50 años de ‘Conversación en La Catedral’, la gran obra de Vargas Llosa

Conversación en La Catedral, la novela “del guardaespaldas” como su autor solía referirse a ella, que recientemente cumplió medio siglo de publicada, inicialmente con una tirada de 5.000 ejemplares y con el doble de ejemplares en su segunda edición, es una de las dos más extensas que nos dejó el boom latinoamericano (la otra es Terra Nostra, de Carlos Fuentes); es una mole de más de setecientas páginas que, cuando Vargas Llosa la terminó en 1969 después de haber trabajado, o mejor, vivido en ella por cuatro años, tenía más de mil.

Tanto el editor Carlos Barral como los otros tres integrantes del boom (Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Julio Cortázar), además de Álvaro Mutis, quedaron maravillados con la que sería a la sazón la gran novela política de Latinoamérica. Probablemente lo siga siendo aún y por eso es la consentida de su autor, con todo y que muchas de las novelas que le hicieron compañía, aparte de experimentales, fueron también muy políticas; en ellas como en esta, los autores tomaron posición.

En palabras del mismo Vargas Llosa: “La dictadura de Odría fue trágica para mi generación. Cuando comenzó, éramos niños, y terminó ocho años después, cuando éramos ya hombres hechos y derechos. En esta novela quise mostrar los efectos que tuvo en toda la sociedad peruana, de la base popular a la cúspide, esa dictadura que prohibió la política, impuso una férrea censura a la prensa, llenó las cárceles de presos políticos e introdujo una corrupción hasta entonces insólita en el Perú. (…)Es la novela que más trabajo me costó escribir y con la que me quedaría si tuviera que elegir una sola entre las que he escrito”.

Sobran motivos para que Alfaguara le hubiera dedicado la bella edición conmemorativa de sus cincuenta años, que trae como añadido una serie de comentarios que editores, escritores y críticos (Carmen Balcells, Carlos Barral, Luis Harss, Roberto Fernández Retamar, José Miguel Oviedo, José Donoso y los del boom) hicieron cuando se publicó por primera vez y terminó de darle vuelo al movimiento más importante de la novelística en Latinoamérica.

Por ejemplo, Carlos Fuentes, desde México, le expresó a Vargas Llosa lo siguiente el 24 de noviembre de 1970: “De nuevo, Mario, mis felicitaciones y admiración por tu Conversación en La Catedral. Creo que no solo es tu mejor libro, sino la única gran novela política que se ha escrito en castellano”.

Conversación en La Catedral, enclavada en el mediodía del siglo XX, comienza y se extiende en la dictadura de Manuel Arturo Odría; pasa por las presidencias de Manuel Prado, de los generales Pérez Godoy y Eduardo Lindley López y termina cuando el presidente es Belaúnde Terry. Esto quiere decir que la narración abarca los veinte años de la historia peruana que van desde 1948 hasta 1968.

¿De dónde sacó músculo narrativo Vargas Llosa, iniciando la treintena de su vida, para construir esta ‘catedral’? Seguramente de las lecturas que ya atesoraba en ese entonces (más que todo de novelas francesas); de su disciplina “militar”, como él mismo lo dijo; pero, sobre todo, de haber podido lidiar con el peso de La ciudad y los perros (a la hora de la verdad la novela inaugural del boom) y La casa verde, experiencia de continua escritura que fue algo así como haber encendido un cigarrillo con la colilla del anterior.

No se nos puede olvidar que Mario Vargas Llosa, en eso del manejo del tiempo, es quien más se parece a uno de los escritores que más influencia ejercieron en los del boom: William Faulkner.

Una obra coral gigante

Alrededor de medio centenar de personajes de notable prosopografía (descripción de atributos físicos) y etopeya (descripción de rasgos psicológicos y morales) desfilan por las páginas de la catedralicia novela, en un magnífico ejemplo de eso que teóricamente se llama polifonía, porque todos narran; todos tienen voz y sostienen en vilo la trama a punta de diálogos entreverados y cruzados en el tiempo y en el espacio.

Es laudable ejemplo también de expansión social, porque todas las clases, nichos y grupos sociales están allí representados: ricos y pobres; militares y civiles; negros y blancos; cholos y carilavados; ilustrados y analfabetas; trabajadores y estudiantes; explotadores y explotados; burgueses y proletarios; apristas y comunistas; avispados y brutos, en fin, mujeres y hombres de todo jaez: prostitutas, trepadoras, arribistas, hampones de cuello blanco, (y también de cuello mugriento), escritores, reporteros, amas de casa, choferes, cafiches y hasta mataperros.

Cierto es que la técnica de entrevero, sobre todo en las dos primeras partes de la mole narrativa, puede dejar rezagados a muchos lectores, hacer que pierdan la rueda e incluso desistan. Lo mismo pasa con la temporalidad, que convierte la obra en todo un rompecabezas. No se nos puede olvidar que Mario Vargas Llosa, en eso del manejo del tiempo, es quien más se parece a uno de los escritores que más influencia ejercieron en los del boom: William Faulkner.

De hecho, el nobel peruano señala que “el libro tuvo pocos lectores al principio, pues se consideraba largo y difícil”, y admite que lo tuvo que rehacer varias veces.
En una carta dirigida al entonces gurú de la literatura comparada Wolfgang Luchting, desde París –el 26 de enero de 1966–, revela cómo fue la génesis de ese estilo narrativo que terminaría convirtiéndose en su impronta: “… descubrí algo, una posibilidad nueva, que hay que investigar y perfeccionar mucho aún, una técnica o, más bien, un estilo capaz de entrar en la realidad por muchos niveles a la vez, sin que se note el traslado, capaz de pasar de la conciencia a los actos, del pasado al futuro, de los hechos a las sensaciones o a los mitos, sin que se produzca una ruptura”.

Miremos un ejemplo de cómo se alternan en tiempos diferentes tres diálogos y tres escenarios como si fueran uno solo:

“–Lo de Montaigne fue así –dijo don Fermín–.Un buen día Bermúdez desapareció de Lima y volvió a las dos semanas. He recorrido medio país, General, si Montaigne llega de candidato a las elecciones, usted pierde.
Qué esperas, imbécil, dijo el que daba las órdenes, y Trifulcio disparó una mirada angustiada a don Emilio, que hizo un signo de rápido o apúrate. La cabeza de Trifulcio se agachó velozmente, atravesó el horcón que formaban las piernas, alzó a don Emilio como una pluma.
–Eso era un disparate –dijo el senador Landa–. Montaigne no iba a ganar jamás. No tenía dinero para una buena campaña, nosotros controlábamos todo el aparato electoral.
–¿Y por qué te parecía tan gran hombre mi viejo? –dice Santiago.
–Pero los apristas iban a votar por él, todos los enemigos del régimen iban a votar por él –dijo don Fermín–. Bermúdez lo convenció. Si voy en estas condiciones, pierdo. En fin, así fue, por eso lo metieron preso.
–Porque era, pues, niño –dice Ambrosio–. Tan inteligente y tan caballero y tan todo, pues.
Oía aplausos y vítores mientras avanzaba con su carga a cuestas, rodeado de Téllez, de Urondo, del capataz y del que daba las órdenes, también él gritando Arévalo-Odría, seguro, tranquilo, sujetando bien las piernas, sintiendo en sus pelos los dedos de don Emilio, viendo la otra mano que agradecía y estrechaba las manos que se le tendían.
–Ya déjalo, Hipólito –dijo Ludovico–. No ves que ya lo soñaste.
–A mí no me parecía un gran hombre, sino un canalla –dice Santiago–. Y lo odiaba”.
Cómodo sería decir que toda la novela es una evocación que hacen Santiago Zavalita y el negro Ambrosio, en una conversación sostenida dentro de un mítico lugar, poco menos que un antro llamado La Catedral. Pero no es así; hay otros tantos diálogos periféricos y otras voces narrativas (se diría omniscientes), algunas de ellas en segunda persona.

Jorge Mario Pedro Vargas Llosa vive en Madrid, donde continúa activo como escritor de ficción. Foto: AFP

‘De nuevo, Mario, mis felicitaciones y admiración por tu Conversación en La Catedral. Creo que no solo es tu mejor libro, sino la única gran novela política que se ha escrito en castellano’: Fuentes.

Retrato político vigente

La situación sociopolítica del Perú de la época retratada con fidelidad por Vargas Llosa tiene a Lima como epicentro. A este se unen también réplicas en otras ciudades, como Arequipa, ciudad donde ocurre el hecho que parte en dos la trama de la novela: una doble manifestación de, por un lado, seguidores y, por otro, opositores del General, la cual deja su saldo trágico y conduce a la caída del ministro más poderoso del régimen.
Haciendo comparaciones, se podría decir que el ministro Cayo Bermúdez era a Odría lo que décadas después fue Montesinos para Fujimori. En los gobiernos corruptos, siempre es así, cada perro con su chanda.

Al referido pasaje de la narración pertenecen los cruentos episodios de allanamientos y de persecución a los nichos comunistas de la Universidad de San Marcos y, asimismo, todo lo que tiene que ver con las trapacerías del gobierno y el canibalismo entre políticos mafiosos.

La novela, por mor de su extensión y ambición literaria, es, como decía Cortázar, un baúl al que le cabe de todo: historias de amores asimétricos, todos los abusos inimaginables de gobierno y policía, conatos de rebelión estudiantil, tristes historias de familia, orden jurídico al servicio del poder, un muestrario deprimente de clasismo y desigualdad social.

También los avatares del periodismo judicial, que es donde entra en juego Santiago, el joven otrora burgués que trabaja para el diario La Crónica y al que seguramente Vargas Llosa le traspasó su propia experiencia como periodista.

Por último, la vida guerrera de mujeres como Queta, luminaria de burdel, quien sobrevive a codazo limpio; como Amalia, sirvienta y buena para aguantar hambre, y como “la Musa”, bailarina de baja estofa, que aprende a medrar (bajo el nombre de Hortensia) a costa de los poderosos que ella sabe cómo explotar y cuya caída libre en abismo conmueve y alecciona por su fatalidad.

Poco a poco, la novela nos va mostrando a su verdadero protagonista: Ambrosio, chofer y algo más (más íntimo, quiero decir) de un político camaleónico, padre de Zavalita, para mayor ironía. La singladura de aquel zambo es casi novela aparte, pues se trata de un antihéroe como salido de las páginas de La Celestina. Con él, la novela termina justo donde comienza. Por él fue que Vargas Llosa se refirió a esta obra como “la novela del guardaespaldas”, en la cual se despliega una “conversación” que ya ajusta medio siglo.