“Para decir ‘no puedo más’ hace falta humildad y un coraje descomunal”

Leila Guerriero elige las palabras con precisión de cirujana. Las introduce con cuidado y entran, afiladas. Si no es la que necesita, la quita o la reemplaza o dice que no es la que busca pero que para ser prácticas sigamos. Y la conversación continua. Sobre los libros que lee, sobre los que olvida, sobre el frío que hace en invierno en Buenos Aires y el frío que pasa siempre en Ciudad de México, sobre la pandemia, Lorrie Moore o la muerte.

La periodista argentina acaba de publicar en México Los suicidas del fin del mundo, un libro editado por primera vez en 2005 en Argentina y un año después en España. Es una crónica desde Las Heras, un pueblo patagónico donde 12 personas se quitaron la vida entre 1997 y 1999. Cuando llegó Guerriero, allí aguantaban, entre otros, Pedro, “reina del desierto en un pueblo petrolero”; Carlos, funebrero; Rulo, dueño de una radio; Elena, testigo de Jehová que tenía la ropa lista y la cama hecha para cuando se reencontrara con su hijo. Decían que las muertes eran cosa de una secta, pero decían, también, que para la juventud ahí no había nada.

“Las Heras y otros pueblos por el estilo son el daño colateral de una concepción de un país que se mira un poco el ombligo y el ombligo es la capital”, dice por videoconferencia Guerriero (Junín, 54 años), que es columnista de EL PAÍS. Sus movimientos al otro lado de la pantalla son acotados. No se desbordan ni su cuerpo ni su voz. Se define, sobre todo, discreta y por oficio, observa.

Pregunta. “Se necesita humildad, no orgullo”, dice la cita del comienzo del libro. Es una parte de El oficio de vivir, de Cesare Pavese. ¿Por qué la eligió?

Respuesta. Pavese es una persona con una inteligencia superior, que habla con autoridad porque es un tipo que se suicidó. En su diario, hizo reflexiones acerca de lo que significa sacarse la vida. Se suele pensar al suicida como una persona cobarde o egoísta, y creo que ese epígrafe resume perfectamente todo lo contrario. Por lo menos, rebate algunos de esos lugares comunes que hay en torno al suicida. Y me parece que en la palabra “humildad” está también esa cosa tan tremendamente perturbadora del suicidio que es la aceptación del ‘no puedo más’. Para que digas ‘no puedo más’ hace falta humildad y un coraje descomunal. Como siempre para decir ‘no puedo’.

P. En la prensa diaria no suele hablarse de los suicidios. ¿Qué aprendió sobre el suicidio con este libro?

R. Uno no hace periodismo para buscar una enseñanza. Pero en relación al suicidio, sigo viendo una especie de resquemor de hablar del tema. No a nivel medios, sino a nivel estatal. Hay muy pocas estadísticas. La semana pasada se volvió a cerrar el edificio Vessel, una de las supuestas grandes atracciones de Nueva York. Es una propuesta arquitectónica, como una escalera sin fin sin barandas, desde donde se ha arrojado mucha gente en el último año y el último caso fue el de un chico de 14 años. Lo cerraron en vez de preguntarse qué es lo que pasa, por qué de pronto se han arrojado ocho personas.

A pesar de que [el suicidio] es una de las mayores causas de muerte en el mundo sigue siendo una cosa que no se menciona. Hay una especie de vergüenza de hablar de eso, como si fuera un extraño estigma, y sumado a eso la culpa. Pero esto existe y no hay que ser muy astuto para pensar que en los últimos 15 meses la salud mental de la población está muy afectada.

P. ¿Y qué reflexión hace sobre pueblos como Las Heras, en la Patagonia argentina, pero que también existen en otros lados? Pueblos a los que parece que nadie les hace caso

R. Las Heras era en ese momento un reflejo de lo que pasaba y sigue pasando en Argentina, que es un país profundamente centralista. Hay muchas ciudades grandes, pero donde todo parece pasar es en Buenos Aires. Se veía con fuerza en la gente de Las Heras, que decía ‘me quiero ir de acá para ser alguien’, como si estar en el pueblo fuera ser nadie. La centralidad muy pocas veces se voltea a mirar hacia lo que podría llamarse la periferia. Se repite en casi todos nuestros países, en casi toda la región.

Las Heras era un síntoma de todo un proyecto de un país. La presidencia era de [Carlos] Menem y había una convicción de que había que sacar al Estado de todas partes. Una de las cosas que quedaron privatizadas es YPF, que es la petrolera más grande del país. Eso provoca una cantidad de desempleo gigantesco que afectó a localidades como Las Heras que vivían, viven, del petróleo. Las Heras y otros pueblos por el estilo son como el daño colateral de una concepción de un país que se mira un poco el ombligo y el ombligo es la capital. El interior sirve en tanto que provee de cosas que se pueden aprovechar: los alimentos, la energía eléctrica…

Portada de ‘Los suicidas del fin del mundo’.

P. El libro se publicó hace 16 años. ¿Lo releyó? ¿Se relee?

R. No. No leí este libro ni ninguno de los otros. Cuando entrego un libro estoy tan cansada y harta que creo que una lectura más me haría empezar a odiarlo y leerlo después de 16 años… no veo la necesidad. Hay tanto para leer que no voy a perder el tiempo leyéndome a mí misma. Porque además si sintiera la necesidad de modificar algo, refrenaría ese deseo.

P. Ha escrito sobre esta ola de suicidios, pero también sobre las vendedoras de los cosméticos Mary Kay, sobre un imitador de Freddie Mercury o sobre el poeta Nicanor Parra. ¿Cómo elige las historias que quiere contar?

R. En general, hay un interés en mundos que están fuera del centro, como las periferias, no necesariamente la marginalidad, que también. Hay un interés por esos mundos cerrados y también por mundos que han sido visitados de maneras un poco toscas, con cierto prejuicio y desde un lugar común. Por ejemplo, el mundo de las iglesias evangélicas, sobre las que el periodismo suele tener una mirada bastante estigmatizante. Ahora, decir de dónde viene ese primer motor de ir hacia las vendedoras de Mery Kay, las iglesias evangélicas, los suicidas, un pianista excelso o un bailarín de folklore es más difícil. Siempre está la curiosidad, pero es difícil encontrar un común denominador. Hay incluso algunas cosas que me han propuesto editores, que no pasaban por mí cabeza, y a las que he dicho que sí.

P. ¿Cómo qué?

R. Hace muy poco publiqué en una revista que se llama Lengua, del grupo Penguin Random House, un artículo eterno, tan eterno que lo tuvieron que partir en tres, que ellos me propusieron sobre un tema que a mí me levanta muchas ampollas, que es toda esta situación de la escritura de ficción realizada por mujeres en América Latina.

P. Porque no está de acuerdo con que se agrupe, por ejemplo, a las escritoras argentinas en una especie de fenómeno.

R. Parece un gueto, es reproducir una mirada arcaica que bajo un esquema más políticamente correcto reproduce esa idea de la literatura femenina, como si las mujeres solo pudiéramos escribir sobre cositas cursis y sentimentales. No existe una literatura femenina definida por el género. Si pienso en mis autores preferidos, muchas son mujeres. Pero no pienso ‘ay, las escritoras mujeres que me gustan’. Pienso ‘Lorrie Moore es mi autora favorita’. No es una cuestión de género. Por otra parte, por supuesto, si revisás las personas que han ganado grandes premios literarios es para despertar ira. El 90% son varones. Visibilizar el problema es estupendo, pero otra cosa es hacer estos grupos. ¿Por qué en las ferias del libro sigue pasando que agrupan a cinco mujeres a hablar de literatura femenina? Estamos en el siglo XXI, ya está.

P. ¿Hasta dónde se puede conocer a una persona o, en el caso de Las Heras, un lugar?

R. Llega un punto en el que uno tiene que tener una sensación, siempre ilusa y falsa, de que lo sabe todo. Pero tener la humildad también de saber que no lo podés saber todo. Tratás de que no sea la situación de entrevista. En el caso de Las Heras yo hacía muchas cosas con la gente que vivía ahí: iba a tomar un café, paseaba, iba a la bailanta, como se llama el lugar donde se bailan ritmos populares. Acompañaba esas vidas. Y cuando estás ahí te empezás a transformar en una especie de parte del paisaje. En mucho del trabajo periodístico este se juega también una tarea de observación. No tanto de interrogar al otro, que es una palabra que no me gusta, sino de mirar. Ahora, como decía mi abuelo, que era árabe: para conocer a una persona en la vida hay que comer junto con ella una bolsa de sal.

P. ¿Se conoce tan bien como llega a conocer a las personas que entrevista o perfila?

R. Sí, en un punto. Uno siempre es un poco misterioso para uno mismo. Pero me parece que es la sensación que tenemos todos. Yo no soy mi tema favorito, pero me llevo puesta todo el tiempo. Me pregunto mucho a mí misma, me pienso, me reflexiono y me observo. No soy una persona diferente a mi maquinaria.

P. Escribió que el periodismo narrativo es un oficio hecho por seres humildes, tozudos y soberbios. ¿Usted es así?

R. Más que humilde diría modesta. Una cosa es aplicar la palabra humilde a un oficio y otra cosa es aplicarla a una persona. Sé que soy muy muy muy tozuda. Y lo de lo soberbio… no me siento una persona soberbia, pero sí tengo esa actitud cuando escribo y es necesaria. Si hay una palabra que siento que me define más en la vida es una cierta discreción, como permanecer un poco oculta. Parece absurdo que diga esto y después ande por el mundo publicando libros y dando conferencias, pero hay una voluntad de discreción. No soy la que sale al medio de la pista en la fiesta y empieza a bailar a Raffaella Carrá.

P. ¿De qué le interesa hablar cuando no habla sobre periodismo?

R. Disfruto mucho de una conversación con una persona con la que puedo hacer una cierta deriva, que se arme una reflexión interesante que mezcle chusmerío con intimidad. Esas conversaciones que son un poco pérfidas y son un poco tristes y mezclan poesía con ‘no sabés el problema que tengo en la cocina con el caño que se pinchó’. Me gusta mucho hablar de cine. Ojo, y no podría decir que soy cinéfila. Lo era cuando era más chica, pero después el tiempo para ir al cine compulsivamente se esfumó. De libros, por supuesto.

P. ¿Qué está leyendo?

R. Estoy deslumbradísima con un libro que publicó Sexto Piso que se llama Desmorir, de una poeta norteamericana que se llama Anne Boyer, que ganó el premio Pulitzer. Es un libro de no ficción tremendo, sobre un cáncer que le diagnosticaron a los 41 años. Es una especie de artefacto muy lírico y muy terrible, muy encendido, muy rebelde. Lo leí dos o tres veces, lo leo y lo sigo leyendo.

Ahora también estoy leyendo El acontecimiento de Annie Ernaux, relacionado con su experiencia con un aborto. Y La mitad fantasma, de Alan Pauls. Había recomenzado un libro de Jim Thompson, que es un autor que me resulta muy interesante, pero lo dejé porque me vinieron estos aluviones.

P. ¿Le sigue encontrando sentido a hacer periodismo?

R. Sí, totalmente. Nunca me se me apareció como una pregunta eso. La escritura es un lugar donde uno se siente sólido, un lugar en el que uno hace pie. Los tiempos nunca fueron fáciles para el periodismo, menos en América Latina. Siempre hubo que hacer muchas cosas a la vez. Cuando escribí Los suicidas del fin del mundo, yo trabajaba en la redacción de la revista de La Nación, colaboraba en una revista que se llamaba La mujer de mi vida, en el suplemento cultural de El País de Montevideo, en la revista Latido… No sé si no estaba haciendo prensa con una amiga de un boliche divino que se llamaba El codo… Hacía mil cosas. Nunca esperé vivir de lo que me pagaran en un sueldo o con un solo artículo, que es por ahí una manera un poco más europea o estadounidense de pensar la producción. No me gusta esa palabra, producción.

P. ¿Está contenta después de todo el recorrido?

Podría responderte si lo mirara como un recorrido pensado. Pero no creo en la idea de carrera, qué palabra fea esa. Después de escribir Los suicidas del fin del mundo no dije: tengo que asentarme, escribir otro libro, en una editorial importante… Creo que siempre se trató de hacer: hacer, hacer, hacer, hacer. Lo del trabajo con El codo fue genial. Imaginate que te dicen ‘vas a ser prensa de uno de los lugares donde pasan cosas alucinantes en la noche porteña, vas a poder entrar gratis, beber gratis, invitar a tus amigos, queda a 20 metros de tu casa y lo vas a hacer con una amiga tuya’. Era perfecto. Lo volvería a hacer mil veces.

Por supuesto hay momentos en los que reflexionás, pero no lo pienso en términos de conveniencia. No lo examino como un entomólogo. Hay como una sensación de cuando hacés una cosa de mucha exigencia física y terminás y es verano y todo refulge y vos estás cansada, pero contenta. No necesariamente porque ahora me sienta contenta, porque en esta situación nadie se puede sentir contenta, pero con relación a todo lo que hice esa es la sensación, una cosa física.