Pensamientos sobre el sombrero vueltiao zenú

El sombrero vueltiao, José Luis Garcés y la portada de su nuevo libro. / Getty Images y Archivo particular

 

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Llevas una casa sobre la cabeza. Llevas un estropicio domado de palmas. Llevas larga tierra. Árboles inmensos a los que no ha dominado el tiempo. Ni el rayo, ni el trueno, ni la centella. Has atajado el sol. A la lluvia has domeñado. La has puesto a escurrir por tus alas. Debajo de ti, un cielo de sombras. Te simpatiza el camino. No hay rabia en tus aleros y ninguna franja de venganza se agazapa en tus tejidos. Cohabitas con el viento, y el rojo de las ciruelas ilumina la trocha de tus pasos. Sombrero es sombra sobre sombra, distancia benévola, nido al vaivén de los pájaros. Entonces desde el enigma del follaje surge una canción de amor, que se decide por el caminante, por el trochero, por todo aquel cuyo corazón sale de viaje.

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Ya se dijo: sombrero proviene de sombra. Y sombra, por dialéctica, procede de sol. De luz. Que es sol domesticado. De sombra se deriva sombrilla. Que también se usa para el sol cuando se vuelve lluvia. Sombrero vueltiao: ala de ave sobre la cabeza, dijo una vez el maestro Compae Goyo; rama que tapa el sol, techo vegetal. Sombra que da vueltas. Que gira como un planeta de caña flecha.

Ya se sabe: el sombrero carga su propia sombra. La lleva consigo a las geografías más diversas. Quien lleva sombrero lleva sombra. Y, según se lo ponga, más hundido o más airoso, más ladeado o más aguajero, adopta un rostro distinto. Rostro con sombrero es rostro ayudado. Rostro brujo. Rostro que se afirma, se tergiversa o se niega. El sombrero, pues, te permite que seas otro sin dejar de ser el mismo. El sombrero te hace más persona. Doble, triple, múltiple persona. Es, entonces, la creación de un ritual, la posibilidad de penetrar, primero, al mito, y, luego, a la leyenda. Allí, reducido a la metáfora, está el trajín de sudor y viento entre las alas del sombrero.

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G. Reichel Dolmatoff descubrió que lo primero que se sembró en la región del Sinú fue la yuca. Luego, el maíz. De allí se derivan las categorías de Momil I (formativo inferior, o período de la yuca) y Momil II (formativo superior, o período del maíz). Y, desde entonces, las cosas empezaron a cambiar. No solo porque este maíz trastocaría las relaciones socioeconómicas (era imperecedero, y al poderse almacenar se convertía en dinero vegetal), sino porque la siembra en terreno despejado y la recolección a la intemperie exigían una exposición prolongada al sol; de ahí surge la necesidad de inventar, entre otras cosas más, una prenda que los protegiera de la canícula mientras se dedicaban a la siembra, a la limpia y a la recolección de la gramínea. Esta prenda, obviamente, fue el sombrero vueltiao. Como las cosas fundamentales en la vida, fue creado por necesidad. Ya está escrito: la necesidad crea el órgano. La necesidad crea el sombrero.

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Pero él viene de atrás. Es parte de un proceso. Antes de estar en la cabeza, el sombrero fue penca. Y antes fue aire. Y antes fue tierra. Profundidad del cosmos. Silencio vegetal en acecho. La trenza del sombrero vueltiao tiene –además del de la parte central donde van situadas las figuras geométricas, que se constituyen en símbolos totémicos dependiendo del clan familiar que las dibuje– dos bordes: uno derecho y otro izquierdo. Curiosamente, el derecho es de color blanco y el izquierdo es de color negro. Eso detectan los investigadores. Pero digo que este es un sombrero de contrastes. El sombrero del claroscuro. De la coexistencia entre la luz y la sombra. Entre el día y la noche. Entre la vida y la muerte. Entre el Eros y el Tánatos. Es la expresión del equilibrio, la prenda del justo medio, en lenguaje aristotélico. Y, entre estos dos polos irreconciliables, se encuentra la huella de un pueblo que, aún maltratado, tiene ambiciones de inmortalidad.

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Cuando el campesino o el hombre urbano lo usa, el sombrero vueltiao llega al esplendor. Ha recorrido un largo trecho. Su periplo ha pasado por el machete, el cuchillo, el desgarre de la penca, la tintura, la mano o la máquina cosedora, la voz del vendedor y el comercio. Ya la caña flecha ha sido doblegada. Ha sido transformada. Ocupa un nuevo lugar en el universo. Dejó de ser naturaleza y se convirtió en economía y estética. En lo bello estético, diría Hegel. Es decir, ya es cultura. Ya es historia. Ahora sirve para el trabajo o la fiesta. Para ir a dar el pésame o para pedir la mano de una muchacha casadera. Por ello hay un sombrero vueltiao de labores y de afugias, y otro para pontificar en las reuniones de importancia. Si es quinceano, va de la mano del proletario; si es veintiuno, veintitrés, veinticinco, va sobre la cabeza del propietario. O del deportista. O del político. O del que quiera mostrar su procedencia y tirar percha.

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El maestro Benjamín Puche Villadiego sostenía, y sostiene, que el sombrero vueltiao tiene más de dos mil años de historia. Cierto. Y en ese lapso, cuando flaquea cualquier memoria, ha luchado a puño limpio por abrirse paso. Ya lo sabemos: surge desde la soberbia silenciosa de la tierra. Y cada avance que logra, desde el valor de uso al valor de cambio, desde la indiferencia primera (“es un sombrero pa corronchos”, decían los ignaros) a la acogida como símbolo nacional, es una afirmación de la identidad y una reivindicación de lo que nació montuno, natural y humilde.

En este trayecto de peripecias, y ya como cultura, se encuentra con la música de hojita, el jazz, el porro, la chúa, la primera música de acordeón, la danza montuna, el bullerengue y la tradición oral, entre otras manifestaciones de la estética popular. Todos han padecido el desprecio de los que se creen con alcurnia, que es la expresión inicial de la ignorancia. Todo este arte procedente del estado llano sufrió el reto y el aplazamiento. El desdén de los grandes salones y de los magníficos señores. Luego, como desquite histórico, llegó el reconocimiento. Desplazada quedó la vergüenza. Ya hay una ley que lo reivindica como símbolo nacional y los esquivos y manipuladores medios lo muestran en desfiles olímpicos o en conciertos internacionales. Y uno se imagina una muchedumbre que, entusiasta, golpea, aplaude, aprueba con el furor de las manos.

* Analectas psiciológicas y literarias (Ediciones El Túnel, Léanlo Editores) se titula el nuevo libro de José Luis Garcés González, reconocido escritor de la región del Sinú y quien colabora con El Espectador desde la capital del departamento de Córdoba. En la obra se reúnen sus reflexiones sobre la literatura y crónicas que ha publicado en los últimos años en este diario. También incluyó ensayos en los que revisa la obra de clásicos como George Orwell, Albert Camus y Umberto Eco, así como la de colombianos como Gabriel García Márquez y Manuel Zapata Olivella. Garcés es conferencista y catedrático universitario. Dirige el periódico cultural El Túnel de Montería. Cuentos suyos han sido publicados en francés, inglés, alemán y eslovaco.

FUENTE: EL ESPECTADOR