de las historias puramente «inventadas» y explorar las experiencias que desde un principio guiaron a mi yo adolescente hacia el reino de la ficción.

A pesar de que el Cyril de Las furias invisibles del corazón nace un cuarto de siglo antes que yo, pasa sus años de formación tan angustiado por su sexualidad como lo estuve yo, y muchas de sus experiencias, aunque me avergüence admitirlo, reflejan las que yo viví durante mi juventud. Hay un fragmento en la novela en el que Cyril, que está enamorado de Julian, su mejor amigo, señala que el sexo «era una actividad vergonzosa que se llevaba a cabo a toda prisa, a hurtadillas y en la oscuridad. Asociaba el acto sexual con la noche, con el exterior, a hacerlo con la camisa puesta y los pantalones en los tobillos. Conocía la sensación de la corteza de árbol rasgándome las palmas mientras me follaba a alguien en el parque y el olor de la savia en mi cara mientras un desconocido me embestía por detrás. El sexo no se medía por la cantidad de suspiros de placer sino por la urgencia, por los ruidos de los roedores escurriéndose entre la maleza y el sonido de los coches desplazándose a lo lejos, por no hablar del temor a que por aquellas mismas carreteras avanzasen las sirenas implacables de la garda, tras la llamada telefónica de alguna persona escandalizada y traumatizada por lo que había visto al sacar a pasear al perro. Nunca había hecho el amor bajo las sábanas, ni me había quedado dormido abrazado a un amante entre susurros y carantoñas, mientras las palabras se desvanecían acunadas por la ternura y el sueño. Jamás me había despertado junto a otra persona ni había podido satisfacer ese tenaz deseo que me sobrevenía a primeras horas de la mañana con un compañero a quien no hubiera que pedirle disculpas. Podía enumerar más compañeros sexuales que cualquier persona que yo conociera, pero para mí la diferencia entre el amor y el sexo se resumía en seis palabras: amaba a Julian; follaba con desconocidos».

De mis 10 novelas para adultos, otras cinco para lectores más jóvenes y una compilación de cuentos, creo que tal vez éste sea el párrafo más sincero que he escrito jamás, puesto que así fue mi vida hasta finales de la veintena. Procedo de una generación que se sentía -que todavía se siente- un poco incómoda por ser gay, un poco avergonzada, incluso aunque sabíamos que no teníamos motivo alguno para ello. Yo nací y me crié en Dublín y he estado en The George exactamente una sola vez en mi vida. Tengo la suerte de viajar mucho y jamás se me ocurriría buscar un club gay en una ciudad extranjera (aunque no me desagrada la idea de un buen bar de karaoke). Me entristece tener que admitir que muchas de las experiencias románticas de mi vida, y estoy utilizando esa frase en un sentido amplio, se ven reflejadas en las de Cyril. A finales de los 90, cuando yo tenía algo más de 20 años y era director de marketing en la librería Waterstone’s de Londres, vivía en un piso en Battersea convenientemente situado cerca de Clapham Common. Cuando empezó el nuevo milenio y yo ya había regresado a Dublín, fue de gran ayuda la llegada de internet y con ella las salas de chat, donde la frase «¿Buscas nuevas amistades?» significaba nada más y nada menos que sexo. Te encontrabas con una figura en la oscuridad, igual de desesperada que tú por tener un poco de afecto físico, y, una vez que el acto se había consumado, desaparecía en la noche y no volvía para reclamarte nada. Después de lo cual, y al igual que Cyril, podías volver a casa, satisfecho y listo para dormir. De todos modos, en mi novela, durante una de las experiencias más memorables de Cyril, el intercambio sexual en realidad no llega a producirse y el Pilar de Nelson se derrumba encima de él. No es para menos, sucio juerguista.

En determinado momento, por supuesto, las cosas empezaron a cambiar. Mi primer novio oficial apareció en mi vida una semana antes de la publicación de mi primera novela, El ladrón de tiempo, en el año 2000. Él asistió a la presentación del libro, un acontecimiento con el que yo había soñado desde que era un adolescente, pero me habría levantado y me habría ido en el acto si él me lo hubiera pedido, de tan enamorado que estaba de él. Estuvimos juntos, de manera intermitente, un par de años, pero ¡qué terrible iniciación a las relaciones de pareja! Él era cruel, inestable y controlador. Recuerdo haber esperado a cierta distancia de su piso de Luke Street un sábado por la mañana en que por alguna razón estrafalaria teníamos que viajar a Mullingar para visitar a su ex novio, un personaje mucho mayor y profundamente desagradable, y ver cómo alguien a quien él se había ligado la noche anterior le decía adiós en la puerta. Por supuesto, como yo lo amaba y estaba absolutamente aterrorizado por culpa de su temperamento tóxico, no decía nada, esperando que en algún momento él cambiara. Las cicatrices que me dejó esa relación jamás se han curado del todo.

Sin embargo, ese novio había «salido del armario» completamente, como se dice, pero el siguiente no. Un consejo: si estáis empezando a reconciliaros con el hecho de ser gay, no salgáis con alguien que aún vive aterrorizado por esa etiqueta. Es decir, una persona dispuesta a tener sexo siempre que se haya bebido suficientes cervezas, pero que a la mañana siguiente finge que aquello jamás ha ocurrido. «¡Es mentira!», me gritó cuando la relación se hizo pública. Y los amigos que teníamos en común, alentados por una homofobia inherente, prefirieron retratarme como un mitómano, porque, obviamente, es mucho más fácil burlarse del tío gay que aceptar que un individuo asustado les está mintiendo en la cara. «Él al menos trata de ser hetero», me dijo uno de esos amigos, una frase que en ese momento me horrorizó pero que ahora me entristece. Así era la sensación de vergüenza que conllevaba ser gay en aquella época. Así eran los castigos por enamorarse. Y así era la aprobación que recibía cualquiera que le diera la espalda a la verdad con el objeto de aceptar la «normalidad».

Pero las relaciones fallidas no son lo más duro a lo que debe enfrentarse un hombre gay. Todos las padecen, sean gay o hetero. Lo más duro son las relaciones que no pueden ser. Los hombres de los que nos enamoramos sabiendo que jamás corresponderán a nuestros sentimientos y que a pesar de todo no podemos dejar de desear. Estas situaciones pueden ser un verdadero tormento. Cuando tenía 22 años, un amigo que había descubierto que yo estaba colado por él me las hizo pasar canutas. A lo largo de una tarde de escándalo me menospreció y me destruyó emocionalmente y luego me trató como si yo hubiera destrozado su osito de peluche tirándoselo a los perros. Aunque hubo otro que se mostró amable, me dio un abrazo en el pub O’Neill’s y me dijo que ya lo superaría y que no permitiríamos que afectara a nuestra relación. Y estaba en lo cierto: lo hice y no lo hicimos. Pero también hubo otro que, desesperado por forjarse una carrera literaria, se aprovechó de la devoción que yo le tenía y se pegó a mí en busca de beneficios económicos y contactos profesionales al tiempo que se burlaba de mí a mis espaldas. Hasta que consiguió ese anhelado contrato de edición y entoces… sayonara. No me necesitó más. (Debería ser lo bastante maduro como para no alegrarme de que el libro acabara siendo un desastre de crítica y ventas, pero, caramba, soy humano.)

En resumidas cuentas, no he tenido mucho éxito con mi vida amorosa y creo que eso mismo les ocurre a muchas personas gay de alrededor de 40 años. Nos encontramos más o menos entre la generación que jamás pudo salir del armario y la de los que lo anuncian a los cuatro vientos cuando son adolescentes. Hace poco un amigo me contó que su hijo de 11 años tenía un compañero de clase que ya se había declarado gay. ¿Os lo imagináis? Hoy mismo, hace unas horas, cuando estaba cruzando el puente del puerto de Sídney, pasé delante de un chico de alrededor de 14 años que le decía a su amigo: «Él me llama «marica» todo el rato pero en realidad está enfadado porque no me gusta». Pasé el verano de 2016 en Londres y casi cada día daba un largo paseo por el lago Serpentine, en Hyde Park. Una tarde vi a dos chicos de unos 16 años caminando de la mano sin ninguna preocupación y recuerdo haber sentido envidia y, sí, amargura, por la libertad de la que disfrutaban. ¿Eso está mal? Probablemente, pero fue lo que sentí.

Escribo estas palabras en una etapa difícil de mi vida. Las estoy tecleando desde Sídney, un país que amo y he visitado 10 veces en 10 años, después de poner fin a una relación de once años con el hombre más amable, cariñoso y decente que he conocido. Por algún motivo -no estoy seguro de cuál-, en 2016 todo se desmoronó y ahora estoy atravesando unos momentos bastante oscuros. Todos sabemos que una relación larga tiene altibajos, pero yo estaba convencido de que nosotros envejeceríamos juntos y el final fue angustiante para los dos. Hacen falta dos personas para sostener una relación, también para destruirla, de modo que no niego mi parte de responsabilidad. Pero ha sido duro. No hay forma más poética para expresarlo.

De todas maneras, está mi obra. Y está Las furias invisibles del corazón. Quizá Cyril Avery encarna a todas las personas que yo podría haber sido, las que soy, las que no soy y las que todavía podría ser. El deseo de enamorarse y de compartir la vida con alguien no es una presunción homosexual ni heterosexual. Es humano. A todos nos obnubilan una cara bonita o un buen corazón. ¿Qué otra cosa podemos hacer salvo esperar que aparezca la persona adecuada?

Ya casi es Navidad y estoy escribiendo en el Fortune of War, el pub más antiguo de Sídney, escenario de una famosa escena de la película Mi vida empieza en Malasia. ¿Y qué está sonando en la gramola? Take on me de A-Ha. No me lo estoy inventando. En serio, ¿para qué escribir una novela cómica si el universo conspira constantemente para hacernos reír?

 

FUENTE: EL MUNDO