Jean-Jacques Annaud: «El incendio de Notre Dame fue el momento final de la civilización»

Jean-Jacques Annaud es francés, pero su cine aspira a la más absoluta universalidad. Es decir, es extremadamente francés. Jean-Jacques Annaud es ateo, pero en su haber figuran títulos a su modo tan profundamente religiosos como El nombre de la rosa y Siete años en el Tibet. Jean-Jacques Annaud presenta ahora Arde Notre Dame, que se estrena pronto en cines, y no queda claro si lo que vemos sobre la pantalla es la fiel reproducción de lo que ocurrió hace ahora tres años o simplemente el sueño de un mono loco. ¿Realidad o ficción? «Jamás me atrevería a inventar nada», zanja rotundo el propio Annaud.

Y sigue: «Lo que sucede es que, después de documentarme y hablar con todos los testigos posibles, me di cuenta de que todo lo sucedido entonces fue completamente inverosímil. Ni el más disparatado de los guionistas hubiera sido capaz de imaginar tanto empezando por el hecho de que el responsable de los tesoros de la catedral y único depositario de la llave que daba acceso a ellos se encontraba en Versalles, perdió el tren y tuvo que atravesar París en bicicleta. Eso no ocurre ni en las películas de Hollywood. Todo fue inimaginable, pero cierto», concluye un Jean-Jacques Annaud feliz y hasta gigante en cada una de las contradicciones que le habitan a él y a su cine.

Arde Notre Dame es, en efecto, una ficción, pero estructurada como si se tratara de un documental imposible. El 15 de abril de 2019 se cumplía la vieja profecía de Víctor Hugo mil veces repetida en cada una de las crónicas que cubrieron aquellos días que parecieron siglos. «En la parte más elevada de la última galería, por encima del rosetón central, había una gran llama que subía entre los campanarios con turbillones de chispas, una gran llama revuelta y furiosa, de la que el viento arrancaba a veces una lengua en medio de una gran humareda», se lee en la novela de 1831 y la descripción salta perfecta del siglo XIX a cada uno de los teléfonos móviles que entonces se acercaron a verlo todo, a tuitearlo todo, a convertir la destrucción del símbolo máximo de París, de Europa y de la cristiandad en el mayor acontecimiento planetario. «Notre Dame es la reina de los selfies. No hay un sólo centímetro que no haya sido registrado y fotografiado», comenta Annaud para describir el perímetro de su película: no hay forma de engañar a nadie, puesto que todo está registrado en el imaginario compartido.

Cuenta el director que se encontraba en un pequeño pueblo de la costa atlántica francesa cuando encendió la radio con la idea de escuchar al presidente Macron a cuenta de los chalecos amarillos. «Ni siquiera tenía tele. De repente, la noticia era que ardía Notre Dame. Yo vivo en París a apenas 150 metros de la catedral y mi vida entera está ligada a ella. De pequeño, mi madre me llevaba cada jueves desde los suburbios donde vivíamos para encender una vela, para rezar… De joven, a la vez que acudía a la escuela de cine, me dediqué a estudiar la arquitectura medieval», dice, se toma un segundo y continúa: «Recuerdo que le dije a mi mujer: ‘¿Sabes la cantidad de idiotas que estarán ahora mismo pensando en hacer una película de todo esto?’. Lo tiene todo incluido una estrella como la catedral acosada por el más pérfido de los villanos que es el fuego. Pues bien, yo soy uno de esos idiotas». Y rompe a reír.

Para Annaud una iglesia, no es sólo una iglesia. Y Notre Dame, como «la madre de todas las iglesias que es», es mucho más que simplemente el lugar más visitado del mundo. «Aunque no sea creyente, respeto lo sagrado. Puedo hacer una película sobre la fe sin tenerla como puedo rodar la vida de un oso sin serlo. Lo sagrado me emociona. No necesito creer en el más allá para sentirme diferente en el momento que piso una capilla. A esos sitios, la gente va en los momentos que sufre, en los instantes difíciles de sus vidas y cuando experimenta la necesidad de la esperanza. Ahí se bautiza a los niños; ahí se declara amor eterno y ahí se muere. No tengo fe, pero siento esa fuerza que nos une a todos, con o sin fe, creyentes o no».

Y, en efecto, algo de todo lo anterior, algo que tiene que ver con lo más primario de la emoción profundamente humana, es lo que persigue y hasta incendia Arde Notre Dame. «Para muchas personas, la imágenes de la catedral en llamas significaron el final de algo, el momento último de la propia civilización. Y así fue. Y por eso, lloramos todos independientemente de nuestras creencias», dice para acto seguido vestirse de profeta. «Vivimos un momento en el que el desastre ecológico mundial se solapa con una pandemia tras otra, sea de coronavirus o de simple odio. Y ello sin contar con una guerra en el corazón de Europa. De alguna manera, el incendio de Notre Dame nos avisó de que lo que creíamos inimaginable o imposible puede perfectamente suceder. Pensemos en que, pese a la dimensión del desastre, la catedral no se derrumbó ni hubo ningún herido. Fue, en efecto, un milagro… laico quizá. Aprendamos de él. Estamos a tiempo de reconstruir lo destruido, estamos a tiempo aprender de todos nuestros errores».

Annaud desea y, así lo hace explícito, que ése sea el mensaje de la película. «Los grandes progresos siempre surgen de los mayores drama», pregona con gesto decidido. «Aprendamos», insiste. «Acabemos con la absurda filosofía egoísta que nos consume ahora mismo de me, more, now (yo, más, ahora)», proclama. Y a todo ello se empeña tanto él en una entrevista como la propia película construida desde los documentos reales, en escenarios reales y con fuego real. «Importa», dice, «la sensación de realidad. Todo el mundo vio lo que pasó desde 400 puntos de vista diferente. El sentido de mi película no es mostrar nada sino conseguir que el espectador sienta el fuego, que sienta, el desastre… Hacer sentir la fe». Aunque no se tenga.

 

FUENTE: EL MUNDO