La caza del leviatán: el anónimo oficio de traducir a los clásicos

Hace un par de años, en una conferencia en Guadalajara, Juan Villoro mencionó que la labor de los traductores de libros “es un oficio poco valorado”. El escritor y periodista mexicano hacía una crítica a la industria literaria y sus injusticias porque invisibiliza ese eslabón entre lenguas y culturas.

En ocasiones, algunos sellos omiten escribir en portada el nombre del traductor de dicha obra, sabiendo que, como dice Santiago Ochoa Cadavid, “la grandeza de muchos autores es conocida por lectores de otras lenguas gracias al trabajo cuidadoso y depurado de los traductores”.

Ochoa, quien lleva más de 20 años traduciendo libros para grandes editoriales como Penguin Random House, HarperCollins, Aguilar, Norma y Panamericana, presenta en el mercado colombiano su traducción de Moby Dick, obra cumbre de la literatura anglosajona.

En esta entrevista, el traductor reflexiona sobre ese “viaje al extranjero” que implica traducir un texto, los vericuetos que ha sorteado con encargos titánicos como trabajar un volumen de más de 300 páginas en veinte días y la injusticia de ser “tan invisible como un escritor fantasma”.

¿Cómo llegó a este oficio; cuáles fueron sus primeras experiencias en el campo?

Santiago Ochoa: Llegué a la traducción por puro azar y de la manera más aleatoria posible, pues había trabajado recientemente en El Espectador como fotógrafo y editor de fotografía. No estudié traducción, sino fotografía.

El primer libro que me tocó en suerte traducir era uno de Ana María Machado, una autora brasileña. Ella revisaría mi traducción. Habla un español impecable, pues su familia se exilió en Argentina cuando ella tenía apenas dieciséis años. Así las cosas, se trataba de una prueba de fuego. Comencé traduciendo literatura infantil y juvenil; luego incursioné en otros géneros.

Si bien el traductor no se enfrenta a la página en blanco, ¿considera que este trabajo implica igualmente crear e inventar?

S. O.: Sin duda alguna. La grandeza de muchos autores es conocida por lectores de otras lenguas gracias al trabajo cuidadoso y depurado de los traductores. Si escritores como Shakespeare o Cervantes son conocidos universalmente, es también debido a la contribución del traductor, quien es el eslabón invisible entre lenguas y culturas. Quiero citar aquí una frase de Borges, a modo de coda, alusiva a su pregunta: «El original no es fiel a la traducción».

¿Cuál es su libro favorito traducido por otro? ¿Y cuál es su favorito de los que usted mismo ha traducido?

S. O.: No tengo un traductor preferido, como tampoco un escritor, músico, artista o cineasta. Sin embargo, en el ámbito hispano, admiro y respeto profundamente la labor adelantada por traductores como Basilio Losada, Sergio Pitol, Javier Marías, Ángel Crespo y Miguel Martínez-Lage, por nombrar solo algunos.

Entre los libros que he traducido, destaco dos: Días cruciales, de Michael Cunningham, y Moby Dick.

Hábleme sobre el proceso de conocer la obra y al autor antes de trabajar de lleno en una traducción específica.

S. O.: Es un aspecto que está sujeto a diversas variables: en muchas ocasiones, el traductor tiene poco tiempo para traducir un libro. Si se trata de un autor contemporáneo, existe la posibilidad de que no lo conozcas. Otra cosa debería suceder con los clásicos. Sin embargo, es inconcebible, o al menos impresentable, que un traductor no sea un buen lector. Ya lo dijo Gesualdo Bufalino: «El traductor es evidentemente el único auténtico lector de un texto. Por cierto, más que cualquier crítico, quizá más que el propio autor. Porque de un texto el crítico es solamente el cortejante ocasional, el autor el padre y el marido, mientras que el traductor es el amante».

En entrevista con ARCADIA, el traductor Santiago Ochoa reflexiona sobre ese “viaje al extranjero” que implica su labor y el poco reconocimiento que se obtiene en la industria literaria. – Foto: cortesía

Con respecto a otros autores, ¿qué tan difícil es trabajar en obras de grandes escritores de la literatura universal, como Melville?

S. O.: George Steiner decía que traducir es hacer un viaje a un país extranjero. En el caso de Melville, y más concretamente de Moby Dick –obra cumbre de la literatura anglosajona–, es adentrarse en un mundo totalmente desconocido para los latinoamericanos: la pesca de ballenas. El libro contiene más de 17.000 términos náuticos; algo que ya supone escollo. También están presentes otros retos: el lenguaje deliberadamente arcaizante de Melville, y la polisemia propia del inglés, que el autor lleva a límites insospechados.

Pero, no se confunda el lector: Moby Dick no es un libro sobre la pesca de ballenas. En Melville, todo es pretexto y metáfora.

¿Considera que, como dice Juan Villoro, la traducción es un oficio poco valorado?

S. O.: No solo la traducción es un oficio poco valorado, sino que en muchos casos, el traductor también resulta siendo invisible. No es infrecuente ver el nombre del ilustrador/a en la portada de un libro, pero no el del traductor/a. El traductor es tan invisible como un escritor fantasma.

Es conocida la relación de amistad que Gregory Rabassa logró con García Márquez y Cortázar, cuyas obras se encargó de traducir durante años para el mercado norteamericano. ¿Le ha pasado algo similar en su trabajo?

S. O.: Infortunadamente, no. Solo he conocido personalmente a un escritor de quien traduje un libro, en el marco de un evento en la Filbo, al que fuimos invitados.

Me parece un gran trabajo el que hizo con la traducción de Moby Dick, me causa curiosidad saber cuál fue su mayor reto al afrontar este trabajo en específico.

S. O.: Como había señalado en una respuesta anterior, enfrentarme a un extenso lenguaje náutico, a la narración polisémica y metafórica de Melville, y a su escritura arcaizante, llena de circunloquios.

¿Y en todos estos años cuál ha sido su mayor reto como traductor de libros?

S. O.: Han sido varios: traducir Moby Dick en solo cinco meses, a Días cruciales en veinte días (el libro tiene más de 300 páginas), o las memorias de un beisbolista norteamericano, plagado de jerga beisbolística, en una época en la que el internet apenas se encontraba en sus albores.

FUENTE: SEMANA