Manjares, del palacio a las ‘cabañas’

Ilustración del libro 'Art de la cuyna', del fraile Francesc Roger
Ilustración del libro ‘Art de la cuyna’, del fraile Francesc Roger

Ante el puchero, de pie, el monje va sirviendo con el cucharon a sus hermanos, mientras escaleras abajo, en la despensa, se distinguen conejos colgando y otras carnes, aves, cuchillos de cortar piezas y hasta asoma la cabeza de una vaca… Es una curiosa ilustración de Art de la cuyna, del fraile Francesc Roger, cocinero del convento de Sant Francesc, de Ciutadella, entre 1731 y 1734. Las 209 recetas que contiene el que quizá sea el libro más antiguo de la gastronomía menorquina son paradigma de cómo la rica tradición de la cocina escrita en catalán quedó restringida, entre los siglos XVII y XVIII, a recetarios vinculados a órdenes conventuales, mayormente masculinas.

Primero pendrá un gribellet mitjanser, y trencará tants parells d’ous com…”, arrancan las instrucciones del “Modo de fer los bocadillos” del Llibre molt apte per al govern de la Cartoixa de Montalegre, escrito entre 1718 i 1719, con anotaciones de una década después. Está al lado de la receta 89, “Escudella de pa torrat”, de la Instrucció breu i útil per los cuyners principians segons lo estil dels carmelites descalços, que no está demasiado lejos de una edición moderna (1963) de El llibre de cuina de Scala-Dei. Arropan estos y una treintena de volúmenes más a la primera edición del Llibre del coc, “libre de doctrina pera ben servir, de tallar y del art de coch, ço es de qualsevol manera d potatges y salses”, icono del primer gran momento del prestigio internacional de la cocina catalana, publicado hace ahora 500 años. Esa efeméride permite a la Biblioteca de Catalunya (BC) –que conserva el ejemplar más antiguo que se conoce, del 15 de noviembre de 1520– mostrar la riqueza y la tradición bibliográfica y documental catalana del tema en la exposición La flor de totes les cuines, en un recorrido que asciende tanto a los palaciegos Roca, Ruscalleda, Santamaría y Adrià, como baja a las cabañas con los modestos condimentos de Maggi.

 

Ilustración del 'Llibre del coc', del Mestre Robert, de 1520, en la Biblioteca de Catalunya.
Ilustración del ‘Llibre del coc’, del Mestre Robert, de 1520, en la Biblioteca de Catalunya.

El Llibre del coc, primer libro de cocina impreso en catalán, está dedicado a Ferran I, rey de Nápoles (1458-1494), y es posible que recogiera el contenido de un texto más antiguo. A pesar de ser de 1520, no refleja productos del nuevo continente y algunas recetas también parecen extraídas del famoso Llibre de Sent Soví, el primer recetario conocido en catalán, manuscrito anónimo de la primera mitad del XIV, y del que salieron a su vez platos que conformarían el Llibre d’aparellar de menjar, el otro gran precedente bibliográfico (1351-1400), del que se muestra un facsímil.

En el volumen sólo hay tres recetas en las que se especifique que sean platos catalanes, pero tres cuartas partes lo son, si bien se recrean en sus 236 capítulos manjares de las cocinas vecinas como la occitana y la italiana, en una demostración cosmopolita de su autor, el catalán Mestre Robert, cocinero de Ferran de Nàpols. Así, casi se huelen salsas francesas, sopas lombardas, viandas “a la veneciana”, algún plato árabe y, sobre todo, los embriones de los arroces que hoy marcan las mesas del litoral catalán y valenciano. Luce el autor conocimientos omnívoros, porque hay referencias a cómo cortar la carne, afilar los utensilios, servir la mesa, hacer las veces de maestros de sala y hasta recomienda labores de guardarropía.

Quizá por todo ello, el volumen se convirtió en el primer gran best-seller de la cocina catalana y una de las mejores maneras de saber sobre la gastronomía del Renacimiento: al menos contó seis ediciones en catalán y, desde la temprana de 1525 en Toledo, con una decena en castellano, a pesar de que apenas hay en él un par de recetas de origen castellano o aragonés: el Potatge de cebollada y el Bon adobado. La traducción se debió al gusto gourmet del emperador Carlos I, educado en Flandes. “Es un libro que consta siempre en las historias de la cocina y sintetiza como pocos la tradición culinaria catalana y la proyecta hacia el siglo XVI”, resume a este diario el estudioso de la materia Joan Santanach, para quien “el conocimiento internacional que se tiene de la cocina catalana medieval está mejorando en los últimos años”.

 

Muestra de algunos anuncios y menús que pueden verse en la exposición 'La flor de totes les cuines', en la Biblioteca de Catalunya.
Muestra de algunos anuncios y menús que pueden verse en la exposición ‘La flor de totes les cuines’, en la Biblioteca de Catalunya.

La muestra, abierta hasta el 15 de octubre y comisariada por el propio Santanach y Antoni Riera, profesores de la Universidad de Barcelona, no se entretiene en estos condimentos (ya han elaborado un ebook, El patrimoni gastronòmic català i la seva cuina, coordinado por Núria Altarriba) sino que resigue los anaqueles del tema, reflejando los intentos para devolver al ámbito popular el recetario catalán en el XIX tras el recogimiento monacal, como demuestran títulos como La cuynera catalana, ó sia regles utils, fácils, seguras y económicas per cuynar bé (1835) o la popularísima y longeva Carmencita, o La buena cocinera, de Doña Eladia M. vda. de Carpinell, que en 1914 ya llevaba siete ediciones. También hay una pizca del duelo tácito que se dio entre los promotores de las nuevas modas de la cocina internacional (el Ignasi Domènech de La teca, de 1924, o el gran Josep Rondissori, con sus clases de cocina del curso 1925-1926) y los que mantenían el baluarte de las esencias de la tradición autóctona (como el Ferran Agulló del Llibre de la cuina catalana, de 1928, defendiendo manjares como el “Peix al romesco”).

Fue justo antes de la Guerra Civil, cuando todo se hundió entre la cocina de supervivencia y las cartillas de racionamiento. La letra, el sonido y el gusto de las cacerolas catalanas no regresó hasta finales de los 60 y principios de los 70, con nombres como los de Josep Pla (El que hem menjat), Néstor Luján y Manuel Vázquez Montalbán (L’art de menjar a Catalunya), que recuperaron la memoria gustativa que sistematizó Josep Lladonosa con El gran llibre de la cuina catalana. Los 90, a rebufo de la nouvelle cuisine francesa, la tradición, la renovación y la experimentación se dispararon en direcciones tan complementarias como las que ofrecieron (y algunos aún ofrecen) los hermanos Roca, Carme Ruscalleda y Santi Santamaría, todos con libros propios, con Ferran Adrià en la punta de lanza vanguardista.

Trabajos científicos como el Corpus de la cuina catalana, publicado por el Institut Català de la Cuina (2006), muestran cómo ha evolucionado, tecnificado y analizado el comer si se compara con revistas como El gorro blanco, de 1918, que dirigía Domènech, ejemplar de las centenares de cabeceras, menús diarios, anuncios y ágapes señalados que también conserva y muestra la BC. Impagables, en esa línea, son el pantagruélico breakfast que ofrecía, el 3 de noviembre de 1908, el S.S. Kaiser Wilhem II, con fama de ser uno de los buques más lujosos del mundo; los menús, en colorido díptico, que se servían en los vuelos de Iberia de 1951, o la receta-anuncio de Maggi de una carne estofada potenciada con sus populares sobres y pastillas.

Pero la mejor síntesis quizá la proporcione La nostra cuina tradicional, con textos de Pla e ilustraciones de Ferran Adrià, en una lujosa y no venal edición del año pasado a cargo del crítico Jaume Fàbrega y publicada por la Associació de Bibliòfils de Barcelona y la Academia Catalana de Gastronomía i Nutrició. Lujoso alimento para el estómago y el intelecto, quizá un guiño postmoderno al Llibre del coc.

 

FUENTE: EL PAÍS