Café Salambó, sabor a Gràcia

Uno de los nombres que se barajó para el local fue El Cafè Gran. Lo sugirió la agente literaria Carmen Balcells, que se convirtió en accionista del café cuando sus promotores, el escritor Pedro Zarraluki —al que también representaba— y el escultor Francisco Gracia, ya no tenían más recursos que vender acciones de algo que ni siquiera había arrancado para acabar la obra y abrir el negocio. Era 1992 y el Café Salambó —que finalmente se llamó así por el azar de la elección de la novela del mismo nombre de Gustave Flaubert— abrió en octubre, en medio de una Barcelona exultante tras los Juegos. “Esto era una de las tres naves de una fábrica textil que ya había cerrado hacía años. Vi el letrero de que se alquilaba y al verlo por dentro pensé que era el sitio ideal, que me liaba la manta a la cabeza”, recuerda Zarraluki, en una de las dos grandes mesas ovaladas del local que el año que viene cumplirá tres décadas. Zarraluki, que ya había tenido otro local musical en Gràcia, quería otro: “Fue una idea romántica, hacer un café que fuera uno de los grandes, de esos que iban desapareciendo, donde pudieras tomarte un café, un mojito o unas lentejas…”. Junto con su socio querían poner en marcha un negocio de hostelería que funcionara: “Que nos diera un sueldo para no estar agobiados por el dinero y poder dedicarnos a lo nuestro, en mi caso a escribir”. El Café Salambó fue bien desde el primer momento. Encajó en el barrio, se convirtió en uno de los locales de referencia con un público esencialmente de Gràcia y, de forma especial, de muchos espectadores de los cines Verdi que, antes o después de la sesión, pasan por el café a picar algo. Sin ir más lejos, ese es mi caso. Una ronda que a veces completo con una visita a la también vecina librería Taifa.

La relación del Café Salambó con los cines es física, hasta el punto de que si se derribara la pared de la cocina nos daríamos de bruces con la pantalla de la sala grande de los Verdi. Como en la película La Rosa Púrpura de El Cairo, de Woody Allen, pero en este caso lo que traspasaría al patio de butacas serían los aromas de las bravas Salambó, del canalón de ragú de pato o del Bourguignon de meloso de ternera, por poner unos platillos. Cuando abrió el café, las dos naves que lo jalonaban estaban vacías y al cabo de los años las alquiló Enric Pérez, el anterior propietario de los Verdi, para ampliar las salas en lo que ahora es el Verdi Park.

El café Salambó tiene un altillo —reconstruido a imagen del que tenía la fábrica— con más mesas y un par de billares. Un lugar perfecto para reuniones de grupos. Ahora no, por imperativos de aforos de la pandemia.

Si uno de los puntales del café son los aficionados al cine —además de actores y directores que también lo frecuentan, después de los estrenos— el otro es el mundo literario. De ello dan fe las fotografías que se alinean en una pared, una por cada año en que se organizó el premio literario Café Salambó: “Eran épocas muy buenas, con muchas ganas de hacer cosas. Empezamos en 2000 y la idea era organizar unos premios en los que nadie cobrara por participar de jurado, los ganadores se llevaban el reconocimiento del premio y la obra de algún artista, también amigo, que colaboraba. La FNAC nos ayudaba para afrontar los gastos de viajes y hoteles de los miembros del jurado, eso sí”, recuerda Zarraluki.

De esos buenos tiempos dan fe las sonrientes caras de escritores de esos jurados como Manolo Vázquez Montalbán, Maruja Torres, Enrique Vila-Matas, Ignacio Martínez de Pisón o Mercedes Abad, entre otros. Los premios se acabaron en 2008: “La crisis lo estropeó, qué se le va a hacer”, se lamenta Zarraluki, autor de novelas y cuentos, reconocido con los premios Herralde y Nadal, entre otros, y que no quiere mezclar su faceta de escritor con la de hostelero. Y ahora toca la de hostelero.

Cada asiduo del Café Salambó podría decir cuál es el encanto del local. Mis motivos: los platos —ha tenido muchos cocineros y el estilo se ha ido modificando— son atractivos y de calidad; antes de la pandemia podías tomar algo rápido en la barra si ibas sola, ahora hay que sentarse a una mesa; es acogedor y el ambiente es tranquilo —los altos techos del local ayudan a que las conversaciones se disipen— y conserva un aire de la antigua nave industrial que fue, como el portón de la entrada, algo a valorar en un barrio que apenas conserva edificios que recuerden su pasado manufacturero.

“Hemos tenido la suerte de que nuestros clientes sean, la gran mayoría, del barrio. Eso ha ayudado mucho cuando reabrimos tras las restricciones de la pandemia. Si el Café Salambó hubiera estado en la calle Ferran, estaríamos desesperados. Nosotros hemos podido recuperar a casi todos los trabajadores. Ahora solo falta poder abrir el altillo. Todo volverá”, sonríe Zarraluki.