Hervé Guibert, la tierra salvaje del hogar

En la adolescencia se enamora de Terence Stamp, el ángel desestabilizador de Teorema de Pasolini. “Me pierden los asesinos”, confiesa. Sufrió tanto la violencia de sus padres como su amor, y prometió arrancarles los cabellos cuando estuviesen muertos. Una noche se masturba furtivamente mientras escucha a su madre, que le habla desde el camarote adjunto al suyo del barco del padre. Otra noche, presidida por la fiebre y la locura, le suplica un beso en la boca a su progenitora, que huye aterrorizada. Él la sigue entre las sombras. No vuelve en sí hasta que no se mira al espejo y redescubre su propia imagen. La secuencia condensa en sí misma toda la historia de Edipo y el psicoanálisis. Sus relaciones con su madre estremecen a veces, pero es más interesante el vínculo con el padre, con el que mantiene, sobre todo en la infancia, una relación que sin ser sexual es muy táctil y muy carnal, además de sorprendente. Cada cultura establece una gramática familiar diferente, y los padres franceses tienden a ser relativamente distantes, por eso sorprende.

Mis padres, el libro que estamos comentando, parece una exploración de lo que ya dijo Adam Phillips en su momento, que la familia es el laboratorio en el que los niños experimentan los límites de su sexualidad y la de sus padres. Como ya dijera la novelista china Chen Ran, “el hogar es una tierra salvaje”. En ese sentido, nos hallaríamos ante una familia bastante canónica, lo digo para no equivocar al lector, pues solo quiero indicar que nos encontramos ante un texto honesto y audaz, en las antípodas de todos los que dibujan una imagen condescendiente y mistificada del laberinto familiar. Las fuentes narrativas de Mis padres han de buscarse en I remember de Joe Brainard, quizá por primera vez, pues es sabido que I remember es el libro que más ha repercutido en la narrativa contemporánea vinculada al recuerdo. Guibert encadena recuerdos, sin atender demasiado a la linealidad, si bien deteniéndose más en ellos que Brainard.

Mis padres conforma un díptico fundamental con El hombre que no me salvó la vida. En el primero habla de su amor con T. (Thierry Jouno) y en el segundo de sus relaciones con Michel Foucault. Es común que muchos libros, incluso cuando son buenos, dejen un trazo más bien frágil en la memoria con el paso del tiempo, no me ocurre eso con El amigo que no me salvó la vida. Tengo la impresión de recordarlo bien, porque es una obra desnuda y definitiva sobre una doble agonía: la del autor y la de Foucault, que fue su amante y en muchos aspectos también su maestro. En algún momento la narración adquiere un aire bárbaro y despiadado, cuando refiere peligrosos escarceos sexuales, en plena enfermedad y en plena crisis existencial. Pero lo que más conmueve y a la vez hace pensar, es la dignidad ante la muerte que mostró Foucault, cuando ya supo que estaba sentenciado y lo ingresaron en el hospital de la Pitié-Salpêtrière, tan mentado en la Historia de la locura, por haber sido antes un manicomio. Ahí el escéptico Foucault vio la extraña geometría del destino, según dijo a sus allegados. Una geometría que se teje y se desteje en las profundidades del subconsciente más que en la zona esclarecida de la conciencia.

La escritura de Guibert es minimalista y aspira a la limpieza formal, huyendo del barroquismo tanto en los conceptos como en la estructura (de hecho Mis padres ni siquiera tiene estructura), y procura no caer en la tentación sentimental. Como le ocurrió a Levé, su obra se diversificó desde sus comienzos, y supo desplegar con bastante solvencia su talento en la novela, los guiones de cine, la fotografía y las adaptaciones teatrales, si bien lo más valioso de su quehacer es su narrativa, anclada en su propia existencia y estrechamente vinculada a su noche personal. Fue generoso hasta la extenuación, e intentó narrar su propia agonía en directo, desde la escritura y el vídeo, sin sucumbir al narcisismo extremo, como creyeron sus enemigos. Guibert quería desenmascarar el sida y disipar las sombras que lo rodeaban, y para eso necesitó mucho valor y mucha voluntad. Dicho de otra manera: deseaba hacer una autopsia física y psicológica de la enfermedad tal como va modificando el cuerpo y oscureciendo la mente. Toda una experiencia límite, tanto desde el punto de vista literario como vivencial.

Poco antes de morir, salió en el programa televisivo Apostrophes para hablar de El hombre que no me salvó la vida. Guibert parece una sombra de sí mismo, y ni siquiera es capaz de sonreír, pero explica bien su huía del sida, de su mismo concepto, hasta que tuvo que enfrentarse crudamente a la verdad, y entonces ya no dudó. El resultado fue un libro sobrio y despellejado sobre el crepúsculo prematuro de la vida y sobre lo mal que el Estado suele gestionar las crisis sanitarias.

Puede decirse que con Hervé Guibert la llamada autoficción francesa de las últimas décadas nace, se desarrolla, se desmorona y se disuelve finalmente en la muerte. Desde que él falleció, tras ingerir un veneno que tardó en hacerle efecto, llevamos demasiado tiempo descendiendo a los infiernos del yo, pero pocos con el rigor, el tesón y la belleza que Guibert supo desplegar. Hay algo extremadamente delicado en su ejercicio de la verdad.

Mis padres

Autor: Hervé Guibert

Traducción: Delfín Gómez Marcos

Editorial: Cabaret Voltaire, 2020

Formato: Tapa blanda, 198 páginas