Para quien esté escribiendo o pensando en escribir: “Algunos buenos maestros” de Richard Yates

En abril de 1981, Richard Yates publicó este texto en el suplemento literario de The New York Times. Que yo sepa, no se ha traducido, de modo que hice esta traducción libre. El original puede consultarse aquí.

Algunos buenos maestros

Debieron ser las películas de la década de 1930, más que cualquier otra influencia, las que me introdujeron en el hábito de pensar como un escritor. No fui un niño lector; la lectura era una tarea tan difícil para mí que la evitaba siempre que podía. Pero tampoco era exactamente del tipo rudo y popular, y entonces las películas cumplían una doble función: me daban una enorme cantidad de historias baratas y un buen lugar para esconderme.

Cuando tuve catorce años empecé a entregar historias hechizadas por el cine a mis profesores de literatura, como para probar que podía hacer algo. Pero no fue hasta tres o cuatro años después que, leyendo ficción y poesía, empecé a desplazar las películas hacia un lugar oscuro y vagamente bochornoso en mi mente, en donde han permanecido hasta ahora. Casi nunca voy al cine ahora, y he sido conocido por explicar con arrogancia, si no casi a gritos, que esto se debe a que el cine es para niños.

A los veinte años, recién salido del Ejército y saturado de Thomas Wolfe, me embarqué en una larga maratón de Ernest Hemingway que incluyó intentos vergonzosamente frecuentes de hablar y actuar como los personajes de sus primeros libros. Y estaba fascinado con T.S. Eliot al mismo tiempo, lo que creaba un incómodo conjunto de manierismos.

Pero El Gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, resultó ser la novela más estimulante que leí, así como mi descubrimiento de John Keats algunos años antes hizo parecer insustanciales a casi todos los demás poetas ingleses.

Como algunos de los poemas de Keats, la novela de Fitzgerald es una obra que gana en rango mientras va alcanzando momentum, hasta que al final te deja con la sensación de una asombrosa iluminación sobre el mundo. Y la mejor parte de esto para un aprendiz de escritor es que la novela puede ser vista, no solo como un milagro del talento, sino también como un triunfo de la técnica, sugiriendo al menos una esperanza de que puedas comprender cómo fue hecha.

«…la mejor parte de esto para un aprendiz de escritor es que la novela puede ser vista, no solo como un milagro del talento, sino también como un triunfo de la técnica, sugiriendo al menos una esperanza de que puedas comprender cómo fue hecha»

Te puedes hacer una idea de lo más importante casi de inmediato: cada línea de diálogo en Gatsby sirve para revelar más sobre el personaje que habla que aquello que el personaje estaría dispuesto a revelar. El autor nunca permite que su uso del diálogo se vuelva simplemente “realista”, con personas intercambiando frases planas de pura información, sino que se las ingenia cada vez para sorprender a sus personajes, aunque sutilmente, en el acto de delatarse a sí mismos.

Una concentración especialmente clara de esta habilidad ocurre durante el diálogo en la odiosa pequeña fiesta en el apartamento de Myrtle Wilson, la fiesta que sirve a Nick Carraway para hacer una meritoria observación que siempre me ha parecido una declaración elocuente sobre el dilema y el placer de todo narrador de historias:

“Ahora, en lo alto de la ciudad, nuestra línea de ventanas amarillas debe haber contribuido con su parte de secreto para el observador casual en las calles oscuras, y también yo he sido ese observador, mirando hacia arriba y especulando. He estado adentro y afuera, simultáneamente encantado y repelido por la inagotable variedad de la vida”.

Nunca había entendido lo que Eliot quería decir con la curiosa expresión “objetos correlativos”, hasta que leí la escena en Gatsby en que el casi cómicamente siniestro Meyer Wolfshiem, que acaba de ser presentado, exhibe sus mancuernas y explica que son hechas con “los ejemplares más finos de molares humanos”.

¿Lo entendía ahora? Sí. Eso era lo que Eliot quería decir. O la pila de camisas hechas a la medida sobre las que Daisy Buchanan se arroja “tempestuosamente” durante su primera visita a la casa de Jay Gatsby (“Son camisas tan lindas; me hace sentir triste porque nunca había visto unas camisas tan lindas”). O las sencillas anotaciones “programadas” y “resueltas” en el diario infantil de Gatsby, que su padre lee cuidadosamente en voz alta a Nick, como si Nick pudiera usarlas de algún modo, después de la muerte de Gatsby.

El Gran Gatsby, junto con la mayor parte de la obra de Fitzgerald, fue mi introducción formal a la artesanía de la escritura. En 1951, cuando tenía 25 años, la Administración de Veteranos me excusó de un trabajo remunerado al concederme una pensión de invalidez por un caso menor de tuberculosis, de modo que pude vivir dos años y medio en Europa sin hacer nada más que escribir historias cortas y tratar de hacer que cada una fuera mejor que la anterior. Aprendí mucho. La posibilidad de escribir a tiempo completo fue muy instructiva en sí misma, y entendí también lo rico que puede ser el lenguaje cuando tiene que ser recuperado de memoria.

Tres de esas historias fueron vendidas a revistas antes de que regresara a casa, y luego se vendieron cinco más en los años siguientes. Pero de pronto tenía 29 años, me ganaba la vida como un escritor freelance de relaciones públicas -una actividad que no le recomiendo a nadie- y era cada vez más claro que tenía que escribir una novela pronto.

Fue entonces cuando Madame Bovary tomó el control. La había leído antes, pero no la había estudiado del modo en que estudié a Gatsby y otros libros; ahora parecía muy apropiada para servirme como guía, incluso modelo, para la novela que iba tomando forma en mi mente. Buscaba ese tipo de equilibrio y tranquila resonancia en cada página, esa especie de presentimiento mezclado con comedia, esa impresión de un destino inexorable en el corazón de una mujer solitaria y romántica. Y todo eso, por supuesto, debía lograrse con la gracia y la naturalidad de Scott Fitzgerald.

Como tantos lectores, sentía que las primeras setenta páginas de Madame Bovary no son tan buenas como podrían ser, pero desde el momento en que Charles y Emma son invitados al baile de sociedad, Flaubert deja que todo se desarrolle. ¡Y ni hablar de “objetos correlativos”!

*Cuando Charles encuentra una cigarrera de seda verde entre el polvo de un camino recién recorrido por jinetes de aspecto heroico, y cuando Emma la esconde después para usarla como fuente de ensoñaciones voluptuosas.

*Cuando Rodolphe envía su carta de despedida a Emma en el fondo de una canasta de duraznos, y cuando Charles inadvertidamente la lleva al borde de un ataque de nervios ofreciéndole uno de los duraznos y llevándolo hasta su nariz diciendo “¡huele esa fragancia!”.

*Cuando Justin, el joven aprendiz de farmacéutico, que está enamorado sin esperanza de Emma, es cruelmente reprimido por su jefe, en presencia de ella, por tener un manual ilustrado del matrimonio y por ser descuidado con el frasco de arsénico. Wow.

Flaubert comenzó a escribir Madame Bovary el 19 de septiembre de 1851. Lo dice el manuscrito de su puño y letra. La terminó el 30 de abril de 1856. El francés solía comenzar hacia las dos de la tarde y permanecía sentado en el escritorio hasta las dos o tres de la mañana. A esa hora empezaba a redactarle cartas a su amante, Louise Colet. – Foto: getty images / afp

Otra cosa que siempre me ha gustado de Gatsby y de Bovary es que no hay villanos en ninguna de ellas. La fuerza del mal se siente en estas novelas, pero no está personificada; los autores no están dispuestos a dejarnos las cosas tan fáciles. Tom y Daisy Buchanan podrían ser culpados de la muerte de Jay Gatsby, pero Fitzgerald nos previene al hacer decir a Nick, en su propio veredicto, que son simplemente “personas descuidadas”. Charles Bovary tendría todo el derecho a responsabilizar a Rodolphe por el suicidio de Emma, pero cuando se encuentra accidentalmente con él le dice: “No te culpo. El destino es el culpable”.

Estos son algunos otros escritores sin cuya obra no habría logrado construir un libro medianamente decente por mí mismo: Dickens, Tolstoy, Dostoyevsky, Chekhov, Conrad, Joyce, E.M. Forster, Katherine Mansfield, Sinclair Lewis, Ring Lardner, Dylan Thomas, J.D. Salinger, James Jones.

Sería fácil extender esta lista hasta duplicarla citando escritores actuales, pero me he vuelto descreído de cualquier lista que pueda parecer la membresía de un club privado, o el resultado de algún concurso de popularidad.

El tiempo lo es todo. Ahora tengo 55 años y mi primer nieto nacerá en junio. Han pasado muchos años desde que era un hombre joven y un aprendiz de escritor. Pero el espíritu entusiasta y temerario del principiante no se ha desvanecido del todo. Con mi octavo libro apenas iniciado, y con profundo arrepentimiento por las pérdidas de tiempo que me han impedido estar escribiendo el décimo o el decimosegundo, siento que aún no he empezado realmente. Y supongo que esta condición más bien ridícula persistirá, para bien o para mal, hasta que mi tiempo termine.

*Mauricio Montenegro es docente y escritor. Con su novela ‘Diemer – Trommsdorf’, enfocada en una partida clásica que se jugó en 1973, el bogotano ganó el Premio Nacional de Novela Inédita 2020. La novela fue publicada en 2021 por Seix Barral. Puede seguir a Montenegro también en su blog ‘El viajero más lento‘.

FUENTE: SEMANA