Cuentos para escapar del encierro: Salir de casa

Volvió a levantarse de la cama con extrema dificultad. Al colchón mullido, como un trozo de algodón, se sumaba la tortura de elevar su cuerpo apoyado solamente por la fragilidad de sus brazos. Respiró, transpiró y consiguió incorporarse después de varios intentos, sintió el dolor que siempre pagaba por tener que ponerse vertical para enfrentar el mundo.

Miró la cama de al lado donde su esposa dormía profundamente. El sueño solía abordarlos en las madrugadas mientras el insomnio se acomodaba a plenitud sobre ellos durante gran parte de la noche.

De hecho, a estas horas él ya se había levantado dos veces a pesar de tener que vencer el sufrimiento de sus carnes y la queja sonora de sus huesos. Le resultaba curioso que sus huesos tan frágiles crepitaran al moverse. La vejez, pensó, es un concierto de dolores.

Le gustaba salir a deambular en la noche por la casa vacía. Tenía la necesidad imperiosa de ir al baño a descansar la próstata inflamada, pero saboreaba el placer de caminar por las estancias, no solo por lo que significaba ese andar relajado para su cuerpo, sino por la curiosidad de poblar un vacío diseñado para él.

Gozaba con los espacios desocupados y misteriosos en la penumbra. Imaginaba miles de encuentros insospechados, mas lo que realmente le fascinaba era el vacío. Con esa misma idea se asomaba al balcón para observar la calle.

Ahora, y desde un tiempo ya impreciso en su memoria, la calle también estaba deshabitada a causa de un encierro decretado por el gobierno cuyos motivos él ya no recordaba. Podía pasar largas horas contemplando la ausencia de personas, de carros y ruidos. Un silencio universal se había cernido sobre el mundo y él se beneficiaba de ello.

También se deleitaba escuchando los menudos ruidos internos de la casa que antes le pasaban desapercibidos: el motor de la nevera, la mudez de los muebles, el crujir de la escalera al descender, el chillido procaz del inodoro al vaciarse, el roce de las patas de los gatos sobre el tejado, y más acá, el sutil roncar de su esposa, su propia respiración entrecortada, sus ataques de tos y, sobre todo, la sinfonía de la lluvia sobre las ventanas. Silencio y vacío; nunca en su vida pensó que le fueran a resultar tan maravillosos.

Eugenia, su esposa, estaba enferma desde hacía varios años, ya no recordaba bien de qué y tampoco le importaba. Estaba recluida en su cama y él la alimentaba, la bañaba y la cambiaba. Además, le hablaba, le contaba una cosa u otra, historias recordadas a retazos o inventadas a trompicones, monólogos que ella escuchaba con devoción aferrada a ese sutil vínculo con la vida.

No sabía si aún la amaba porque sencillamente ya no tenía idea de lo que eso significaba. La cuidaba, sí, con la seguridad de haber tenido alguna razón poderosa para ello, que mantenía ahora con la inercia de la costumbre; pero eso sí, no lo hacía por compasión, siempre despreció ese sentimiento de conmiseración por los otros.

No la compadecía, no; deseaba creer que la acompañaba por su vulnerabilidad y desde su vulnerabilidad. Allí encontraba ese espacio de solidaridad que al parecer se había extinguido de la faz de la Tierra, y que en este momento había desembocado, concluía, en un confinamiento perpetuo, en un aislamiento definitivo para quedarse a solas únicamente con la sordidez del egoísmo.

Sonrió al comienzo y luego se carcajeó de sus digresiones seudofilosóficas. Coincidió con el trajinado aserto de que la vagancia era la madre de las especulaciones.

Caminó hasta el baño, orinó con satisfacción y, luego, se dirigió al balcón. Hacía frío y la noche estaba cerrada y brillante como si la hubiera cubierto un aguacero de petróleo. Había una silla a su lado, pero no le gustaba sentarse. Era consciente de que, por su edad, transcurría mucha parte de su tiempo recostado en la cama, y sentarse era una claudicación que aún no se permitía, se resistía a ella.

Era igual a cuando jugaba al billar en ese pasado ya muy remoto en el cual se salía a la calle, se iba a los bares, se bebía en ellos, se barajaba el poco tiempo que restaba. No le gustaba sentarse, prefería mantenerse de pie para tener la mejor perspectiva de la mesa, los ángulos posibles de la carambola.

Lo hechizaban ese tapete verde desplegado en frente suyo, esas tres preciosas bolas de marfil que aguardaban el golpe preciso del taco para deslizarse y de inmediato escuchar, con absoluto placer, el golpe fino del marfil y el sonido mudo de las bolas contra la banda.

No se sentaba, por el contrario, le daba la vuelta constantemente a la mesa vagando a su alrededor en busca del lugar ideal, aquel donde ejecutar el movimiento idóneo para impulsar el taco con exactitud.

Así era el mundo, a uno se le escapaba la vida deambulando tras el lugar preciso desde donde alcanzar por fin la esquiva felicidad. Temió recaer otra vez en la divagación inoficiosa y bajó a la primera planta con la idea de prepararse un tinto. Abrió la nevera y esa instantánea fuga de luz alumbró su rostro cansado.

El café le gustaba oscuro, fuerte, que le quemara el cuerpo, que lo sacudiera de esa modorra que era su edad. Caminó trastabillando (de un año para acá arrastraba los pies, lo había abandonado ese andar ágil y elegante que había conquistado bailando y paseando alrededor de la mesa de billar, esa firmeza de unirse al piso, a la tierra) hasta la biblioteca. Tomó un libro de la estantería y se sentó en el sillón. Leyó su primera página:

“Los curiosos acontecimientos que constituyen el tema de esta crónica se produjeron en el año 194…en Orán. Para la generalidad resultaron enteramente fuera de lugar y un poco parte de lo cotidiano. A la primera vista Orán es, en efecto, una ciudad como cualquier otra, una prefectura francesa en la costa argelina y nada más”.

Tuvo la certeza de que lo mismo se podría decir de Bogotá, una ciudad como cualquier otra, ubicada en una sabana hermosa y remota, en medio de una cortina de montañas que la protegía (o la excluía) de las invasiones imperiales, de la universalidad quizás, ironizó. Bogotá siempre le había parecido un hueco sin interés en el mundo, y su barrio, Teusaquillo, un refugio de clase media quebrada, con apellidos ya sin brillo, llenos de deudas y simulaciones. Con seguridad era mucho más prestigioso ser un ciudadano de Orán.

Cerró el libro, lo había leído varias veces y nunca lo recordaba. Así le estaba sucediendo con las demás cosas: las recuperaba un instante para luego perderlas en la nebulosa de su cabeza inclinada. Incluso cuando paseaba por su casa en las noches de insomnio, se extraviaba. A veces le costaba trabajo hallar la escalera o recordar dónde se ubicaba el baño auxiliar. Y, recientemente, no se lo podía negar, olvidaba quién era esa mujer que dormitaba callada a su lado.

Ayer mismo, quizá, despertó y se acercó a mirarle el rostro, buscando una pista en sus ojos, una señal familiar en su nariz o su boca que no encontró. Tuvo que esperar un rato, hacer y fijarse en otros asuntos antes de reconocer a su esposa en esos gestos ajenos.

Decidió preparar el desayuno, aunque no tenía la certeza de qué hora era. ¿Y acaso a quién le interesaba conocer la hora precisa si la vida ya no tenía fluctuaciones?, ¿si dormitar, comer o caminar obedecían a una necesidad primaria o de repente al vaivén de un capricho, mas no al deseo de ordenar una rutina? La rutina ya no era una disciplina, era una invasión que convertía en amorfa cualquier distinción.

El mundo volvía a ser plano, sin fisuras. Desde ahora podría suceder o dejar de suceder cualquier cosa y no tendría ninguna repercusión. El mundo estaba en pausa, o en el peor de los casos, exhalando su último suspiro.

De nuevo se sorprendió de la facilidad con la que caía en la reflexión inocua. En verdad, era una tentación difícil de ignorar.

Subió las escaleras empecinado por sostener el equilibrio con la bandeja del desayuno. Accedió a la habitación donde descansaba y mantenía una vigilia imperceptible Eugenia, su esposa.

Tomó asiento a su lado, hizo como si la despertara en el caso de que estuviera dormida, y le dio de comer. Ella como siempre aceptó la comida sin placer ni rechazo, solo con resignación. Su mirada verde miel recibía todo lo que provenía de sus manos sin queja alguna. Creyó ver en ella algún resquicio amoroso. Pero ya era tarde. ¿para qué amar si ya todo carecía de sentido?

Esperó a que Eugenia terminara de ingerir los alimentos de esa forma pausada, sin prisas, consciente de que tenía todo el tiempo del mundo, o mejor, que ya no le importaba de cuánto tiempo disponía.

Recogió la bandeja y salió de la habitación. Observó a su esposa desde la puerta como si estuviera transitando el límite certero entre reconocerla como su amada o desconocerla ya de manera definitiva.

Cerró la puerta de la casa y echó doble llave. Avanzó varios pasos por el andén hasta alcanzar el desagüe en la esquina y allí tiró las llaves. Después caminó por las calles desiertas y celebró sumarse de pronto al gran vacío.

GUIDO TAMAYO